“La Guerra Civil es un fantasma que se resiste a desaparecer”. Lo escribió Emilio Romero hace más de 20 años y lo que no pudo imaginar es que ese fantasma crecería con el tiempo. Aquella bárbara conmoción persiste en el recuerdo por razones misteriosas de psicología colectiva. En ambas zonas se creó y se exaltó la creencia de que el mal total estaba en una y el bien total en la otra. La ovación con la que el pueblo de Madrid aplaudía el desfile de las Brigadas Internacionales por la Gran Vía el seis de noviembre del 36 tenía el mismo calor y color que el que del pueblo barcelonés aplaudiendo a las tropas de Franco el 26 de enero de 1939.
Por obra de los intelectuales que según Gonzalo Fdez. de la Mora “tienen el mando a distancia de la Historia”, el pueblo español se había partido en dos, inflamados de un lirismo político y bélico y que aún mantiene su recuerdo. Y lo sencillamente tremendo es que como dijo Julián Marías aquella guerra fue una tremenda equivocación por cuanto cada una de las partes luchaba y mataba por algo que el contrario aceptaba y se proponía imponer. La brillantísima Pasionaria, que animaba y enardecía a milicianos y brigadistas, no podía imaginar el contenido de la política social que Franco se disponía a imponer y que logró mantener durante decenios.
Pero Franco, posiblemente, también se equivocó al creer que solo por las armas podía impedirse que España cayera bajo yugo de la Rusia de aquellos tiempos, la de los procesos de Moscú en los cuales los enemigos de Stalin pedían tras confesar sus crímenes que se les aplicara al menos una de las muchas penas de muerte que se merecían. La victoria republicana lo habría sido a manos de un ejército que al final de la guerra se sublevó contra el Partido de Comunista e hizo huir a Negrin.
José Luis de Funes acaba de publicar un libro impactante e impresionante con el título Fernando Lescaren. Memorias de un miliciano (Akron Editorial, 2007) Su autor recoge, ordena, completa y abrillanta escritos reales de un miliciano real que escribió sobre lo que vivió sin caer en sectarismos ni falsedades. La visión de la pobreza de los años 30 junto al lujo insultante de las minorías, especialmente la terrateniente, que era la que más cerca convivía con el hambre. El arrepentimiento que persigue al miliciano a lo largo de toda su vida por haber participado en el asesinato de un marqués le da la libro tanto valor histórico como psicológico. Llega hasta el final, las cárceles de la posguerra y en mi caso particular he descubierto lo muy cerca que estuve físicamente de él al relatar las escenas de guerra vividas en el norte de la provincia de Córdoba, Peñarroya, Pozoblanco, Espiel, nombres éstos que impactaron mi adolescencia en la que viví intensamente el deseo de que la zona roja triunfase por los crímenes que me había tocado vivir de cerca en la retaguardia nacional. Esa retaguardia de la que iba a nacer la mejor política social y económica de nuestra historia y en la que tuve suerte de influir como economista.
Ese libro es de los que se comienzan a leer y se busca tiempo y pretextos para no interrumpir la lectura. En el montón de alusiones equivocadas, la obra de José Luis de Funes quedará como uno de los mejores testimonios de aquella guerra incivil.