¿Me basta con lo que tengo?

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No se trata de comparar ni de hacer concesiones a la nostalgia, pero se tiene la sensación de hallarnos en el ecuador de una de las Navidades más tristes que se recuerdan. Más allá de las circunstancias personales de cada cual, que nunca dejaron de atenerse al antojo de la diosa fortuna, se ha enseñoreado del alma colectiva una pesada sensación de cansancio y hastío. No es una constatación coyuntural, asociada a las fechas en las que estamos. La tristeza nos cerca desde antiguo, aunque sea propio reparar en ella con sensibilidad epidérmica en este periodo de balances y de alegría artificial de grandes almacenes. 
 
La búsqueda de la felicidad responde a una de las grandes quimeras del género humano. Sin embargo, ese iluso y desmedido afán por perpetuar los momentos de alegría no debe inducirnos a aceptar que el disfrute de, cuando menos, unos pocos instantes de plenitud nos esté igualmente vedado. Cierto: no es dado a la naturaleza humana un estado de alegría permanente; pero tampoco se sigue de ello que quede indefectiblemente asociada a la tristeza. En puridad, sólo los técnicos en Recursos Humanos de las empresas, y por extensión, la omnipresente mentalidad economicista que nos cerca pueden pretender tal cosa.
 
La alegría, en la definición de Bergson sobre la que nos apoyamos, deviene cada vez que el hombre alcanza uno de sus objetivos vitales. Los orígenes de esta tristeza que, en Navidad, ha desplazado a la alegría en los bares, las estaciones de metro o las calles han de hallarse, en consecuencia, vinculados a nuestros errores. Especialmente, en la elección de finalidades vitales permanentes que resultan incoherentes con la realidad fáctica. 
 
En alguna ocasión ya nos hemos referido a la responsabilidad del economicismo y el consumismo en la fijación de estos objetivos fantasmales que ensombrecen nuestros días. Proponíamos, entonces, abrazar el lema: “me basta con lo que tengo”, en un intento por recuperar el valor de la parquedad y la austeridad como un “plan de fuga” de la siniestra prisión material en la que hoy yacen recluidas nuestras almas. Se trataba de volver la mirada a las fuentes de la alegría en nuestra tradición filosófica- hacia lo bueno, lo bello y lo justo- para orientar la designación de nuestros proyectos vitales más allá de la torpe acumulación de objetos que se nos propone.
 
Es necesario reconocer hoy que “me basta con lo que tengo” supone una propuesta en proceso de revisión. Porque los perros guardianes del Sistema, los técnicos de Recursos Humanos, ya contaban con la posibilidad de una disidencia total, vital, y se prepararon para afrontarla diseñando medios precisos para impedir la huida del redil. Medios que –no podía ser de otra forma- consisten en el engaño. Así, mientras creemos que entregamos nuestra alegría y nuestra vida al ideal del consumo y el acaparamiento de bienes materiales, operan sobre nosotros los rigores de la llamada “Ley de bronce de los salarios". Un concepto ideado por Lassalle, que se torna recurrente en Marx y cuya primera expresión se halla en Malthus. Dejando al margen su sesgo cientificista, esta Ley de bronce establece una propensión a la baja de los salarios hasta el equivalente al "mínimo fisiológico".
 
Vendría a decir, en román paladino, que los salarios se fijan con la intención no de procurar un incremento significativo en el poder adquisitivo de los individuos, tendente a promover su “alegría consumista”, sino a garantizar en la medida de lo posible la mera subsistencia. Se establece así una distancia insalvable entre los objetivos vitales que el Sistema nos propone, que son básicamente los del consumo y el disfrute material, y las posibilidades reales de acceso a los bienes. Esa distancia, ese abismo insondable entre el quiero y el puedo es lo que hoy produce la sensación de que nada ha progresado en nuestras vidas desde las últimas Navidades. Por eso los bares y las calles se tornan en escenarios para la desesperación, la tristeza y la ausencia febril de la temperancia. 
 
Todos nuestros esfuerzos, todas nuestras ofrendas al dios Mammón no nos sirven, finalmente, sino para “ir tirando”. Lo sabemos, desde el fondo de nuestros corazones. Pero no existen alternativas. Para poder afirmar orgullosamente “me basta con lo que tengo” en un mundo donde la economía lo llena todo y en el que todo le está supeditado; para poder seguir sencillamente adelante con nuestras vidas, hemos de plegarnos a las exigencias del Sistema, fiando nuestra alegría (esa que después tendremos que compartir con nuestras mujeres, nuestros hijos y nuestros amigos) a una gentil dádiva para que, en el año que se avecina, nuestro umbral de subsistencia se equipare, qué menos, al incremento del IPC.
 
(Balance de 2007: si cada vez son más las razones que afloran para alzar la bandera de la Revolución, algunas valen por sí mismas toda la energía que se pueda llegar a aplicar al noble empeño. Particularmente: ésta de saber que nunca las almas cotizaron a un precio tan bajo).

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