Huelga decir que no soy economista y que, a mayores, no tengo pajolera idea sobre esa materia. Para definir mis habilidades al respecto, mi padre auguraba que si me regalaban la ONCE, la habría arruinado a las doce. O sea, que mis conocimientos teóricos en la cuestión son casi tan prácticos como los de los economistas en general, expertos que llevan toda la vida diciéndonos cómo hay que hacer las cosas y cómo no hacerlas, cómo organizar la producción, los servicios, los impuestos, las inversiones públicas y privadas en cada país y en el mundo, y nunca han dado con la tecla y apenas sí han podido prever y advertirnos sobre las crisis más aparatosas sufridas por occidente en el último siglo. Si bien, lo más seguro es que el desajuste entre lo mucho que saben y lo poco útiles que resultan tenga su razón en que siempre, sin excepción, por encima de las opiniones de un economista están las decisiones de un político, y ya sabemos cómo las gastan —nunca mejor dicho— los que mandan: si cuadran los números, adelante; y si no cuadran, adelante con mucha bandera y mucha fanfarria, hasta el borde del precipicio y mucho más allá.
No, no tengo ni idea de economía, ni de macronúmeros ni de micronúmeros. Pero soy viejo y llevo vistas unas cuántas crisis, y el humano instinto que nos conduce al pesimismo, la voz misteriosa y certera que todos llevamos dentro y que nos alerta de que nos la vamos a pegar cuando estamos a punto de pegárnosla, me avisa de que nos encontramos justamente en ese lugar, ese instante de contemplación pasmada ante el panorama desolador de un futuro con mal nombre. Que nadie quiero verlo —casi nadie—, es otra verdad poderosa, más palpable y comprobable que la misma realidad abocada a otro gran fracaso colectivo; a fin de cuentas, en el imaginario colectivo de las sociedades civilizadas y también de las escasamente civilizadas, las ficciones generosas sobre el futuro probable tienen mucho más éxito que las siniestras. Cada cual se tranquiliza como puede. Pero que vamos hacia otra de esas catástrofes, cíclicas por más señas, que han marcado y humillado el devenir de occidente en el último siglo y medio, es tan notorio que sólo un testigo afectado podría negarlo: el mismo futuro. Y no creo que el futuro, tal como vienen dadas, se encuentre en condiciones de contradecirme.
La crisis de 2008 fue sobrevenida y con raíz sectorializada —las famosas burbujas financiero-inmobiliarias—. El conjunto de las naciones la sufrieron en todo el mundo por simpatía estructural. Sin embargo, aquella crisis, aún no olvidada ni del todo superada, tuvo consecuencias medio aceptables para un amplio conjunto de la población, fundamentalmente quienes disponían de un cauce arraigado de ingresos, tal los pensionistas, funcionarios y personas con empleo en sectores afectados colateralmente. De dichas consecuencias, la de más “beneficio” fue la deflación: los precios de alquileres y compra de vivienda bajaron notablemente, así como el gasto en consumibles de primera necesidad, combustible y energía. Quienes quedaron sin empleo sufrieron mucho, pero quienes lo conservaron y los que recibían algún tipo de pensión, aunque vieron sus nóminas congeladas —incluso mermadas en el caso de los funcionarios—, pudieron mantener su nivel de vida sin mayores complicaciones, al punto de que renegociar las condiciones de hipotecas, alquileres y otros compromisos crediticios se convirtió en práctica común y muy beneficiosa para quienes la emprendían. Esa es una realidad.
Otra realidad es que la crisis que se nos avecina no es sectorial, sino global. Afecta al mismo tiempo a todos los sectores productivos porque su raíz, como en las crisis de los años 70, está en el precio de la energía. Es historia bien conocida por quienes teníamos hijos antes del cambio de milenio: cuando el petróleo, el gas, la electricidad y demás fuentes reales de energía eficiente se disparan, todo el sistema cae. Todo.
Vamos saliendo de una pandemia que ha tenido consecuencias similares al crack de 2008: los jubilados y los funcionarios han ahorrado, y los empleados, autónomos y pequeños empresarios se han empobrecido irremediablemente. El paro, según cifras oficiales, afecta a 3’45 millones de personas; los precios de productos de primera necesidad suben hasta un 5'5% y los de la energía… Ya sabemos cómo van la luz y la gasolina. La ecuación se cierra: desempleo más inflación, batacazo asegurado. A lo cual debe sumarse un factor que me parece fundamental: la previsible gestión, o mejor dicho, falta de gestión de estos prolegómenos y seguro hundimiento de nuestra economía por parte de los responsables políticos de la situación.
No se trata ahora de devanar discursos ideológicos por parte de unos y otros, ni tan siquiera de señalar los posicionamientos estratégicos de las fuerzas políticas involucradas, conjeturando sobre cómo y de qué manera van a enfrentar los próximos años y sus dificultades. No es que no sea el momento, es que no sirve para nada. A nuestros mandamases actuales les preguntas qué opinan sobre el desempleo y responden que la culpa es de la mala organización global de la economía, que las energías no sostenibles causan el cambio climático y que comer carne es malísimo para la salud y para el planeta. Da la impresión de que viven en otro universo, en otra órbita, en una realidad de infinitas y hermosas posibilidades donde, salvo los cataclismos y el apocalipsis según santa Greta, nada es posible por culpa de una ciudadanía no concienciada, derrochadora, egoísta y carnívora. Su ideal, por así decirlo… su utopía, no es de este mundo. Lo malo es que viven instalados, más bien apoltronados, en ese mundo tan distante a lo cotidiano y las vidas corrientes del ciudadano que los lunes va al trabajo y los viernes al finde. Y lo peor, que dentro de nada serán los responsables de hacer frente a la peor crisis económica de la historia.
La fórmula impecable para el desastre perfecto está servida. Sálvese quien pueda.
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