El presidente Rodríguez Zapatero ha planteado en unos términos tales su polémica Ley de la Memoria Histórica que resulta imposible atender al humanitario y sano impulso de condenar la represión franquista sin verse obligados a hipostasiar las pretendidas bondades de la “legalidad” republicana. Esta Ley, y aún más el gran debate mediático que la ha acompañado, pretende fundar jurídica y periodísticamente la especie de que un general golpista se alzó en armas en 1936, movido por sus convicciones fascistas, para derrocar a una joven República democrática que comenzaba a dispensar entre sus ciudadanos las mieles de una vida en paz y en libertad, para imponer finalmente su represión brutal y su régimen de oprobio y oscurantismo.
Pero ni Franco era fascista, ni la II República era una sociedad democrática, ni la paz y la libertad importaban gran cosa a sus líderes políticos radicalizados, especialmente los de izquierda a tenor de sus incendiarias proclamas de la época.
Pero represión, ¡ay!, de eso sí que hubo. Y mucho. Represión de la que abominamos y, en consecuencia, damos por justo y comprensible que los familiares de quienes la padecieron en carne propia (desde masones a falangistas, que también los hubo en las cárceles y los paredones del franquismo) pidan y obtengan algún tipo de reconocimiento y compensación. Ya que la serenidad de sus espíritus parece depender dramáticamente de la apertura de las fosas comunes, hágase. A condición de dejar claras algunas cuestiones antes de que la intoxicación revanchista que comienza a impregnarlo todo acabe por nublarnos el juicio.
En primer lugar: a pesar de cuáles pudieran ser las convicciones personales de cada uno, los caídos en el bando republicano o bajo la represión ulterior del franquismo no luchaban por la Democracia ni por la libertad, dos conceptos pequeño-burgueses muy de escaso agrado de los comisarios políticos socialistas y comunistas del Ejército Popular, que rivalizaban entre sí en radicalismo y en dotes para acallar la tibieza revolucionaria entre el fragor de los parapetos.
En segundo lugar: que la criminal represión ejercida en zona republicana estuvo muy lejos de responder a la cándida imagen ofrecida por CiU para justificar su apoyo a la Ley de la Memoria Histórica, es decir, una serie de prácticas abusivas perpetradas por elementos políticos descontrolados y al margen de la legalidad institucional. Fue, muy por el contrario, el terror organizado y sistemático que acompaña a todo conato de revolución marxista desde los tiempos del mismo Lenin. Mantener viva la memoria de las víctimas de la derecha es una necesidad impuesta no por un simple instinto de compensación hacia el sufrimiento habido en ese bando, que nunca ha sido reconocido ni homenajeado en democracia -como si aún recayesen sobre las víctimas las mismas sospechas que un día las condujo a las siniestras entrañas de una “checa”-, sino para poner de manifiesto cómo actuaban ya en el seno de la sociedad republicana poderosas fuerzas en el sentido de la revolución, y de los métodos expeditivos que estaban dispuestos a emplear. Nadie quería esto, pero puestos a abrir tumbas y a exhumar andrajos, siempre es tiempo de recordar también las atrocidades perpetradas contra cientos de personas inocentes por el mero hecho de asistir a misa o de usar corbata.
El paso del tiempo está próximo a dictar su sentencia sobre las circunstancias que llevaron a nuestros abuelos al conflicto civil, y comienza a oírse con insistencia la máxima de que en 1936 España estaba destinada a inaugurar un periodo de privación de libertad bajo un régimen dictatorial. Nada podría ya evitarlo y aquella espantosa guerra vendría a dirimir tan solo el color político de lo que inevitablemente se cernía sobre el país, imponiéndose finalmente el púrpura episcopal (verdadero motor moral e intelectual, no necesariamente inmóvil, del régimen de Franco) sobre el rojo revolucionario. Una vez dictada esta sentencia popular resultará inapelable: de ahí los esfuerzos denodados de los sectores más revanchistas por presentar la II República como un paraíso democrático inédito en la historia de España, y a las fuerzas civiles y militares insurgentes como apéndices constrictores del monstruoso gran fascismo internacional.
Tengamos nuestra esperanza puesta en que, al final de todo este proceso de catarsis, la vergüenza colectiva que soportamos por las atrocidades cometidas en uno y otro bando acabe enterrada, de una vez y para siempre, junto a las osamentas gastadas por el tiempo, “donde habite el olvido”.