Nunca la cultura fue tan triste ni la historia un cementerio de significantes tan vacíos. Nunca los pensadores se sintieron más abandonados cuando la nostalgia, tan rentable para el consumo personalizado dentro de una ausencia común, colapsa nuestro mundo. Quizás la crítica cultural sea la última forma de pensamiento público capaz de alcanzar cierta hondura. Y es por eso por lo que, ya sea a consecuencia de una simple patología que impacta por duplicado, o bien porque entrañe cierto gesto simbólico sobre el devenir de nuestro tiempo, no debemos soslayar la muerte bajo la propia mano de, respectivamente, los dos críticos culturales más importantes de las últimas décadas: David Foster Wallace (1962-2008) y Mark Fisher (1968-2017). Sus tragedias se enmarcan indudablemente en el ámbito de lo privado, y sólo merecen ser rodeadas por el silencio para todo aquel que rehúye la crónica rosa, pero también merecen un comentario público acerca de la posible sintomatología de un mal común.
Hablamos del insoportable malestar del ser, por supuesto. Tampoco resultaría del todo descabellado afirmar que las crónicas periodísticas, digresivas y eruditas de Foster Wallace; y las críticas musicales, cinematográficas y literarias de Fisher componen lo mejor de la filosofía de principios del siglo XXI. Es por eso por lo que, a pesar de la repulsa intelectual que nos pueda provocar toda tentación morbosa, resulta imposible no hallar en el suicidio de ambos autores una cristalización trágica de aquello que Steiner llamara “la tristeza del pensamiento”. En su máxima expresión. Sobre todo si tenemos en cuenta que detrás de una psique compleja, se encontraban dos observadores atentos y perspicaces de los nuevos formatos y particularidades que adapta la realidad en nuestro tiempo; y cuya obra total, si bien necesariamente incompleta, podemos considerar, en el fondo, como la propia de dos moralistas. En ese sentido, la deconstrucción aparece como una forma de ética. Tomando la acepción más unívoca del término “moralista”: en la obra de ambos hallamos una profunda preocupación ética por el estado de la moral en las sociedades contemporáneas.
El 12 de septiembre de 2008, David Foster Wallace se mató con 46 años. Hoy en día sería sexagenario. Apenas una década después, el 17 de enero de 2017, Mark Fisher se quitó la vida con 48 años. Ahora tendría casi sesenta. El primero de los dos, de nacionalidad estadounidense, era hijo de profesores universitarios y había destacado académicamente por su brillantez en lógica matemática y por poseer un talento descomunal para el tenis. El segundo, de origen británico, era un doctor en filosofía que tocaba en un grupo punk para aficionados y se interesaba por el marxismo en su aproximación crítica a la realidad cultural de su tiempo. En 1988, tras haber publicado La escoba del sistema y justo antes de que viera la luz La niña del pelo raro, Foster Wallace abandonó la docencia que impartía, a pesar de su juventud, en la Universidad de Harvard.
Mientras daba clases en un instituto, Fisher abrió su célebre blog “K-Punk”, que mantuvo activo mientras daba el salto a un college londinense y publicaba sus primeras obras de crítica cultural como Jacksonismo. Michael Jackson como síntoma; y, sobre todo, Realismo capitalista: ¿no hay alternativa? Tras el éxito que Foster Wallace obtuvo por su obra maestra La broma infinita y la aplicación que Fisher hizo del término hauntología, tomado de Derrida, para comprender mejor la crisis financiera global de 2008, se desperezó la depresión que ambos llevaban años manifestando por escrito. A pesar de la distancia geográfica, temporal e incluso en los respectivos ámbitos de escritura de cada autor, en los dos casos resultó desoladora la ausencia de razones para comprender cómo dos finos estilistas, dos escritores de gran sensibilidad sociológica, dos autores cargados de humor y a la busca de soluciones intelectuales para la crisis cultural del capitalismo, habían logrado caer en las garras de la más profunda desesperación.
