Es curioso que, al menos en Europa, no se le esté dando toda la atención debida a algo que constituye uno de los fenómenos más significativos de estos últimos tiempos. Me refiero a lo que, sin hipérbole, se puede calificar como la salvación de El Salvador emprendida por su presidente Nayib Bukele. Sí, es cierto que en las Redes Sociales se habla de ello; también lo es que la prensa del Sistema ha lanzado contra el régimen de El Salvador algunos de sus dardos envenenados (mayores sin embargo por parte de las Organizaciones Internacionales y ONGs), pero todo ello carece de parangón con el torrente de encono por parte de la izquierda o de entusiasmo por parte de la verdadera derecha que un asunto de tal calibre hubiese tenido normalmente que desatar.
La izquierda no ha chistado (o sólo lo ha hecho levemente), lo cual nada nos asombraría si fuese Bukele un dictadorzuelo socialista al uso. Pero no lo es. Se trata de un gobernante de derechas ante cuya actuación lo lógico sería que el mundo woke y progre se rasgara estrepitosamente las vestiduras ante lo que, a sus ojos, no puede ser más que una-atroz-y-dictatorial-represión-contra-una multitud-de-meros-presuntos-culpables-detenidos-a-mansalva. Por su parte, la derecha (la de verdad, no la derechona cobarde, cuyo epíteto explica suficientemente su silencio) tampoco se ha puesto a saltar de júbilo junto con el pueblo salvadoreño, el 95 por ciento del cual aclama, según todos los sondeos, a un presidente que en un plazo extraordinariamente breve ha puesto término al terror, la corrupción y la muerte que asolaban al país.
Veamos los hechos
En 2019, el outsider populista que era entonces Nayib Bukele ganó las elecciones a la presidencia de la República. Con ello puso término al dominio que, emponzoñados en la corrupción, ejercían desde hacía años (como mínimo, desde el término de la guerra civil en 1992) los dos partidos que se repartían el poder. Pero Bukele no se quedó ahí y la emprendió vigorosamente contra una corrupción mucho peor, pero que le era consustancial: el terror que desplegaban las pandillas denominadas Maras, las cuales habían convertido al país en el más violento de toda Hispanoamérica. Con un índice de 105,2 asesinatos por 100.000 habitantes, ello significaba que este pequeño país de unos ocho millones de habitantes contaba con la pavorosa cifra de aproximadamente 8.000 homicidios al año.
Pero no sólo se trataba de asesinatos, robos y extorsiones efectuados por miles de pandilleros, unos mafiosos tan carentes de ideología política como las actuales guerrillas y bandas de narcotraficantes que asolan a nuestra América. El número y la fuerza de las pandillas salvadoreñas era tal que habían llegado a hacerse con el control absoluto de determinados barrios o poblaciones, lugares fuera de la ley en los que, como en tantos suburbios franceses o de otros países europeos (pero con motivaciones y un trasfondo étnico bien distintos), nadie, ni siquiera la policía, podía entrar sin poner su vida en peligro.
Le bastaron sin embargo tres años a Bukele para acabar con tales horrores. Reducido el índice de homicidios a 7,8 por 100.000 habitantes, el país más violento de Hispanoamérica se había convertido en el más pacífico; con todas las obvias repercusiones que de ello se derivan en materia de riqueza y prosperidad.
¿Cómo ha podido producirse semejante milagro? ¿Cómo ha conseguido Bukele acabar con el terror? De la única forma con la que se puede acabar con tal monstruosidad: impidiendo cualquier asomo de concesión política, no vendiéndose y envileciéndose, no comprando la paz —como se ha comprado en determinada región española— a cambio de entregar a los terroristas los resortes del poder y del dinero público. Actuando por el contrario con la mayor contundencia contra ellos, dejándose de melindres y remilgos, reprimiendo a fondo, sin vacilar. Así se ha hecho en El Salvador, donde se ha proclamado el estado de excepción y se ha detenido nada menos que a 60.000 terroristas . Para alojarlos, se ha construido una gigantesca cárcel, el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), que, con capacidad para 40.000 reclusos, constituye el mayor penal de todo el continente americano. En el momento de inaugurarlo, el presidente Bukele declaraba: «Trasladamos a los primeros 2.000 pandilleros al CECOT. Ésta será su nueva casa, donde vivirán por décadas, mezclados, sin poder hacerle más daño a la población».
