Ecos de una manifestación

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A la Iglesia Católica le asiste todo el derecho a manifestar públicamente sus puntos de vista. Esta es la principal prerrogativa que se deriva de una concepción laica de la sociedad donde los líderes de la opinión moral, todos ellos y con la sola limitación del respecto a las leyes, han de ver garantizados los cauces necesarios para hacer llegar a sus seguidores la orientación ética y espiritual que libremente demandan, ya sea en el interior de los templos o en céntricas avenidas públicas cuando la afluencia de interesados así lo requiera.
 
Del mismo modo, no es imperativo que esa opinión deba mantenerse alejada de las cuestiones políticas ya que toda concepción ideológica del mundo se apoya en una orientación de naturaleza moral, las leyes positivas son siempre la plasmación material de un enjuiciamiento ético sobre las cosas, y los ámbitos de la ética y la moral mantienen una estrecha vinculación con las prescripciones de la fe religiosa. Sorprende, con todo, que en el reciente acto celebrado en la madrileña Plaza de Colón los más altos representantes del catolicismo español se hayan entregado a pontificar sobre lo que es y lo que no es democracia (una práctica, la de la pluralidad, virtualmente ausente del funcionamiento de su muy jerarquizada institución). Y de hacerlo, además, no desde las enseñanzas del mensaje evangélico o la doctrina tradicional de la Iglesia, sino recurriendo a preceptos propios del muy masónico y laico (según la propia estimación católica) discurso de los Derechos Humanos.
 
Este extraño cambio en la invocación de un criterio de autoridad obliga a preguntarse si, acaso, la Iglesia Católica estima que su discurso moral ha sido superado. Llama poderosamente la atención que en un país como España, en el cual un 80% de la población se declara católica y en la que unos diez millones de fieles asiste con regularidad a misa, se registre una tolerancia tan elevada a determinadas actitudes contrarias a la moral propugnada por la Iglesia. Con semejante base social católica, resulta incomprensible que las propuestas más polémicas del militantismo laicista del actual legislativo tengan el menor predicamento. Sin embargo, las cifras hablan por sí solas. Es el caso de los abortos legales, cifrados recientemente en 100.000 interrupciones anuales; o de nuestro índice de natalidad que se mantiene entre los más bajos del mundo, si se obvia la distorsión estadística que supone la masiva afluencia de inmigrantes.      
 
Un 80% de la población – que es, por otra parte, la cifra que alegan insistentemente los partidarios de mantener un trato de favor hacia la Iglesia Católica por parte del Estado- resulta un porcentaje demasiado elevado como para no producir efectos correctores de orden moral en su entorno. Sin embargo, la escena que se nos presenta es de máxima tolerancia hacia las propuestas que la Iglesia, una por una, ha venido condenando: divorcio, aborto, homosexualidad y, en un futuro no lejano, eutanasia y manipulación genética. Estamos hablando de un fracaso pues, si en puridad puede afirmarse que las leyes responden siempre a un planteamiento ético sobre la realidad, es igualmente cierto que la voluntad de acogerse a los eventuales “beneficios” de esas leyes lo presupone igualmente. Guste o no guste, las polémicas leyes del socialismo gobernante parecen más acordes con el tono moral que impera en nuestra sociedad actual, especialmente entre las generaciones más jóvenes, que las restricciones propuestas por la Iglesia Católica.
 
Consciente de esta distancia entre el magisterio de la institución y la mentalidad moral que impera en buena parte de sus pretendidos fieles, la Iglesia está ciertamente obligada a hallar nuevos cauces de vinculación con la sociedad civil para mantener la posición de liderazgo moral que siempre ha estimado detentar. Pero esa necesidad no la autoriza a confundirnos, ni a “evolucionar” aceptando aquello que con reiteración venía condenando hasta la víspera. Al menos, no sin una explicación convincente; no sin declarar abiertamente la derrota de su doctrina a manos de la laicidad (que no del laicismo): abandonar el grave rigorismo moral católico y reconocer la culminación definitiva del proyecto histórico de la Reforma.
 
Se entendería entonces, y sólo entonces, ese recurso nuevo de Monseñor Rouco a los Derechos Humanos y a la Democracia. Vivir para ver.

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