Hace unos días apareció en los informativos TVE la edificante historia de un señor africano a quien no tengo el gusto de conocer ni conocimientos de hausa para pronunciar su nombre, el cual, gracias a su esfuerzo, sacrificio, no pocas habilidades y útiles conocimientos, se ha convertido de inmigrante sin papeles, o sea, ilegal, en enfermero contratado por un hospital español. Emocionado por la dimensión y altura humana del fenómeno, pensé para mí mismo: “Igual que mi hijo, que de licenciado en Historia, titulado en Educación y en Enseñanza del Español como Lengua Extranjera, emigró con papeles, o sea, legal, para convertirse en friegaplatos en Londres”. Inmediatamente llamé por teléfono al muchacho y le eché una bronca de campeonato. ¿A quién se le ocurre hacer las cosas por derecho? ¿Es que en el Támesis no hay pateras? Él mismo resolvió mis dudas: “No, querido padre, en el Támesis no hay pateras, y si te agarran indocumentado vas directo a la deportación”.
En fin, los ingleses tienen sus manías, ya se sabe, algunas tan pintorescas como cuidar sus fronteras y regular la situación administrativa de quienes habitan en aquellas remotas islas. No como aquí, naturalmente. España es un país mucho más moderno que el Reino Unido y la calidad de nuestra democracia infinitamente superior a la de ellos. Figúrense si somos distintos a la pérfida Albión que allí, para su vergüenza, todavía hay “inmigrantes”, construcción lexical que en la progresista y superhumanitaria España ya no se estila, me figuro que por racista y eso. En nuestro ideario comunicativo, la corrección política, el pensamiento Alicia y el buenrollismo de la señorita Pepis han impuesto una expresión más neutra: “migrante”. Como los pájaros, que no tienen origen ni destino sino el mundo por aeródromo. Al emigrante le quitas la “e” y se queda sin patria —o eso nos creemos—¸ y al inmigrante le restas la “in” y lo pones en casa como Paco con sus pantuflas frente al televisor, disfrutando con Tele5 y la polémica Paquirrín-Pantoja.
El mensaje que envían los humanitarios mundialistas con estos equilibrios léxicos resulta apabullante: “Empezad a acostumbraros a la ley suprema del mercado global: los seres humanos son como las golondrinas, sin nido que sepan suyo, sin origen ni propósito, sólo ir y venir por la vida, trabajar, consumir y morir”. Todos somos migrantes aunque no nos guste viajar ni nos apetezca disolver el freudiano —reaccionario— “yo social” en el magma de la muchedumbre, sin tildes personales ni más identidad que el apetito.
Lo dejó dicho hace muchos años nuestro fabuloso Rubén Darío, en su artículo El triunfo de Calibán: “Tienen templos para todos los dioses y no creen en ninguno”. Tan lógico, sin duda: ¿a qué dios se encomiendan las golondrinas antes de alzar vuelo y marchar en busca de otras plazas donde zampar mosquitos? El migrante sólo debe acudir a un templo, el mercado, para la práctica ritual de su única religión: durar sobre la tierra firme. Lo demás, ya lo sabemos, es inhumano. Casi, casi, xenofobia.
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