Lo que se llama el conflicto catalano-español contiene un considerable número de lecciones sobre la identidad colectiva de los pueblos de Europa. Sobre ellas versa esta intervneción que parte de algunas breves observaciones sobre el conflicto indebidamente denominado “catalano-español” cuando quienes se enfrentan no son en absoluto Cataluña y España. Quienes se enfrentan —y las elecciones del pasado 21 de diciembre lo dejaron meridianamente claro, por no hablar de las multitudinarias manifestaciones con más de un millón de personas en las calle de Barcelona— son las dos mitades en que se haya divida Cataluña, una de las cuales recibe junto con el resto de España el hostigamiento de la otra mitad.
Es esto lo que, al otro lado de los Pirineos, ha conseguido ocultar el secesionismo catalán, al tiempo que escondía que, si existe hoy en Cataluña un opresor y un oprimido, el oprimido no es otro que la mitad de la población que, sintiéndose tan carnalmente española como catalana, y hablando como todo el mundo ambas lenguas, solo puede expresarse en una de ellas —el catalán— tanto en las instituciones oficiales como en las escuelas, las universidades y el mundo de la cultura en general.
El objetivo está claro: quebrar el bilingüismo profundamente anclado en el país, así como lo que implica el mismo. El objetivo es conseguir que el español (en el cual las nuevas generaciones se expresan cada vez menos correctamente) se vea reducido, como máximo, a la categoría de lingua franca apta por el turismo y los negocios.
Semejante objetivo (y con ello llego, después de esa breve introducción, a las cuestiones que verdaderamente me interesan) es, por desgracia, perfectamente conocido en Europa. Aplastar el bilingüismo, aniquilar una de las dos lenguas corrientemente habladas (sobre todo en las ciudades, las escuelas, las universidades, los círculos culturales, los medios artísticos, así como en las empresas), ¿qué se hizo, sino exactamente esto, en Hungría, en Bohemia, en Eslovaquia, en Croacia, en Eslovenia…, en todos esos países del antiguo imperio austrohúngaro en donde el alemán, esta lengua de alta cultura en la que un Kafka todavía escribía hace un siglo, se ha convertido en una idioma tan poco hablado como en España? ¿Y qué se hizo en Flandes, en esa Flandes antaño profundamente bilingüe y en donde el francés ya sólo está presente en las tiendas de souvenirs turísticos?[1]
¿Tan difícil era salvaguardar el bilingüismo y toda su riqueza? ¿Hacía falta realmente empequeñecerse de tal forma a fin de preservar la lengua y la identidad más pequeñas, pero sin duda más sentidas por las poblaciones locales? No, puesto que el bilingüismo y su doble identidad estaban ahí (al igual que aún siguen estándolo en Cataluña) y nada se oponía a que se mantuviesen. Una sola cosa se alzaba frente a ellos, al igual que una sola cosa les corta el paso en Cataluña: el impulso identitario, la pasión nacional traducidos en forma de furor nacionalista; el amor a la patria expresado en forma de lo que en español llamamos patrioterismo y en francés chovinismo.
Cuando al amor de lo propio se convierte en odio hacia el otro
¡Qué desgracia que ello sea así! Porque los hombres de hoy, esos individualistas furiosos, esos zombis desprovistos de raíces, de historia, de identidad, si algo necesitan es desde luego fervor identitario, espíritu comunitario, amor a la patria. Pasión nacional. Pero el problema es que esta pasión puede degenerar muy fácilmente en furia nacionalista, en furor patriotero. En exclusión del Otro. Los mismos hombres que gritan: ¡Yo, yo, yo, nada más que yo!... pueden muy fácilmente ponerse a bramar: ¡Nosotros, nosotros, nosotros, y nada más que nosotros!... Nosotros los más grandes, nosotros los mejores, nosotros los únicos. Nosotros…, los miserables gallitos de pueblo que vamos chuleando por calles y plazas de nuestro villorrio. Nosotros que, para ser nosotros mismos, creemos necesario excluir a los otros, a los vecinos, a los hermanos que comparten nuestra misma base étnica y cultural: ya se trate de los hermanos enemigos pertenecientes a las otras naciones de Europa, o ya se trate de los hermanos aún más cercanos que pertenecen a nuestra misma comunidad, a nuestra misma nación, que hablan nuestra misma lengua.
Los hermanos, en efecto, que tienen la misma identidad, que pertenecen a la misma nación… Pero ¿a cuál, pues? ¿Pertenecientes a los grandes Estados–naciones sobre cuya base se ha formado la mayor parte de la historia europea? ¿O pertenecientes, por el contrario, a esas unidades más pequeñas que son las “patrias carnales”, como algunos las llaman, a esas “naciones sin Estado”, como las denominan quienes quisieran a toda costa que se convirtieran en un nuevo Estado? He ahí la cuestión.
