Ese terreno de fuego, ese campo de lava, esas flores de carne que se abren en el esplendor de su lujuria, esas delicias que embriagan y arrebatan…, ¿cómo no serían cosa alta, grande, sagrada? Salvo si nos empeñamos en restringir lo sagrado a Dios y a los santos, ¿cómo no sería sagrado lo que los hombres y las mujeres (o los hombres y los hombres, o las mujeres y las mujeres) nos jugamos al ensamblar nuestras carnes y hurgar en nuestras almas? ¿Cómo no sería sagrado ese erotismo cuya lujuria nos arroja tan lejos, tan dichosa, tan inmensamente lejos de la realidad pastosa y gris de cada día? Nos arrebata, nos transporta… Pero ¿adónde? ¿Adónde, sino a ese espacio incandescente —sagrado— donde nada se da con razón y determinación, donde nada se encuentra ni descubre, salvo lo esencial, salvo aquel “no sé qué —decía el místico— que se halla por ventura”?
El erotismo, “ese inquebrantable núcleo nocturno”, decía André Breton. Atrae, seduce, deslumbra… Y espanta. ¿Cómo no temer tanta noche, tanto descontrol, tanto desasosiego? ¿Cómo no lo van a temer, quiero decir, la gran masa de hombres y mujeres, ellos que, contrariamente a los libertinos, tienen lo sosegado y plácido como el horizonte mismo del existir? Miedosos y pusilánimes, ¿cómo no van a huir de los grandes fastos de la carne uncida al alma? ¿Cómo podrían los virtuosos del comedimiento, los apóstoles del raciocinio abrazar la más alta de las contradicciones: ese grito de bestia exultante que sólo desde lo más refinado del espíritu se puede lanzar?
Dos formas históricas de huir
De dos formas opuestas han tratado los hombres (y mujeres) de huir de lo que tanto les espanta y subyuga. Según el modo tradicional y según el moderno. Veamos cada uno de ellos.
Lo propugnado por la Tradición (por aquella en todo caso cuyo reino habrá durado desde finales del siglo IV hasta mediados del XX) era el rechazo, la huida: categórica, sin paliativos —teórica o doctrinalmente al menos. Reprimir la concupiscencia, limitar la sexualidad a la reproducción, evitar así “los pecados de lujuria”, que decía san Juan Crisóstomo: tal era la orden. Tajante, categórica… aunque parcialmente incumplida siempre.
Incumplida no sólo porque la fuerza del deseo siempre burlará mal que bien las barreras destinadas a domeñarlo; incumplida en primer lugar por sus propios preceptores, cuya doble moral los llevaba a tener manga ancha tanto para ellos mismos como para sus ovejas, tolerando y eventualmente perdonando en el sacramento de la confesión los goces que les dio por tildar de pecaminosos.
Desde la prostitución al adulterio, eran múltiples las formas que en el mundo de la Tradición permitían transgredir la moral hipócrita y oficialmente proclamada. Salvo el mal menor en que consistía, nada hay que celebrar ni añorar de aquella transgresión que lo envolvía todo en el halo ponzoñoso de la culpa y el pecado, una transgresión que, además, era mucho más difícil (aunque no imposible) de practicar para la mitad femenina de la humanidad.
Sí, es cierto, la sexualidad implica transgresión, “necesita del tabú”, como dice Sertorio en el artículo publicado en estas mismas páginas y con el que estoy en parte dialogando. Pero esa transgresión no tiene absolutamente nada que ver con el bien y con el mal, con la culpa y la moral. Es de un orden totalmente distinto. Es la transgresión —el salto, sería más exacto decir— que, conjuntando un alucinado grito de bestia y unas elaboradas construcciones del alma (¡sí, hasta en las zafiedades de La Manada aletea algo de alma!), nos arrebata, nos lleva más allá, al otro lado, fuera del orden pulcro, atildado y racional de la vida.
Más allá… A esa noche de luz y sombras para huir de la cual el hombre moderno —infinitamente más cobarde y pusilánime que el de la Tradición— aplica, como en todo, su táctica habitual: la de no poner nada en cuestión, la de aceptarlo todo… para mejor corroerlo, para desactivar más sutilmente, como el que no quiere la cosa, aquello cuya fuerza explosiva que está en juego.
