En el año 70 de nuestra era el formidable ejercito de Vespasiano al mando de su hijo Tito, arrasó Jerusalén y destruyó el Templo. Si el emperador romano se hubiese limitado a tal reacción punitiva hoy no tendríamos ningún problema en oriente medio. Pero se le ocurrió completar la victoria con la dispersión masiva y obligada del pueblo judío por el resto del mundo entonces conocido.
Desde el año 70 hasta 1948 el pueblo judío ha vivido sin integrarse plenamente en ninguno de los pueblos con los que se le obligó a convivir. Y el mundo, sobrecogido por el Holocausto, se volcó a favor del regreso a su país de origen, creándose un problema en el que ambas partes tienen igual cantidad de razón. No se puede negar el derecho a la vuelta al solar de origen a quienes habían padecido la diáspora teñida de modo intermitente de persecuciones. No se puede negar a quien ocupaban una tierra durante casi 20 siglos a que emigren de ella. Y por ello el problema se encona, porque los dos tienen razón. En lo que no tienen razón los árabes es en exigir la devolución de los territorios ocupados en 1967. Antes de ese año Israel aceptaba en paz las fronteras con las que nació dicho Estado. Y la guerra del 67 la iniciaron los árabes bajo la guía de Nasser, que había proclamado “el propósito de exterminar a Israel (…), podéis confiar en la competencia del general Amer”. Este último, para justificar la derrota a manos de la aviación israelí dijo “creíamos que el ataque vendría por el este y vinieron por el oeste”.
Deseo descubrir el responsable último del problema, el citado emperador romano. Y cuando hoy se habla tanto del Diario de Ana Frank, la más bella frase que aparece en él es la que sigue: No puedo dejar de creer en lo bueno de los hombre”. Y esto lo dice cuando se está viviendo otra idea y frase de otro hombre famoso, Pietro Nenni en su libro sobre la Guerra Civil en la que participó como miembro de las brigadas internacionales dice: “las guerras sacan a superficie lo mejor y lo peor de la sociedad”.
