Las masas futbolísticas, en su mayoría forofas, viven su redonda pasión en medio de fragorosos partidos que nunca se han jugado. Vibran, gritan, vitorean y denostan, reivindican a su equipo y descalifican al adversario con argumentos sólo posibles en un mundo que no existe ni ha existido: el penalti que no se pitó, el que no fue pero se pitó, la expulsión injusta, la acción violenta no sancionada, lo que pudo ser y nunca sucedió… Los equipos y sus aficiones, cuando no pueden desahogar su entusiasmo con la celebración de éxitos propios, construyen una leyenda colectiva, casi tan poderosa como la victoria, sobre un compendio de injusticias y arbitrariedades extraordinariamente ofensivas que habrían perjudicado a su causa deportiva, privándolos de la gloria a la que sin duda tienen derecho. Toda esa tontería es muy humana, muy concordada con la esencia del deporte de competición, muy comprensible. Como decía el otro: el fútbol es así.
Lo que no es humano ni comprensible ni se aviene con la verdadera naturaleza de este deporte —ni de ninguno— es el paroxismo trágico con que algún dirigente es capaz de reinterpretar lo sucedido en el campo de juego hasta llevar el debate al delirio, casi a lo patológico. Me refiero —ya adivinan— a la pajarraca que ha montado el presidente del Barça a raíz de la derrota —otra— de su equipo ante el R.Madrid, el domingo pasado. Consideraciones futbolísticas al margen, Laporta ha conseguido ganarse la devoción de su parroquia con un discurso propio de alienados, el que concibe la realidad únicamente como un fatum inambíguo y perverso en contra de la víctima pensante, o dicho de otra manera, el lamento del loco: “mi familia me odia, mis compañeros de trabajo se ríen de mí, mi mujer me engaña y encima me ha arruinado, mis hijos me desprecian, mis vecinos me tienen manía, mi equipo nunca gana porque todo el mundo se ha conjurado para robarnos los partidos en España y en Europa…”. Del consejo “Mente sana en un cuerpo sano”, nos olvidamos de la mente y su estado más o menos normal porque la locura del fanático es voraginosa como un incendio imposible de apagar. Dice Laporta que hay que llevar la derrota a los tribunales y repetir el encuentro, y los suyos braman. Ya tenemos dos partidos de fútbol en el mundo irreal de las grandes ensoñaciones: el que no se jugó porque las injusticias del presente lo impidieron y el que nunca se jugará porque la propuesta es una gilipollez. Con esas mismas mimbres ideológicas y emocionales, y psicológicas, se construyen barbaridades de cualquier pelaje: una línea política demencial pero entusiástica —Laporta, ex diputado autonómico, sabe de eso—, una no-nación no-soberana, una independencia no independiente y una república inexistente; una irrealidad que va fogosamente a por todas porque el mundo de lo imaginario es tan legítimo como cualquier otro. Y tan felices, o mejor dicho: tan satisfechos en su desgracia, como siempre.