Planteémosla con otras palabras, las de “la preferencia de civilización” que Jean–Yves Le Gallou ha esbozado en un artículo de la revista francesa Polémia sobre la base de una constatación clara y sin equívocos: cuando “Mohamed que cubre con un velo a su mujer es francés —escribe—, la nacionalidad tiende a convertirse en un concepto puramente jurídico, sin arraigo en la realidad”. A fin de librarnos de semejante falta de realidad, a fin de que la sangre vuelva a fluir por las venas de nuestra pertenencia colectiva, es nuestra “identidad cultural común”, sigue diciendo Le Gallou (y yo con él), lo que se trata de afirmar y fortalecer.
Esta “identidad cultural común” no es otra que la de Europa. Pero no la de cualquier Europa: la de una Europa “imperialmente” federada. Como decía Pierre Drieu La Rochelle, “Europa se federará, o bien se devorará, o bien será devorada”.
Queda la pregunta: ¿cuáles deberían ser las unidades de base que compusieran semejante Europa? ¿Los Estados–nación o sus regiones, esas “patrias carnales”, como las llaman algunos?
¡Como si los Estados–nación no fueran una patria carnal para la mayoría de sus nacionales! ¡Como si Francia, España, Alemania, Italia… y el resto no fueran la gran patria carnal, sentida en el corazón y expresada en la lengua, de la aplastante mayoría de franceses, españoles, alemanes, italianos… ¡Olvidemos, por Dios, esa desventurada palabra, “Estado–nación”! Dice exactamente lo contrario de lo que se supone que enuncia. No es la nación, la colectividad, la lengua, las raíces, la historia lo que dice ante todo: es el Estado lo que en ella resuena. El Estado, “ese monstruo, el más frío de todos los monstruos fríos”, decía Nietzsche.
Ahora bien, el poder poético de la lengua es tal que basta con atribuir a algo la palabra que le conviene para que todo cambie y la cosa brille con nuevo esplendor. Basta sustituir esa desventurada palabra, “Estado–nación”, por lo que designa en su fondo: una nación de alta cultura —una cultura edificada a través de los siglos gracias, entre otras cosas, al despliegue de una lengua cuyas creaciones poéticas ocupan las más altas cumbres de nuestra civilización. Basta tal cosa para que todo cambie y se comprenda que en lugar de rechazar o de desdeñar a nuestras viejas naciones de alta cultura, se impone amarlas y reivindicarlas como las verdaderas unidades de base de la Europa un día poderosa y federada.
Y sin embargo… ¡Ah, si pudiéramos pasarnos de nuestras viejas naciones! ¡Si pudiéramos, sobre todo, evitar esta multiplicidad de lenguas que, sumergiéndonos en la cacofonía, impedirán siempre que Europa llegue a ser la patria carnal que debería ser, esa patria que nunca será en tanto en cuanto los hermanos europeos deban seguir hablándose con signos o en un lamentable inglés! ¡Ah, si pudiéramos volver a la única Europa que existió de verdad, a la grande, a la poderosa Europa que era la del imperio aniquilado en el año 472, a la Europa que de un extremo al otro del Mediterráneo sólo hablaba dos lenguas —el latín y el griego—, esas lenguas que, por su propio fulgor y por el poderío de la civilización que vehiculaban, se impusieron a un enjambre tan inimaginable de lenguas y dialectos (los de los antiguos iberos, celtíberos, galos…) que ni siquiera podemos imaginar lo que podían ser esas lenguas, ninguna de las cuales ha sido capaz de legarnos aunque sólo fuera la sombra de un poema!
Pero no, claro, no se puede volver a lo que fue. No se puede pasar por alto todo el peso acumulado a lo largo de un milenario y medio de historia. Ahora bien, si no queda más remedio que aceptar nuestra cacofónica multiplicidad de lenguas, ¡no le añadamos al menos aún más lenguas y más cacofonía! No las añadamos como lo añaden los separatistas vascos, por ejemplo, dedicados a resucitar una lengua que, hasta hace pocos años, sólo se hablaba en las profundidades de algunos valles, y que ahora se intenta imponer por decreto al conjunto de la población.[2]
¿Entonces?, se me dirá. Entonces, ya se ve, señor jacobino, que lo único que le pirra son los grandes conjuntos, las grandes lenguas, las grandes naciones e identidades. Pero ¿qué hace usted con las pequeñas identidades, con sus lenguas minoritarias, con todo su espíritu tan entrañable, tan íntimo, tan familiar? ¿Tendrían tal vez que desaparecer? No, ya lo he dicho: tienen que ser defendidas, deben ser reivindicadas. Como se han defendido y reivindicado, por ejemplo, en Cataluña. Salvo que nos hemos pasado de la cuenta, salvo que se ha hecho dejación de todo y nada se ha emprendido para cerrar el paso a los descerebrados que, en nombre de Cataluña, están destruyendo tanto a Cataluña como a España.
