El muchacho cofrade gay cordobés que exige a la Iglesia equivalencia y plenitud de derechos ante el rito y la doctrina es el paradigma del moderno gay civilizado, integrado en el sistema y solicitante resignado de algo tan fuera de lógica como la igualdad; porque la real naturaleza de cualquier condición sexual y “de género” es la identidad y la diferencia. La igualdad, para los monaguillos y las monjas.
Hace apenas unos años los gays no eran un colectivo comprometido con los dogmas de la ideología de género y sumiso al estilo de vida cuquiprogre, tal cual hoy sucede por lo general. Eran un aluvión disruptivo que empapaba la vida cultural y social con una representación extraordinariamente diversa, conforme a la personalidad de cada uno, como corresponde. La gente gay se distinguía de muchas maneras, casi todas ellas brillantes, en el ámbito de las artes, las ciencias y la semana santa. Ahora se distinguen por su afán de contraer matrimonio, tener hijos y dejarse la herencia unos a otros. De mal en peor. De la euforia salvaje apetente por la vida, la libertad y la belleza, el colectivo los va convirtiendo poco a poco en criaturas domesticadas al gusto marujil y charocrático: buenos padres de familia, buenos pagadores de impuestos y buenos votantes. Todo lo cual es de un aburrimiento espantoso, previsible y miedica. La tarea de la persona gay ya no es conocerse, aceptarse e imponer la ley implacable de la diversidad humana. Ahora su tarea es convencer a la sociedad de que debe subsumirlos conforme a la imagen inofensiva y enclenque que han improvisado sobre ellos en el templo de la Bondad Universal . Antes eran la música, la trasgresión y la furia. Ahora son playmobils jugando a las casitas.
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