Duras condiciones
«Vivirán por décadas», y en condiciones duras, aunque humanas e higiénicas (nada que ver, por ejemplo, con los asesinatos entre bandas que son moneda corriente en muchas cárceles hispanoamericanas). Que las condiciones penitenciarias de El Salvador son duras, durísimas incluso, queda claro cuando se las compara con las existentes en las cárceles socialdemócratas, donde los presos son cómodamente mantenidos por el Estado sin que se vean obligados a trabajar en oficios de lo más corriente (carpinteros, pintores, fontaneros, albañiles, electriicitas...), como ocurre en El Salvador, donde deben subvenir mediante su trabajo a su alimentación y alojamiento.
Pero no sólo la vida de los penados es dura. También es duro, muy duro, para nuestros compasivos ojos ver las imágenes de estos miserables. No estamos acostumbrados a tales cosas. Lo que solemos ver son, más bien, imágenes de los cuerpos desventrados de las víctimas de crímenes o atentados cometidos por quienes, en caso de ser detenidos, aparecen la mayoría de las veces con el rostro púdicamente cubierto.
Lejos de hacerlo así, las autoridades de El Salvador envuelven la detención de sus terroristas en una meticulosa escenificación que, difundida en cantidad de videos por televisiones y redes, pretende, sin duda, servir de lección para quitarles a sus compinches las ganas de proseguir por el mismo camino. Pero algo más importante aún se juega aún en estas imágenes de centenares y centenares de presos que, a paso ligero, avanzan en tropel, pegados unos a otros, rapados al cero, esposados y con las manos en la espalda o en el cogote, inclinado el torso, baja la mirada, desnudo el cuerpo, cubierto sólo con sus negros tatuajes y sus blancos calzones.
Lo que se juega —lo que aquí se busca— es todo lo contrario del mandamiento primero de las cárceles liberales o socialdemócratas. Aquí no se busca «la dignificación y rehabilitación» de unos presos que al cabo de poco tiempo vuelven a salir a la calle con la alta posibilidad de volver a delinquir. Mediante esta exposición pública de los detenidos se buscan dos cosas: por un lado, un escarmiento que les quite las ganas de reincidir un día; por otro lado, la reparación —así sea simbólica— tanto de las víctimas de los crímenes cometidos como del conjunto de la sociedad ultrajada por ellos.
La compasión, mejor destinarla a las víctimas
Brilla aquí por su ausencia la lástima, la compasión hacia el delincuente: este gran principio de nuestra modernidad. Es ello, sin duda, lo que, incomodando a una derecha identitaria sobre la que pesa la constante amenaza de ser demonizada por sus enemigos, le ha impedido hasta la fecha abrazar con entusiasmo la causa de El Salvador.
Son distintas, en cambio, las razones que llevan a la izquierda a no abalanzarse con la saña que le es propia contra la experiencia salvadoreña. Para hacerlo, tendría que silenciar lo que todo el mundo sabe: el masivo apoyo que el pueblo de El Salvador está dando a unas medidas que desde la izquierda no se pueden sino tildar de autoritarias y antidemocráticas. Silenciarlo es tanto más difícil cuanto que no es sólo el pueblo salvadoreño el que expresa su apoyo a semejante «autoritarismo». Basta darse una vuelta por las Redes Sociales para constatar la extraordinaria cantidad de comentarios que, procedentes de toda Hispanoamérica (y de España), desean, en medio de un encendido entusiasmo, que un Bukele aparezca también en sus lares y emprenda la misma política que está haciendo renacer a El Salvador.
Uno creería a veces que la blandenguería del hombre moderno es una tara irremisiblemente expandida por doquier. Lo es, sin duda. Pero la experiencia salvadoreña también nos muestra que el mal tiene cura y que los ojos de una amplia, inmensa mayoría pueden acabar abriéndose un día de par en par.