¿Conviene atacar sin ambages al enemigo, enfrentarlo de frente, a cuerpo descubierto, provocarlo incluso, combatiendo los principios más sacrosantos que ha conseguido que arraiguen en la sociedad? O por el contrario...
La cuestión es: ¿conviene atacar sin ambages al enemigo, enfrentarlo de frente, a cuerpo descubierto, provocarlo incluso, combatiendo los principios más sacrosantos que ha conseguido que arraiguen en la sociedad? O dado precisamente dicho arraigo, ¿no se impone combatir dichos principios adoptándose sagazmente a las circunstancias, no infringiendo como locos suicidas los mínimos parámetros aceptados por todos?
La más elemental prudencia, la simple cordura política indica que es esto último lo que se debe realizar. Lo contrario sólo lo puede pretender el fanatismo descerebrado y suicida de quienes, encerrados en su gueto, toman sus fanfarronerías como principio de realidad. El término “friki-fachas” da cumplida cuenta de ellos.
No hay que provocar inútilmente al enemigo, no hay que vulnerar, formalmente al menos, los límites imposibles de franquear. Es obvio. Y sin embargo...
Y, sin embargo, no otra cosa han hecho y hacen tanto un Donald Trump como la corriente de ideas que, componiendo un magma de variopintas tendencias, constituye el entorno ideológico que, bajo el nombre de “alt-right”, se reclama de Donald Trump…, y del que, a veces, hasta él mismo puede divergir —o hacer como si divergiera.
Cuando de lo que se trata es de demoler todos los dogmas de lo que bajo el nombre de “Corrección política” constituye el paradigma de una época; cuando lo que se emprende es la lucha contra el nihilismo que, en forma de ideología de género o de “hembrismo” (¡el feminismo era otra cosa, por Dios!) pretende disolverlo todo —hasta el orden impuesto por la naturaleza— en la nada que, engullendo a los sexos, sólo dejar chapotear los caprichos del pobre mortal que se toma por “individuo soberano”; cuando lo que se ataca es la multiculturalidad que concibe al mundo como un recipiente de átomos intercambiables en el que identidades, culturas y patrias no marcan a nadie ni nada; cuando, vulnerando una de las más severas prohibiciones, se defiende la identidad que nos marca a nosotros, a los integrantes de la raza cuyos blancos genes hacen, por ejemplo, que nuestros filósofos no puedan ser enseñados en ya no sé qué universidad británica; cuando el gobierno norteamericano deja de intentar imponer el “destino liberal” (o el que sea) a los demás pueblos del orbe; cuando a lo que se pone término es a la globalización apátrida que disuelve todas las diferencias; cuando los desvaríos, en suma, de los bienpensantes son combatidos de forma tan manifiesta como provocativa (“grosera”, dicen los media): no con la boca chica, sino abriéndola de par en par; cuando tales cosas suceden es evidente que se está yendo mucho más allá de los parámetros mínimos que todos aceptan y que nos parecían, hace un instante, imposibles de vulnerar.
Hay que vulnerarlos, en efecto. No hacerlo puede convertirse en un mero sinónimo de cobardía o dimisión. Si nunca se vulneraran tales límites, todo seguiría siempre igual, nunca se producirían cambios, jamás habría revolución. Es imprescindible traspasar los lindes de lo comúnmente aceptado y acatado. Pero sólo tiene sentido hacerlo cuando se reúnen las condiciones para ello, cuando el terreno es propicio…, cuando la vulneración se despliega de forma tan inteligente como adecuada.
¿Cuándo y cómo ocurre tal cosa?... ¡Ah, la gran cuestión! Difícil, inextricable. En cierto sentido, todo el arte de lo político se juega ahí. Toda la inteligencia política consiste precisamente en decidir tal cuestión sin fallar en el diagnóstico: sin caer ni en la pusilanimidad de mantenerse pacatamente detrás de las cercas, ni en la fatuidad de saltar precipitadamente fuera de ellas.
En ninguno de ambos escollos han caído hasta ahora las provocaciones que efectúan un Trump y sus amigos de la alt-right. He ahí la gran diferencia con las bravatas que suelen caracterizar al gueto “friki-facha”. Pero las diferencias no concluyen ahí. Afectan también a las cuestiones de fondo, por más “Heil Trump”, “Heil people”, “Heil victory” que, entre brazos en alto, lanzara un Richard Spencer, presidente del National Policy Institute —una de las corrientes de la alt-right—, pocos días después del histórico 8 de noviembre. La provocación, fue manifiesta, su sarcasmo grandioso. Y tal vez sí, tal vez tengan razón: puede que sea ésta la mejor manera de acabar con la reductio ad hitlerum con la que los apátridas persiguen sañudamente cualquier planteamiento identitario: una forma de burlarse de ellos diciéndoles: “¿Ah sí? Como Hitler defendía la patria y nosotros también…, ¿resulta entonces que somos nazis? Pues ¡hala, imbéciles, ahí lo tenéis! Ni siquiera vale la pena discutirlo en serio”.[1]
Pero las altas dosis de insolencia y humor que la alt-right despliega en su discurso apuntan también a otra cosa. ¿Qué mensaje subyace, por ejemplo, en todos esos incontables memes o en todos esos numerosos videos en los que, al son de clarines, tambores y trompetas, la rubia cabeza de Trump sustituye a la de los héroes de películas tan emblemáticas como Terminator, Gladiator, Los trescientos de Esparta…? ¿Qué nos dicen esas parodias en las que con un humor tan truculento como desopilante se exagera la fuerza y grandeza del Héroe que, venciendo a los villanos, se impone contra todos y contra todo? ¿Cabría imaginar algo mínimamente parecido —volvamos a la dichosa cuestión que obsesiona a los apátridas— en aquellos regímenes tan serios y engolados, amén de otras cosas, que fueron los fascismos? Ni siquiera hay que ir tan lejos. ¿Cabría imaginar algo parecido en cualquiera de los nacionalismos entre los que se ha desgarrado nuestro mundo a lo largo de siglos y, muy en particular, de los dos últimos?
El mensaje que se desprende de todo ello parece claro: sí, necesitamos héroes, patria, un destino que deje de ser vil y vulgar; necesitamos unas razones de vivir y morir que sean grandes, poderosas, hermosas. Lo necesitamos como el aire que respiramos, pero sólo lo mereceremos, sólo lo lograremos, si acabamos de una vez por todas con las bravuconadas pomposas y hueras, sectarias y petulantes, en las que la patria, la identidad y los héroes, degenerando en patrioterismo, se han quedado tantas veces encharcados a lo largo de nuestra historia.
Adendum. Huelga decir que las anteriores consideraciones sobre la política del nuevo presidente estadounidense se ciñen al frente de lo que cabría denominar “lo cultural, ideológico o societal”. En cuanto al otro gran frente abierto tanto en Estados Unidos como por doquier —el frente del economicismo cuyo espíritu lo domina y sumerge todo—, ahí ya es harina de otro costal.
[1] Ahora bien, si la provocación es espectacular, no deja de resultar arriesgada. Yo mismo me eché las manos a la cabeza la primera vez que vi el video de la reunión de Richard Spencer. “¡Ya está, ya volvemos a las andadas!”, me dije. Ni que decir tiene que Donald Trump se vio obligado a desmarcarse categóricamente de lo dicho y hecho en la referida reunión. Además, cuando la ironía no resulta inmediatamente obvia para todos, cuando hay que ponerse a explicar su sentido, mal van las cosas.