Llevo tiempo sin decir esta boca es mía respecto a las aventuras y desventuras de ese país nuestro. Exactamente desde la debacle electoral de Vox el 28 de abril. Debacle relativa, es cierto, si se tiene en cuenta que se trataba de un partido que irrumpía por primera vez en el juego parlamentario; pero debacle considerable (la del 26 de mayo aún sería peor) si se consideran las expectativas y las ilusiones que todos, yo el primero, nos habíamos forjado.
Es hora, pues, de abrir la boca y exclamar, recordando al Ortega desengañado de la República a cuyo parto había contribuido: ¡No es esto! No es esto!
Lo que “no es” no son los resultados electorales. Perder total o parcialmente una batalla son gajes del oficio, cosas que pasan. Como yo mismo decía el 29 de abril, de lo que aquí se trata es de un combate a largo plazo, de toda una Reconquista (reconquista de nuestro ser español y reconquista de nuestro ser espiritual, por más que sólo en El Manifiesto —cuyo subtítulo es contra la muerte del espíritu y de la tierra— se utilice un término hoy tan extraño). Al igual que la Reconquista de hace siglos, la nuestra sólo se ganará un día al cabo de múltiples batallas: algunas perdidas y otras (esperemos que sean las más) ganadas.
El problema no es éste. El problema no son las elecciones y sus resultados. El problema es lo que desde entonces se está haciendo. Y lo que está haciendo Vox es lo que haría y hace cualquier partido al uso: la politiquería llevada a su más alta, aburrida, insoportable expresión. La politiquería hecha de constantes componendas, inacabables cabildeos, inagotables tejemanejes en medio de un interminable marear la perdiz para… ¿Para qué?
Lo que está haciendo Vox es lo que haría y hace cualquier partido al uso: la politiquería llevada a su más alta, aburrida, insoportable expresión.
¿Para que los veletas lacayos de Macron se dignen hacerse una foto con ellos? ¿Para que se modifiquen algunas comas o se cambie algún que otro adjetivo del programa elaborado por PP y C’s, y se diga —insisto: se diga— que en lugar de combatir, por ejemplo, la violencia machista se luchará contra la violencia intradoméstica?
¡Por favor! Qué más da. No son fotos, no son palabras de más o de menos las que van a conseguir cambiar nada. Y no lo van a conseguir porque nada se puede cambiar cuando sólo se tiene un puñadito de diputados y, sobre todo, cuando, detrás, se tiene una fuerza social netamente minoritaria en un país al que cuarenta años de liberalismo y de progresismo (ora de derechas, ora de izquierdas) han conseguido manifiestamente comerle el tarro.
Quizás la participación de Vox en lo que se llama “la política institucional” pueda alguna vez limitar tal o cual desmán por aquí, conseguir tal o cual reformita por allá. ¡Bienvenidas sean la limitación del desmán y la reformita lograda! Pero que nadie se haga ilusiones. Nada de ello acabará con los grandes pilares de la política liberal-progresista seguida, con las variantes de rigor, por la totalidad de las fuerzas políticas. La invasión migratoria seguirá siendo un pilar inamovible de la política demográfica y laboral; el nihilismo de la ideología de género seguirá siendo sustentado por escuelas, universidades, medios de comunicación, leyes, jueces y trabajadores sociales; nuestra memoria histórica seguirá estando igual de falseada; nadie pondrá lo más mínimo en cuestión el Estado de las heterónomas autonomías; nadie combatirá el agobiante expolio fiscal (¿con qué dineros, si no, medrarían?); nadie defenderá tampoco una justicia social que combata esa pobreza a la que en los posmodernos tiempos llamamos precariedad.[1]
Si tal es o, mejor dicho, si tal debiera ser la perspectiva, ¿ha cometido Vox una estupidez mayúscula presentándose a las elecciones y entrando en el sistema de la democracia parlamentaria? No, en absoluto. Ha hecho lo debido. O, mejor dicho, habría hecho lo debido si no lo hubiera emprendido —eso parece— con la perspectiva de participar activamente en un sistema y en una gobernabilidad… en la que nunca podrá gobernar (salvo si acepta hacerlo según los principios de sus adversarios).
Un país al que cuarenta años de liberalismo y de progresismo (ora de derechas, ora de izquierdas) han conseguido comerle el tarro.
Con otras palabras, Vox habría hecho muy bien de entrar en el sistema parlamentario si lo hubiese hecho con la perspectiva de acabar algún día con el sistema liberal-progresista que hoy somete nuestros espíritus y esquilma nuestros bolsillos; si lo hubiese hecho —conviene precisar— con la perspectiva no de liquidar las reglas formales del juego democrático, sino su contenido, ese que se expresa en los seis puntos anteriormente recordados: invasión inmigratoria, ideología de género, Estado de las autonomías, memoria histórica, expolio fiscal y precariedad.[2]
¿Y cómo diablos se hace eso? ¿Cómo se hace cuando hay que tomar, por ejemplo, la decisión en torno a la cual se centra estos días todo el debate político del país? ¿Cómo se hace cuando hay que elegir entre dos posibilidades: o apoyar un gobierno de la derechita cobarde y la naranjita veleta, o boicotearlo y hacer que acaben gobernando socialistas y comunistas?
¿Cómo hay que hacerlo? Distinguiendo, entre dos males, el mayor y el menor; diferenciando el que es mortal de necesidad y el que, aun siendo profundamente dañino, no implica necesariamente la muerte. Está claro que este último es el caso de la coalición de “populares” y “ciudadanos”. Importaría, pues, dar a éstos…, no, el voto no, pero sí una abstención que cierre el paso a socialistas y comunistas. Dársela, por supuesto, con la nariz públicamente tapada y explicando con toda claridad la postura por la que Vox pasaría a ejercer una oposición firme y decidida contra todos y contra todo.
Sólo así, utilizando el parlamento nacional y los regionales como cajas de resonancia para la defensa y difusión de sus ideas, podrá Vox conseguir lo único que realmente importa: propagar al máximo las ideas y las esperanzas que posibiliten el despertar de una amplia, sustancial, mayoritaria parte de nuestro pueblo hoy aún adormilado.
[1] Tampoco, es cierto, parece Vox estar en este punto muy por labor… Sólo, sin embargo, si está a favor de dicha labor; sólo si deja de seguir, dicho con otras palabras, su actual línea económica marcadamente neoliberal, le será posible encontrar caladeros de votos en otros sitios que en el madrileño barrio de Salamanca y zonas parecidas.
[2] Se les debería añadir alguno más. Por ejemplo, la fealdad que, desde el denominado arte (?) contemporáneo hasta nuestras ciudades y paisajes, emponzoña nuestro mundo. Ahora bien, plantear tales cuestiones (nadie, desde luego, las plantea) sería tan chocante y poco “político” que más vale dejarlo ahí.
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