«Dogmatismo climático», rezaba la nota de las consignas que la ministra de Igualdad, Ana Redondo, estaba dispensando a sus muchachos a propósito de la catástrofe de Valencia. Y añadía: «Es nuestro momento». Me pregunto qué puede tener en la cabeza alguien para pensar que una tragedia con más de doscientos muertos es «nuestro momento». Pero fijémonos en esa otra primera nota: «Dogmatismo climático». ¡Dogmatismo! Es toda una confesión. Y es una muestra elocuente de hasta qué punto la doctrina del cambio climático antropogénico es hoy la ideología del poder.
Veamos. El cambio climático existe. Es una evidencia histórica. Incluso es un pleonasmo, porque el clima cambia por naturaleza. Cualquier aficionado a la Historia podría precisar tres o cuatro momentos en los que una modificación de las condiciones climáticas provocó cambios de gran calado en las sociedades humanas. Es posible que hoy nos hallemos ante uno de esos cambios o, alternativamente, es posible que hayamos vivido un breve ciclo dentro de otro más grande. No es fácil saberlo porque la ciencia del clima es una de las más imprecisas: intervienen tantos factores al mismo tiempo, y tan difícilmente mensurables a escala humana, que cualquier axioma es necesariamente relativo (luego no hay axiomas). En ese contexto, la teoría según la cual nos hallamos inmersos en una etapa de calentamiento global es sólo una hipótesis, y la atribución de tal calentamiento a las emisiones humanas de CO2 hace la teoría aún más arriesgada, por improbable en el sentido estricto del término. Es verdad que el discurso dominante anda girando ahora desde el «calentamiento» a la «emergencia», es decir, un contexto en el que también cabe el frío, pero, en ese caso, ¿sigue siendo valido echarle la culpa al CO2? Por otro lado, si aceptamos la doxa del cambio climático vía CO2, ¿por qué en su nombre se adoptan políticas que más bien parecen enfocadas a acentuar los efectos negativos del cambio, como esas de suprimir obstáculos naturales?
Todo esto que estoy exponiendo aquí no le enseña al lector nada nuevo: son preguntas que todo el mundo se hace a poco que reflexione sobre el asunto. Trato simplemente de exponer que en ese discurso hay más incertidumbres que certezas y más contradicciones que convicciones. Pero, precisamente por eso, la gran cuestión es por qué el «cambio climático» permanece sin embargo como eje del discurso del poder en Occidente (y, por cierto, sólo aquí). Es en este punto donde la opinión publicada tiende a doblar el brazo: si la mayor parte de las instituciones coinciden en el mismo discurso, será porque es verdad. Pero este argumento es de una ingenuidad que sólo puede resultar sospechosa. Si el poder coincide en defender una idea a machamartillo («dogmáticamente», diría la ministra Redondo), ¿de verdad puede alguien pensar que es por amor a la verdad? ¿No será más prudente aplicar un mínimo sentido crítico? Empezando por la pregunta esencial: ¿qué provecho saca el poder de todo esto?
Normalmente, cuando el poder busca algún provecho, siempre se trata de más poder. Es algo que está en su propia naturaleza. Pero hay que entender que el poder, hoy, en nuestro mundo, vive en casas que ya no son las de hace un siglo. La expresión «poder global» suele provocar miradas circunspectas o sonrisillas suspicaces: suena (todavía hoy) a teoría de la conspiración y, en el mejor de los casos, se lo despacha como una suerte de «construcción intelectual» abstracta sin asiento en la realidad política cotidiana. Sin embargo, nada de lo que estamos viviendo en el último medio siglo en el ámbito del poder se entiende sin ello. La tendencia dominante del mundo contemporáneo, acelerada después del hundimiento del bloque soviético en 1989, es la construcción de instancias de poder transnacionales, esto es, globales, que ambicionan estructurar el mundo conforme a un sistema político y económico cada vez más homogéneo. En términos históricos, tal objetivo ha sido la ambición permanente de las grandes ideologías de la modernidad. En términos políticos, es la vocación natural de una superpotencia hegemónica identificada con la denominada «anglosfera» y cuyo epicentro está en los Estados Unidos, aunque su espíritu ya no es el del imperialismo nacional norteamericano. Y en términos económicos, es la consecuencia lógica de la actual fase financiera del capitalismo, al que ya no le bastan los espacios nacionales o continentales (como en su anterior fase industrial), sino que para su desarrollo necesita mercados lo más amplios posible y sin barreras políticas (estatales) que lo frenen. Eso que se llama «poder global» es la resultante de estos tres procesos.
Para construir semejante poder y que la gente lo acepte de buen grado, es imprescindible convencerla de que necesitamos instancias supranacionales que nos gobiernen. ¿Cómo se llega a tal convicción? Haciendo creer a todo el mundo que nos hallamos ante desafíos que superan con mucho las posibilidades de un Estado; desafíos propiamente globales, planetarios. Por ejemplo, una inminente amenaza de destrucción de la Tierra a causa de… un cambio climático. Amenaza que, por supuesto, podemos frenar si todos obedecemos a los redentores. El hombre moderno ya no cree demasiado en Dios, pero sí cree —y mucho— en la ciencia. Si la «ciencia» lo ordena, el hombre moderno aceptará a pies juntillas cualquier sacrificio. Por ejemplo, el de pagar el coste de una revolución energética que sólo beneficiará a los propietarios de las nuevas fuentes de energía. También por ejemplo, el de ver sus libertades mermadas bajo los dictados de una nueva elite transnacional que encuentra en la nueva fe —la religión climática global— una legitimidad superior a la de cualquier democracia. Y así confluyen los intereses de unos y de otros para construir un nuevo marco de poder que el iniciado sabrá aprovechar. «Es nuestro momento», efectivamente. El de ellos.
«¡Vergüenza, vergüenza!», gritó un día desde su escaño la misma ministra Redondo en una de las más grotescas sobreactuaciones de la historia mundial del parlamentarismo. Vergüenza, en efecto, la de una elite gobernante capaz de toparse con una tragedia humana colosal y ponerla al servicio de su propio proyecto de poder. «Dogmatismo climático».