La economía mundial parece irremisiblemente orientada a conocer un dramático cambio de liderazgo a muy pocos años vista, coincidiendo con el momento en que los Estados Unidos cedan su plaza de primera potencia a la nueva China. Varios son los factores que animan a detentar esta certeza, de los se ha dado cumplida cuenta desde las páginas de este periódico. Está, por una parte, la benevolente asimetría por la que Occidente se ha hecho cómplice de las prácticas más aviesas de la gigantesca maquinaria industrial del coloso amarillo: su indolencia contaminante; la escasa calidad de sus productos, en ocasiones rayana con lo temerario y hasta con lo criminal; o su inveterada inclinación hacia la copia y el pirateo. Son las pequeñas indulgencias que las economías capitalistas se han visto obligadas a dispensar, auténtica epiqueya de las leyes del mercado que rigen nuestros destinos, para atender el previsible apetito de bienes baratos que sus sociedades demandaban a caballo de una inflación incontenible y de una política salarial cicatera.
La garantía de éxito de las empresas en el libre mercado depende de la variable competitiva, una magnitud que resulta de la razón entre los costos declinantes de la producción y la calidad creciente de los bienes y servicios ofrecidos. Un dogma de la visión etnocéntrica del capitalismo que demanda, desde la perspectiva del híbrido comunista chino, una revisión en profundidad. Cuando menos, de algunas de las más apodícticas afirmaciones del Marketing, como aquella que sublima la relación entre la calidad y el precio de los productos como determinante de las decisiones de compra. Porque, en el preciso instante en que las grandes escuelas de negocios empezaban a trabajar en una definición aún más ambiciosa de lo que debe entenderse por calidad -a través de la inclusión de un conjunto de aspectos intangibles agrupados en el concepto de la Reputación Social Corporativa (RSC)-, van a proliferar con extraordinaria aceptación popular las “tiendas de chinos” y de “todo a cien”, cuyos estantes se ven nutridos casi en exclusiva con productos fabricados en la República Popular.
La experiencia microeconómica parece insistir obstinadamente en el carácter secundario del factor calidad, relegándolo a la consistencia de un espejismo de la mercadotecnia occidental. A tenor de la fulminante expansión de esta herejía, ¿qué importancia real tiene sobre la competitividad unas elevadas ratios de calidad asociadas a un incremento significativo de los precios? Para la mayoría de las economías domésticas, según todas las evidencias, ora ninguna, ora muy escasa y limitada a determinados productos fetiche.
La ecuación de la competitividad queda entonces reducida a un solo término: la reducción de costes de la producción. Y en tales circunstancias, ¿quién podría ganar a China en competitividad? Sus obreros trabajan jornadas interminables por unos salarios ínfimos. Y, por si fuera poco, siguen sometidos a la moral de la austeridad socialista y proletaria férreamente impuesta y mantenida por el Partido. Es algo que ya saben, aplican y explotan incluso las compañías europeas comprometidas sobre el papel con la calidad y la RSC. Producen allí para vendernos aquí con colosales incrementos en sus plusvalías. Intentos políticos tan pálidos como la doctrina del “mileurismo” no hacen sino maquillar este desfase de nuestra productividad haciendo recaer el esfuerzo sobre las socorridas espaldas de siempre.
De este modo, China se está haciendo rica. A costa de la pobreza de sus súbditos y de la deprimida realidad económica de Occidente. Cuando aprendan a segmentar los mercados y a poner en circulación bienes con mayores índices de calidad a bajo coste, atractivos para la gran clase media occidental (electrónica, automoción, etc.), van a desencadenar una nueva revolución. Aunque, por el momento, ya pueden presumir de habernos dado toda una lección de capitalismo a la pekinesa: aprovechar la versatilidad de un pueblo tan obediente y las graves aporías de la mentalidad consumista de Occidente.