La fecha del próximo sábado 20 de octubre ha sido marcada con grueso trazo rojo en el calendario de un grupo de amigos que va a reunirse para hablar de España. Se reedita así la exitosa experiencia de El Tiburón Convincente, un punto de encuentro de gente joven que a lo largo de un lustro se vino a citar en la tradicional (ya no tanto) Cervecería de Correos, junto a la Puerta de Alcalá de Madrid, para tratar de lo divino y de lo humano como cualquier tertulia española que se precie.
También mi calendario está señalado, por lo que me permito escribir estas líneas en primera persona. Y hacerlo para confesar la imprecisión de mis ideas al respecto del tema. España es de por sí objeto de una difícil racionalización. Porque puede resultar muy razonable el sentimiento patriótico en una nación poderosa, o de una nación donde la práctica historiográfica común sea la “manga ancha” respecto a las sombras de su pasado. Pero la decadencia actual de nuestra patria en el concierto de las naciones, arrastrada desde el apogeo del Imperio, y el acerado sentido crítico de los españoles hacia nosotros mismos y nuestro proyecto nacional nos escatiman las facilidades de un patriotismo “a la anglo-americana”.
A estas dificultades sería necesario añadir nuestra carencia de una de esas identidades culturales unívocas e inequívocas con las que otras naciones se han visto obsequiadas por su sustrato étnico, al estilo germánico, o que sencillamente han conquistado por la fuerza de unas armas apuntadas contra el valor objetivo de la diversidad, como en el caso de Francia.
Decadente, subvencionada, severamente enjuiciada en su historia y quebradiza en su base cultural: ¿cómo esta nación podría reclamar para sí la pujanza de un patriotismo? Salvo proclamar que se ama a la patria precisamente porque no te gusta, lo que sin duda supone una música sólo apta para oídos exquisitos, o contentarse con una bravuconada insustancial y pasada de moda, la cuestión lleva a una marcada escora hacia el escepticismo o el romanticismo de aquel hidalgo venido a menos de “Bienvenido, Míster Marshall”.
Con la vista en el horizonte de algunos decenios hay quien señala la raíz de nuestro problema en la crisis futura que afectará a todos los Estados nacionales en virtud del proceso de integración europea. El caso español sería, una vez más en su historia, de anticipación ante lo que está por venir. Pero en la Europa rica y próspera no se percibe en realidad nada de eso; el anunciado fin de las naciones histórico-políticas, por oposición a las naciones étnicas o culturales, es una mera construcción teorética. Y ante la disyuntiva entre nación y mercado, muchos no saben muy bien a qué carta quedarse.
En tanto retornamos a la cuestión principal (dónde se hallaría la oportunidad de un nuevo patriotismo para España), los nacionalismos periféricos comienzan a aglutinar en torno a sus consignas auténticos círculos patrióticos. Y habría al menos una enseñanza que extraer de ellos: ese patriotismo no español se alimenta de una serie de mitos, simples y aptos para el consumo, que han logrado calar en la mentalidad de la gente. Quienes se desgastan haciendo ver que tales discursos carecen de rigor y se limitan a manejar acríticamente una serie de lugares comunes ignoran que es precisamente ahí donde reside su mayor fortaleza. No importa que el tópico central del nacionalismo separatista, la liberación de las naciones históricas peninsulares del yugo español, sea ficticio. Lo importante es que el mito produce los efectos deseados y nutre a las huestes segregacionistas de milicias convencidas y obedientes.
Es necesario acometer la tarea de forjar para España un nuevo mito fundacional, y hacerlo desde el convencimiento de que las fuerzas reaccionarias van a suponer un obstáculo antes que una ayuda a dicha tarea, por su inveterada costumbre de repetir siempre los mismos arquetipos ya manidos.
Hay dos vías para el hallazgo de ese mito primigenio. Una: lo que ya hemos sido, nuestra historia, a condición de relatarla con recursos nuevos (¿para cuándo un homenaje popular y patriótico al capitán Alatriste?). Otra: lo que podríamos llegar a ser, el mito de las posibilidades inmensas de nuestro futuro en común. Claro que, para afirmar tales posibilidades, contamos con el inconveniente de una clase política seguidista e incapaz. Algo que nos acompaña desde el año 1.200, al menos, cuando un autor anónimo, tal vez con la agonía de lo español en premonición, escribiera aquello de: "¡Dios, qué buen vasallo! ¡Si oviesse buen señore!"
En cualquier caso, puestos a inventar mitos fundacionales, yo empezaría por ahí.