En España no tenemos nada parecido. Por no haber, ni siquiera hay ya revistas de información política y cultural vendidas en kiosco. Sólo queda alguna venerable revista de sesgo académico, como Revista de Occidente o Razón Española.
Por ello es un acontecimiento que salga a la luz una revista como ésta, que lleva ya más de 50 años en lo más álgido de la batalla informativa y cultural.
Esperamos contar con su colaboración (desde sólo 5 €) ahora que se ha restablecido el funcionamiento del Crowdfunding destinado a ayudarnos en la salida del primer número. Mientras tanto, les vamos a ofrecer en diversas entregas algunos de los artículos más significativos publicados estos últimos años por Éléments.
Empezamos con:
La gran sensiblería
por Julien Rochedy
Imaginemos que un griego, un romano, un señor feudal , o incluso uno de nuestros antepasados del siglo XIX se pusiera a conversar con alguien de nosotros, hombres del bajo imperio occidental. ¿Qué percibiría de entrada? Una infinidad de cosas, por supuesto, pero hay una que nosotros mismos ya ni siquiera vemos porque es mucho lo que nos ciega: nuestra gran sensiblería. Nos hemos vuelto grandes, inmensos, insoportablemente sensibles. Ahora somos todo sentimiento, en todas partes, todo el tiempo, y tenemos que admitirlo, ¡hasta la náusea! Ahora que nuestros valores ancestrales se han derrumbado, ahora que ya no adherimos a ninguna verdad trascendente, ahora que tenemos miedo de los discursos exigentes sobre el hombre, que caracterizaron a los verdaderos humanistas, ahora nos vemos obligados a medir, evaluar y juzgar el mundo humano y natural según un criterio otrora despreciado por nuestros antepasados: la sensibilidad, que tan fácilmente se desliza hacia un sentimentalismo invasivo. Yuval Noah Harari admite, en su Homo Deus, que se ha convertido en el juez último de nuestra moralidad: “Nada es malo a menos que alguien sufra por ello”. “Alguien” —dice—, quienquiera que sea. Para entender bien nuestro tiempo, hay que darse cuenta de que vivimos bajo la tiranía de la sensibilidad de cualquiera. Eso lo resume casi todo.
Un chimpancé vale tanto como un astronauta
De hecho, ¿cómo construimos nuestra actual escala de valores? ¿Sobre qué base establecemos nuestra moral, o, mejor dicho, nuestra moralina? Sobre la sensibilidad de unos y otros., o peor aún, sobre la del primero que llega. El Mal está en lo que sienta mal, en lo que hace daño; el Bien, en lo que hace bien “a alguien": tal es nuestra penosa doctrina posmoderna en materia de ética. Una cosa se valora o se deprecia según el dolor o el placer que causa. Si causa lágrimas, si posiblemente frustra o aleja a algunos individuos, entonces se la considera “mala”. En cambio, si acaricia, si susurra palabras agradables y concede el mayor número posible de derechos, entonces es algo “bueno”, digno de celebración. Por eso todos los seres humanos, en el fondo, son equivalentes, y equivalentes quizás a los animales, porque un ser, para nuestro mundo, sólo tiene valor en lo que siente, en las sensaciones que experimenta, en las reacciones emocionales que puede mostrar. A este nivel, un chimpancé equivale a un astronauta, pues al fin y al cabo también el chimpancé puede sentir dolor e infelicidad. El valor ya no está en las alturas del espíritu; el valor está en el nervio, sólo en el nervio. Y los nervios están de punta. Tenemos que derramar lágrimas por la situación de los inmigrantes, de los africanos, de los refugiados de guerra o climáticos, de las minorías de todo tipo, de los excluidos, de los dominados, de los débiles, de los pequeños, de la humanidad en su conjunto; y ello a pesar de nuestros propios intereses, a pesar de la razón, a pesar de un Bien Superior que el hombre debería perseguir, es decir, un Bien que va mucho más allá de consideraciones emocionales mezquinas y miserables. En cualquier caso, ningún Bien Superior es concebible en estos tiempos de gran sensiblería, ya que cualquier exigencia elevada establece criterios y estándares que necesariamente distinguen a los hombres y excluyen a algunos de ellos. Ahora bien, tal modo de ser y estimar es inadmisible para una persona sensiblera; ésta, por tanto, sólo puede ser igualitaria, basando su criterio moral en resortes emocionales compartidos por todos.
Por consiguiente, los posmodernos, de vuelta de todo, hemos retrocedido a los tiempos más primitivos para concebir el Bien y la Verdad, pues sólo un salvaje, o en el mejor de los casos un niño, puede concebir fragmentos de ética exclusivamente a través del dolor y el placer. De hecho, podríamos decir que nos hemos (re)convertido en niños pequeños que sólo lloriquean cuando algo duele y cuando es malo. Como todos sabemos, un occidental es un excristiano que ya no cree en Dios ni en el diablo, pero que cree firmemente en los buenos y los malos. Estos últimos son sólo los que hacen sufrir y hacen llorar: la gran sensiblería que caracteriza a nuestra época es, por tanto, un síntoma de vuelta a la infancia, pero un síntoma que, por desgracia, sólo se observa en los ancianitos al final de su vida. Porque el hombre que sólo evalúa con criterios sensibles no puede ser sino un enfermo, un hombre que sufre, un hombre decidido a permanecer en su cama de hospital el mayor tiempo posible, esperando ya nada, salvo la muerte y la morfina. Es un anciano.
Señalemos, por el contrario, lo que revela por lo general las almas jóvenes, vivas y fuertes: la completa indiferencia por la sensibilidad del menor ser humano, el desprecio por el sentimentalismo sensiblero y mediocre, y el rechazo, en fin, de situar el placer y el dolor entre los criterios morales. Queremos más y queremos lo mejor, porque valemos más y valemos mejor: ¿qué puede entonces importarnos la sensibilidad del más insignificante energúmeno que, con todas sus fáciles emociones, se arrastra por detrás? Absolutamente nada.
En estos tiempos peligrosos, hace falta que el hombre occidental crezca o, mejor dicho, se cure. Si lo hace, se cómo deja de llorar por un quítame allá esas pajas.
Éléments, agosto-septiembre de 2024