“La Humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo en sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden”. Esas palabras, trazadas por Walter Benjamin, vienen a marcar el signo cultural de la modernidad toda: la “pérdida del aura” en la obra de arte, a consecuencia de la producción en cadena ínsita al capitalismo, y agravada a partir de la Revolución industrial; la propia entidad del capitalismo como religión que, según Benjamin, "es tal vez el único caso de culto no expiatorio, sino culpabilizante"; y, sobre todo, la constatación de las demoledoras consecuencias que esa religión tiene sobre los hombres: donde el dios Dinero convierte todo, irremisiblemente, en prostitución. Es decir, que siguiendo el aserto benjaminiano sólo podemos hablar de nuestra propia deshumanización si queremos evitar el riesgo que entraña caer en el más ridículo anacronismo. También los hombres hemos perdido nuestra aura, antes llamada espíritu.
Según la famosa máxima de
“Es más fácil imaginar un fin al mundo que un fin al capitalismo.” —Fredric Jameson,
Fredric Jameson, “es más fácil imaginar un fin al mundo que un fin al capitalismo”. Un aserto en principio solo válido para la economía, pero que finalmente se ha hecho extensible a otros ámbitos como la política, la antropología o la cultura. Por eso es por lo que los filósofos liberales soñaron con el fin de la historia y lo anunciaron en sendos libros y think thanks bien regados de dádivas privadas. Sin embargo, en el trabajo de la crítica cultural desde los tiempos de Benjamin hasta nuestros días, resalta la evidencia sobre cómo afecta el sistema en el que vivimos inmersos a nuestras vidas: en palabras de Foster Wallace, “la tristeza es inherente al capitalismo”; y de Fisher, “el capitalismo es inherentemente disfuncional y el costo que pagamos para que parezca funcionar bien es en efecto alto”. Nuestras adicciones, obsesión constante del autor de La broma infinita, son lo que nos permiten seguir viviendo; y nuestra deteriorada salud mental, estudiada, tras los pasos de Deleuze, por el autor de Los fantasmas de mi vida, que se quiere reducir al ámbito individual y a meras nociones químicas, biológicas o biográficas, negando, con ello, sus evidentes causas sociales y hasta políticas, se están agravando con el avance del capitalismo tardío en el ámbito de la intimidad. Adicción y enfermedad como el haz y el envés del mismo problema existencial: las ramificaciones privadas del Capital. Sociedad y cultura como la manifestación de un mismo fenómeno dividido en dos vivencias: la empírica y la autorreflexiva.
La técnica y el capitalismo han crecido sometidos al gobierno de lo humano, pero, conforme las distintas revoluciones industriales y posteriormente digitales se iban sucediendo, se han vuelto autónomos al punto de que, a día de hoy, funcionan de manera independiente de una voluntad humana a la que han acabado por someter y subyugar. Ese sometimiento, esa humillación, es irreparable en cuanto que el propio sistema demanda más producción, más beneficios, más resultados, de manera constante y tendente al infinito… O al propio fin del mundo. Convirtiendo al trabajador en empresario de su propio capital: su cuerpo, su identidad, su tiempo, sus proyectos. El beneficio, la formación, el rendimiento y la productividad elevados a la categoría de “sentido” existencial. Ese dominio positivista de una razón instrumental resulta del todo antihumano: plenamente posthumanista.
Así sucede cuando lo vivo se convierte en cuantificable, en acumulable, en protagonista de una transacción ineludible y solamente positiva en cuanto que altamente rentable. Así ocurre cuando lo reglado y lo programado se impone frente a lo natural y espontáneo: la humanidad, de nuevo inmolada en nombre del avance, del crecimiento y del progreso como mito de un “hombre nuevo” capitalista. Una lógica mercantil que ha lastrado nuestras relaciones afectivas con los demás: nuestros actos se han hecho operativos, siempre previamente calculados bajo la lógica del beneficio, y el desencantamiento del mundo ha terminado por ponernos ante el espejo de nuestro propio desarraigo como seres vacíos, robotizados y desprovistos de todo atisbo amoroso. La perspectiva de Absoluto se ha cerrado sobre un horizonte inmediato de continuos estímulos: efímeros como metas, pero eficaces a modo de narcóticos.
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