Tras la muerte de Franco, España se vio asaltada de improviso por las seducciones del gran mercado europeo de productos y servicios, sin tiempo material para transitar desde una economía muy centrada en las fronteras nacionales a la economía estrictamente capitalista del nuevo entorno continental. Con el paso de los años se ha producido una convergencia real de los precios españoles con los de adquisición de esos bienes y servicios en el resto de Europa. Sin embargo, en relación a la media europea, los salarios españoles son un 15,2% menores. A consecuencia de ello compartimos con nuestros vecinos idénticos índices de carestía de la vida pero no de poder adquisitivo, pues sólo aventajamos en esto a Portugal y a Polonia.
Durante los últimos 30 años el imaginario social español ha sido modelado a imagen de la publicidad, que ha logrado una profunda conversión de las mentalidades al becerro de oro del consumismo. El discurso social hegemónico consiste en valorar el éxito personal y profesional en función de la cantidad de bienes materiales que poseemos, despertando un afán desmedido en las mentalidades por acumular objetos. Son los aspectos definitorios del denominado homo oeconomicus: se trata sobre todo de mostrar un volumen adecuado de signos externos de riqueza para indicar al mundo que los ideales colectivos al uso han encarnado en nosotros y dado sus frutos.
La conversión española a este sistema de ideas se ha construido, con todo, sobre la base inestable de una imposible convergencia con los salarios europeos. En los últimos 10 años, y gracias a la manida cantinela de la “moderación salarial” de nuestros políticos y “gurús” de la Economía, nuestro poder adquisitivo sólo ha crecido un 0,4%, frente al 21,4% del Reino Unido. A estas ratios hay que añadir, de manera muy especial, el precio desorbitado que en España alcanza un bien tan elemental como el de la vivienda. ¿Qué hacen los españoles para compensar la “diferencia de potencial” entre precios y salarios?
La solución adoptada ha resultado sencillamente suicida: incapaz de renunciar a un poco de consumo (sin grandes alharacas, por cierto, pues nuestros sueldos no dan para muchas alegrías) el español medio ha renunciado a tener hijos. Se trata de una tendencia imparable que ha desencadenado, probablemente, la crisis más grave de nuestra Nación en toda su historia. Lo español muere de viejo y el necesario relevo generacional no va a dar lo suficiente de sí como para mantener en pie nuestro proyecto colectivo, tal como fue concebido.
La responsabilidad de esta crisis sin parangón, dígase sin tapujos, recae muy directamente sobre políticos y empresarios, empeñados al unísono en hacernos consumir “a la occidental” sin proporcionar a los ciudadanos los medios económicos adecuados para ello.
Hace una década, cuando las cuentas públicas evidenciaban que la evolución demográfica española amenazaba con el colapso de la Seguridad Social, se perdió la ocasión para romper con la superstición de la moderación salarial y dar una oportunidad al crecimiento de las familias poniendo más recursos económicos, más dinero, en sus manos. Pero resultaba menos complejo y más ortodoxo condenar a muerte al pueblo español. Ellos, los inmigrantes, estaban dispuestos a conformarse con niveles no europeos de salario y consumo; se les podía pagar en condiciones de práctica subsistencia, mejores en cualquier caso a las que les obligaron a huir de sus comunidades de origen.
Merced a la apertura de las fronteras la falta de natalidad en nuestro país ha dejado de ser un problema económico. Pero el mal de fondo continúa ahí, agravándose año tras año, mientras las voces de alarma se ven sofocadas por el ruido mediático que acompaña a las grandes empresas en sus presentaciones anuales de resultados. Es la continuidad misma de lo español lo que está en juego, la desaparición efectiva de nuestro pueblo inmolado al tótem de la racionalidad económica.
Con las cuentas públicas saneadas gracias a la práctica explotación de la población inmigrante, la crisis de la natalidad española no va a tener solución. Resulta más que probable que se agrave, pues ya se escucha decir con insistente martilleo que la economía española aún no es suficientemente competitiva. Ya conocemos, no hemos dejado de padecerla ni un solo instante, la original receta para mejorarla: moderación salarial. Dice la ONU que en tres años seremos el país más viejo del mundo: ¿ustedes ven que alguien haga algo para evitarlo?