A poco que se retrase su edición, estas líneas van a ver la luz cuando la última campaña electoral esté ya tocando a receso. Sería muy sorprendente que en estos sus últimos coletazos la habilidad para la metáfora de nuestros políticos diera en superar el símil que, desde el desengaño o la abierta disidencia y muy por encima de la estupidez de “la niña de Rajoy”, asociará en el futuro la memoria con este –en palabras de Portella- gran circo mediático al que acabamos de asistir. Ha tenido que ser el jefe de filas comunista, como en los mejores tiempos del caballero andante Julio Anguita, quien a pesar del tono “imperialista” de la imagen nos recordara que elegir entre PSOE y PP vale tanto como optar entre la Coca-Cola o la Pepsi-Cola.
Llamazares ha desvelado un secreto a voces. La premisa oculta según la cuál todas las formaciones políticas homologados por el Sistema (con inclusión, no faltaba más, de la suya propia) comparten un mismo sistema de ideas, una visión común de las cosas, donde el margen de maniobra queda reducido a la mayor o menor competencia técnica de los funcionarios adscritos a los diferentes partidos a la hora de aplicar recetas paliativas para los problemas de esa gente que, mayoritariamente, les otorga su confianza a través del voto.
Pero, ¿estamos seguros de que esto es así?
El paisaje tras la batalla electoral, sembrado de confetti y papelillos multicolores pisoteados y embarrados por el cava de las grandes celebraciones, ofrece paradójicamente una ocasión propicia para la reflexión metapolítica. Una actitud recurrente en los espíritus más nobles que se propone enfrentar nuestra experiencia cotidiana con una realidad alternativa, potencialmente extraña y perturbadora. El gran hallazgo de la Metapolítica consistió en mostrar cómo las ideologías hunden sus raíces en el sustrato de unos postulados culturales persistentes que les sirven de basamento. Si por Cultura entendemos el resultado de la interacción coherente entre un modo de pensar, un modo de sentir y un modo de actuar determinados, entonces podemos afirmar que existe una motivación cultural profunda por debajo de cada forma específica de hacer política. En el análisis y crítica de esas motivaciones profundas donde verdaderamente radica la esencia del pensamiento político, pues la inteligencia más radical en torno a lo político no puede plantearse en los términos del “cómo” (de la técnica de gobierno, de gestión etc.) con prevalencia sobre el “porqué” (la cosmovisión que subyace en cada ideología).
Desde una perspectiva metapolítica, la penúltima pregunta retórica y efectista lanzada por Rajoy resulta escasamente relevante. Se puede valorar si, ciertamente, vivimos mejor o peor que hace cuatro años. Al cabo, se dirá, es eso lo único que le interesa a la gente y cada cuál habla de la feria según le va en ella. Pero la verdadera cuestión desde este nuevo prisma radicaría en tomar conciencia de que nuestra sociedad vive ya de una manera muy diferente a como lo hacía hace veinticinco. Sin entrar en una valoración moral de los efectos de ese cambio, resulta evidente que su mero planteamiento abre un resquicio para la esperanza. Con presunción metapolítica vino a decir el gran Borges que “el escritor es un producto de su tiempo, pero el tiempo es también un producto del escritor. Los autores crean también la realidad. Oscar Wilde llegó a decir que en Londres no había habido neblinas antes del pintor Wistler”. Y he aquí la labor que se impone a sí mismo el activista metapolítico: cambiar los pinceles por la axiología y los lienzos por los valores.
Últimamente se ha sabido de un restringido debate acerca de la forja del concepto Metapolítica, atribuido por lo general a Antonio Gramsci pero que aparece claramente prefigurado en la obra filosófica de Max Scheller (ya saben: “el hombre es el ser abierto al mundo”). Pero “ratoneando” en la biblioteca es fácil rastrear la intuición metapolítica hasta la Nicomaquea. Allí, Aristóteles señala que una vez constituido el ethos o carácter de una sociedad éste se transforma en una estructura rígida plenamente capaz de condicionar por completo las respuestas de los individuos ante las más diversas circunstancias de la realidad, llegando incluso a hacerse sospechoso de privarlos de su libertad de elección. Muy evidente. Sin embargo, la clave radica en que la formación de ese carácter moral es voluntaria y responsable, es decir, que el sujeto puede tomar conciencia del proceso de constitución del ethos e introducir eventualmente cambios en su contenido. Hoy, avalados por la reflexión del epistemólogo Thomas Kühn y por una mirada restrospectiva sobre el profundo cambio social iniciado en España a partir de la Transición, sabemos igualmente que ese carácter colectivo puede verse sutilmente transformado y hasta sustituido a la vuelta de algunos decenios.
El futuro está abierto. ¿A qué, si no, Educación para la Ciudadanía?