Las lenguas y las identidades minoritarias tienen su lugar en el mundo — el lugar que el jacobinismo siempre les ha denegado. Pero tienen su lugar, precisamente: no el que sus defensores chovinistas —ahí está toda la cuestión— pretenden insolentemente arrogarse.
Existe en español un término que define con toda perfección tales identidades: la patria chica. Porque de una patria, efectivamente, se trata, de una tierra de los ancestros, de un lugar de los orígenes, de un paisaje perfumado por los recuerdos de infancia. Una patria, desde luego, pero una patria pequeña que sería poca cosa si no estuviera enmarcada dentro de la grande, si no estuviera integrada a la unidad orgánica que encarnan esas naciones de alta cultura y de alta lengua que son las únicas que pueden estar en la base de una Europa de alto poder: político, identitario y cultural.
De lo que se trata finalmente es de todo un encaje entre los tres niveles —Europa, la nación y la región— a través de los cuales se juega nuestra identidad cultural y política. Semejante encaje no debería de plantear mayor problema. Se impone por su propio peso: debería, por tanto, ser tan armonioso como las cosas pueden serlo entre los humanos. ¡El problema… es que es raro que, entre los humanos, las cosas sean armoniosas! Intervienen sentimientos y pasiones como el rencor, los celos, la arrogancia, la pequeñez y la mezquindad que dificultan el mantenimientod nuestro encaje.
Ahora bien, si no se mantiene gracias a su propia armonía, será necesario que el encaje se mantenga gracias a alguna otra cosa. Y esta otra cosa es el orden jerárquico que articula los tres niveles de nuestra identidad cultural y política. Presidiendo el conjunto, tenemos esta Europa confederal (pero prefiero denominarla “imperial”) que debería superar (pero ¿cómo?) su gran cacofonía lingüística si pretende que todos y en todas partes la sientan como la patria carnal que es. Luego tenemos lo que, pese a todo, sigue siendo sentido como su verdadera patria por la aplastante mayoría de europeos: la Nación, esas viejas y grandes naciones en las que vio la luz la alta cultura europea. Una Nación que debe, en fin, garantizar los derechos propios de las regiones que (si se reconoce la armonía) le están armoniosamente integradas. Una Nación que tiene sin embargo (si la armonía, en cambio, es rechazada) el deber de actuar a fin de que los derechos de sus partes integrantes le estén jerárquicamente subordinados.
Es un parecido reconocimiento de su “patria chica” lo que los nacionalistas flamencos, catalanes, vascos, bretones, corsos, escoceses… no aceptarán evidentemente jamás. Apegados a su querido terruño tanto como a esa plaga de la modernidad que es el igualitarismo, sintiendo náuseas ante la mera idea de un orden jerárquico, sólo buscan una cosa: que su “patria chica” se convierta en la grande, en la única. ¡Allá penas si ello entraña, como siempre ha entrañado, que una lengua y la alta cultura que le está asociada desaparezcan de su territorio.
Si me opongo tan radicalmente a la furia nacional–catalana, es en último extremo porque no puedo soportar que el espíritu de Cataluña deje de estar fecundado por la lengua y la obra de un Cervantes, de un Quevedo, de un Machado, de un Lorca, de un Borges, de un Mutis, de un García Márquez…
Sí, ya lo sé. No son en absoluto estas consideraciones las que mueven a la buena gente, al pueblo. Ninguna identidad nacional se construirá o se desagregará nunca por razones de alta cultura o de alta poesía. Frente a las envilecidas élites que nos asfixian, yo también soy populista. Pero mis simpatías populares se detienen en seco cuando de lo que se trata es del espíritu, de la cultura, de la lengua: de estas cosas que no serían nada sin el pueblo a través del cual se expresan; estas cosas, sin embargo, que son absolutamente primeras respecto al pueblo. Lo superan infinitamente. Tanto al pueblo… como a todos nosotros.
La Europa de las 150 unidades minirregionales que, según algunos, deberían sustituir a las actuales naciones
[1] Una sola excepción confirma la regla: Irlanda, donde el inglés ha mantenido toda su pujanza cuando el gaélico ha obtenido su justo reconocimiento (un reconocimiento al que tienen derecho, desde luego las lenguas minoritarias… siempre que se mantengan éstas en el lugar que es el suyo).
Véase al respecto el artículo de Beatriz Villacañas "Irlanda: una historia y dos lenguas" publicado en estas mismas páginas.
[2] Se trata, por lo demás, y la paradoja es considerable, de una lengua cuyos numerosos dialectos han sido artificialmente unificados en las oficinas de los burócratas, hasta el punto de que “el vascuence oficial” se ha hecho… incomprensible para la mayoría de los campesinos que lo hablaban de verdad.