Rodeado el hombre moderno de los mayores bienes; o más exactamente, rodeado de lo que podría ser la plasmación de tales bienes (desde los conocimientos científico-técnicos hasta las libertades cívicas pasando por la igualdad de condición), se dedica nuestro hombre a malbaratar dichos bienes transformándolos en pura y simple perdición.
Pero como no es posible entrar más detenidamente en ello,[1] nos limitaremos a ese otro bien que, por darle un nombre, lo llamaremos desculpabilización de la aventura erótica. Ya no hay pecado. Ya se han derrumbado los viles artificios que envolvían de culpa los arrebatos del alma envuelta en carne. Ya todo es legítimo, hasta los excesos más desenfrenados. Ya todo se puede, y al poderse todo —se dice como si hubiera relación de causa a efecto— todo se vuelve anodino y gris, frívolo y banal, sin chispa, fuego, ni pasión.
Por supuesto que todo se vuelve mortecino y gris. Como en la vida toda de nuestro tiempo. Como en el conjunto de ámbitos de nuestra vida, se debe sin embargo añadir. No, la desculpabilización del erotismo (o con otras palabras, la pérdida de los mecanismos de canalización o codificación erótica) no es en absoluto lo que origina su banalización. Su causa hay que buscarla en la banalización general del mundo, en su achatamiento empequeñecido, en su pérdida de sentido y de sustancia. El hombre (o la mujer) que sólo ve una entretenida diversión en lo que deberían ser estremecidas, lujuriosas —sagradas— aventuras amorosas, es, junto con mil otras degeneraciones, el mismo hombre o mujer que, vestido de turista, dedica su ocio a invadir en manada los altos lugares del arte, la historia y la civilización que nada en verdad le dicen, que nada en realidad le estremecen.
Reafirmémoslo con júbilo: en el campo del erotismo todo es legítimo, todo es posible y deseable. Con dos condiciones obvias: que todo sea plenamente consentido por los amantes y que todo —pero esto nunca se agrega— consista en una afirmación pletórica, alta y grande de la vida. Dejémonos de nostalgias reaccionarias: no añoremos para nada las viejas cortapisas. Volver a canalizar, postergar o culpabilizar determinadas prácticas eróticas, aparte de imposible y pernicioso, tampoco haría desaparecer la banalización con la que el hombre moderno intenta defenderse de sus angustias y debilidades.
Olvidando un instante nuestra banalización de la vida, celebremos (hay tan pocas cosas que celebrar…) ese gran principio de nuestro tiempo: toda práctica erótica consentida, hasta la más desaforada, es legítima. Incluso lo es, por poner un caso extremo, el de una chica de dieciocho años —volvemos a La Manada— que de forma manifiestamente consentida hasta llegar al famoso portal, y posiblemente en éste también, se entrega a una orgía con cinco hombres (de forma irresponsable, es cierto: sin darse cuenta de que, en caso de cambiar de opinión, tendría harto complicado abandonar la partida). El consentimiento parece en todo caso haber existido. Lo parece…, lo cual es tanto como decir que caben ciertas dudas. Un magistrado opina que sí hubo consentimiento, otros dos que no. Las turbas vindicativas —su facción histéricamente feminista, quiero decir— tienen muy claro que, aunque hubiera habido consentimiento, es como si no lo hubiese habido. Lo que en todo caso está claro es que no se dio para nada la otra condición. La que nadie reivindica: la de que se haga lo que se haga, se realice siempre mediante la afirmación pletórica, grande y alta de la vida, algo que no podía darse ni por asomo en las sórdidas condiciones en las que se desarrolló aquel encuentro en las calles de Pamplona.
Si cualquier desenfreno erótico entre personas consintientes es legítimo, lo que no lo es en absoluto es la zafiedad, la vulgaridad y la banalidad —todo ese comportamiento de “piara”, en efecto, como dice Sertorio— con la que todo estuvo envuelto aquella noche de los Sanfermines, como lo está siempre que el hombre-masa, el hombre gregario, se lanza, bebido y acaso drogado, a festejar lo que sea a la calle.
Pónganse, por supuesto, las adecuadas cortapisas ante tales comportamientos. Codifíquense, reprímanse. Pero no por su libertinaje, sino por su zafiedad hortera y vulgar. La misma que destila cualquier botellón, la misma que rezuma cualquier manada turística.
[1] Para quien le interese, la cuestión se halla ampliamente abordada en mi libro Los esclavos felices de la libertad, Madrid, 2011.