Dos sucesos independientes, como se dice en Estadística, o tal vez sincronizados si prestamos la debida atención a las ideas de C.G. Jung, brindan ocasión para reflexionar sobre la tragedia del suicidio. Uno: la recuperación gracias a Internet de una sobrecogedora Nota de Prensa de la Organización Mundial de la Salud de 2004. Y otro, el visionado doméstico de la cinta “La vida de los otros”, del director alemán (cojan carrerilla) Florian Henckel-Donnersmarck, que incide tangencialmente en esa materia.
El documento de la OMS, con datos hasta 2004, ofrece datos escalofriantes. Por ejemplo: anualmente se producen en todo el mundo más muertes por suicidio que por la suma de homicidios y guerras. Y a pesar de las machaconas campañas de publicidad y de la persecución implacable de las actitudes temerarias al volante, que podrían inducirnos a una percepción errónea de la importancia relativa de ambas magnitudes, resulta que el número de suicidas supera apreciablemente al número de víctimas en accidentes de tráfico. Las cifras no permiten especular, por lo demás, con una tendencia a la baja ya que la OMS esperaba para 2020 en torno a 1,5 millones de suicidas. Si se considera que por cada muerte efectiva atribuible a esta causa se producen entre 10 y 20 intentos fallidos de suicidio podemos hablar sin ambages de una verdadera pandemia. Y todo ello haciendo abstracción de otras formas de muerte en vida como la drogadicción, el alcoholismo, la depresión, los trastornos alimenticios, etc., siempre antevísperas de nada bueno.
Hay multitud de circunstancias que pueden llevar a una persona a decidir acabar con su vida. Los motivos clásicos solían girar indefectiblemente en torno a situaciones tanto sentimentales como de naturaleza económica. Son estas últimas las que aquí nos interesa: el suicidio como respuesta ante el fracaso o las dificultades para asumir el estilo de vida moderno. Pues no de otro modo se puede encontrar una explicación plausible a que el suicidio sea carta común en las sociedades violentamente incrustadas en el sistema occidental, como en el caso de Japón, o en las que han sido sometidas con celeridad a los tópicos de la competitividad o el consumo, como los países del Este de Europa, mientras se mantiene en ratios meramente anecdóticas en el mundo islámico que vive de espaldas a nuestro mejor de los mundos posible y sumido en la aparente precariedad.
Es en este punto donde cobra relevancia, a nuestro entender, una de las líneas argumentales secundarias de “La vida de los otros”. En este excepcional filme un reputado autor teatral de la RDA es sometido a vigilancia por la siniestra Stasi que lo descubre, finalmente, responsable de la divulgación en la “otra” Alemania de un tabú comunista: que la República Democrática dejara de contabilizar el número de suicidios desde 1977 justo a tiempo para no superar a Hungría en esta terrible estadística. Subrepticiamente, el espectador se ve confrontado al siguiente mensaje: bajo el comunismo se vivía en condiciones anímicas tales que la gente prefería morir a soportar el suplicio.
Esta película deja ciertamente muy poco que añadir respecto a la maldición que supuso el denominado “socialismo real”. Ocurre, sin embargo, que el mensaje de “La vida de los otros” resulta en infinidad de aspectos extrapolable hic et nunc a tenor de los datos de la OMS aludidos. Nadie espere, empero, una película de similar temática bajo la égida del pensamiento único, ni auspiciada por la industria ni los grandes festivales de la cinematografía. Como en el filme que nos sirve de telón de fondo, su guión habría de construirse sobre una crítica descarnada a nuestro estilo de vida, a los bienes y los fines que esta civilización nos plantea como medios para la integración y la consecución del éxito y a sus parámetros de valoración.
Resulta revelador pararse a contemplar cuáles fueron los defectos en los que se incurrió en el pasado. Qué manantial de buena conciencia es congratularnos por lo mucho que hemos “progresado”. Pero el sentido permanecerá oculto mientras renunciemos a obtener una enseñanza para el futuro. Así que no nos vengan con cuentos: ya pueden desgañitarse nuestro Presidente del Gobierno y su coro de aduladores del canon digital llamando a la alegría y al buen rollito. No obtendrá el efecto deseado, no al menos en las mentalidades críticas, mientras la gente se encierre en su cuarto de baño, destape un bote de pastillas y espete al espejo y los azulejos solitarios un postrer: “yo me piro”. Que se les congele la sonrisa en los labios, en honor a cuantos se han quedado en el camino de una sociedad más humana y más justa: mejor.
Juan Ramón Sánchez Carballido.