Un punto de vista diferente
La bella y la bestia, en un vagón de metro
Juan R. Sánchez Carballido
26 de octubre de 2007
Ha dado la vuelta al mundo el vídeo de un animal pateando a una chica ecuatoriana en el metro de Barcelona. La salvajada ha sido inmediatamente colocada en la lista del racismo y la xenofobia. Sin embargo, en este episodio, aunque haya xenofobia, lo que hay sobre todo es un evidente caso de inadaptación social. Es revelador saber que el agresor ha crecido en una familia desestructurada, y es más revelador aún comprobar que este hecho ha sido casi unánimemente silenciado. A ver si el problema no es sólo la xenofobia, sino la orfandad moral de una juventud educada en universos sin familia.
Juan R. Sánchez Carballido
Existe una multitud de ángulos desde la que enfocar la reflexión en torno a la infame agresión sufrida hace unos días en el metro de Barcelona por una niña ecuatoriana a manos de un canalla cuya nacionalidad no viene al caso porque, parafraseando a Borges, responde a un modelo universal –en el tiempo y en el espacio- de la infamia.
Importa empero preguntarse qué hace singular a esta terrible escena, dónde reside su especial interés, cuando no tiene cabida en la categoría de los ejemplos más salvajes y terribles de depravación moral a los que han tenido la desdicha de enfrentarse a menudo los consumidores habituales de información. Pensando igualmente en los indefensos, podríamos preguntarnos con qué estupor estarán presenciando este revuelo mediático los centenares de jóvenes víctimas de una violación a lo largo de los últimos años, o los niños que han sido víctimas de un silencioso y prolongado acoso en las escuelas, o los ancianos que han sido blanco de abusos físicos o psicológicos en todos los rincones –no necesariamente en los más turbios- de nuestra sociedad. Ya sea bajo la excusa de la afición deportiva, del ficticio compromiso político o de cualquier otra razón que venga al caso, lo cierto es que transitar desde una mera pose agresiva a una agresión física en toda regla se limita siempre a una mera variable circunstancial.
¿Educar en valores?
Una mirada clásica sobre esta categoría de hechos nos habla con esperanza de la posibilidad de una influencia sutil sobre el espíritu de los jóvenes para obtener en ellos, mediante la persuasión o la formación de la inteligencia y el carácter, aquellas actitudes elevadas ante la vida y ante el concurso social que, sin embargo, no se estiman asumibles por vía coercitiva. Orientar la conducta, lograr la interiorización de valores y de las normas y, especialmente, hacerlo de una forma “ligera” a fin de preservar una sensación de libre aceptación respecto a las reglas básicas de la convivencia social: ésta era la manera griega de entender el ejercicio de la moral.
Se dice que ninguna sociedad puede subsistir sin valores y que, por tal motivo, ésta que nos ha tocado en suerte está necesariamente animada por aquellos que ha adoptado como propios. No vamos a cuestionarlos, al menos no ahora. Pero interesa retener que el ámbito privilegiado para la transmisión de esos valores, sean los que fuere, ha sido siempre la familia. Por encima de las instituciones, por encima de las políticas educativas y de la reflexión pedagógica, el entorno del hogar “seguro” ha supuesto en todo momento la garantía de una sociedad cuyo desarrollo ha transcurrido de manera acorde con los valores y los ideales que dice profesar.
Entre el goteo de nuevos datos que se van conociendo en torno a este penúltimo ejemplo de violencia gratuita que nos ocupa hay uno digno de la mayor relevancia. Sabemos hoy que este “chaval” que de manera tan heroica la emprendió a golpes con una adolescente indefensa en un vagón de metro, sordo y ciego por la ignominia del “no sea que la tome conmigo”, procede de una familia gravemente desestructurada. No es un caso aislado. De hecho, si se ha de creer en las estadísticas, la relación entre la anomia social y la carencia de un marco de socialización estable en la infancia y la adolescencia es directamente proporcional, y sus rangos se acrecientan en los casos más graves.
Quienes en su ceguera progresista ironizan hoy sobre el poder de influencia y prescripción que conserva la institución familiar, a pesar de todas las presiones a que se ve sometida por las complejidades de los tiempos modernos, cuando menos deberían sentirse llamados a la reflexión.
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