Al encarar la liberalización de las telecomunicaciones, las autoridades italianas se hicieron trampas en el solitario. La actual situación de Telecom Italia es resultado de ese taimado intento del Estado por aparentar la apertura del mercado conservando en su poder todos los resortes para influir de forma determinante en su desarrollo y evolución.
Nadie puede objetar, salvo un liberal, que los poderes públicos mantengan una tutela sobre lo que antes se conocían como “sectores estratégicos”. Existen dudas razonables de que las telecomunicaciones, las infraestructuras de transportes o la energía deban quedar sometidas a las leyes del libre mercado. De hecho, fue la ultraliberal Margaret Tatcher, la campeona de las liberalizaciones en Europa, quien inventó y popularizó la “acción de oro”, un procedimiento de los Gobiernos nacionales para vetar determinadas decisiones estratégicas de compañías previamente privatizadas. Un procedimiento posteriormente desautorizado por Bruselas y cuya sola invocación (¿quién puede mantener todavía que aquello se debió a un lío de faldas?) achicó al mismísimo Villalonga hasta el punto de hacerlo dimitir de la presidencia de Telefónica.
Pero la “acción de oro” no parecía ofrecer a los italianos suficientes garantías. Por tal motivo, en 1997, ante la privatización “total” de Telecom Italia (previa fusión con Stet) se recurre a la ingeniería financiera para diseñar un modelo con prevalencia de los intereses italianos en su accionariado. Más del 89% de sus inversores son “nacionales”. Precisamente, ha sido la posibilidad de alterar mínimamente este porcentaje lo que ha abierto la caja de los truenos romana.
Si para algo ha de servir la actual crisis de Telecom Italia es para mostrar las profundas contradicciones de la izquierda italiana. Los medios de comunicación ya se han hecho eco de la esquizofrenia del discurso de Prodi, mutuamente irreconociliable en sus etapas de Presidente de
Pero el núcleo de la cuestión ha de buscarse en otras coordenadas. La polémica suscitada en torno a la venta de Telecom Italia puede llevarnos a obviar que las reservas del Gobierno italiano se han referido, expresamente, a la red de telecomunicaciones propiedad del operador incumbente (la antigua red pública o nacional, en la terminología anterior a la privatización).
El modelo de liberalización de las telecomunicaciones en toda Europa se apoya sobre una premisa básica. Los Estados deben poner las redes e infraestructuras de telecomunicaciones existentes en cada país a disposición de todas las empresas que soliciten su explotación. Además, habrán de conceder determinadas ventajas a esas nuevas telecos para que puedan competir efectivamente con las ofertas de explotación presentadas por los antiguos monopolios, fundamentalmente en precio, para compensar su experiencia y recursos y para preservar de este modo las oportunidades de desarrollo de un mercado en competencia.
Este modelo presentaba una seria dificultad: las aludidas ventajas concedidas a las nuevas telecos tenían un coste económico. Alguien debía pagar el diferencial entre el precio mayorista de reventa de servicios y el precio efectivo de venta directa a los usuarios. Los Estados se palparon la cartera y al unísono dijeron que nones. Se decidió entonces vender los operadores incumbentes, los antiguos monopolios, con inclusión en el paquete de las antiguas redes públicas. La fiesta de la liberalización la pagarían, finalmente, los nuevos accionistas de estas compañías, absolutamente ajenos a los planes futuros de sus gobiernos en materia regulatoria y de fomento de la competencia.
Financieramente, el plan no ofrecía ni una sola grieta. Con todo, había un cierto margen de error. Los nuevos gestores de las compañías de telecomunicaciones privatizadas podían hacer uso de su recién conquistada independencia y responder a las exigencias políticas y regulatorias (con la máxima dignidad liberal, pues ambas consisten en auténticas cortapisas para el libre mercado) ralentizando el desarrollo de nuevas redes, servicios y prestaciones a los usuarios. Dado el escaso desarrollo de la banda ancha en Italia, incluso algo de ello se sospecha en el caso de Telecom, cuyos movimientos en la cúpula han resultado siempre enormemente sonoros.
La gestión desleal de las redes de telecomunicaciones (por muy liberalizadas que se quieran) puede causar grave daño a los intereses de una Nación y de sus gobiernos. Por eso, hace falta gente obediente, de confianza, “de los nuestros” en suma, a los mandos de una empresa como Telecom Italia. “Digan lo que digan en Bruselas, las telecomunicaciones no son asunto para dejar en manos de cualquier advenedizo, sin que ello implique negar las bondades del libre mercado, claro está”.
¿De qué hablarían Prodi y Zapatero en