Publicábamos ayer un artículo del filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han titulado "¿Por qué el neoliberalismo impide la revolución?". Como se señalaba al término de dicho artículo, empecé a escribir una apostilla destinada a efectuar unas breves consideraciones en torno al mismo. Pero la apostilla acabó convirtiéndose en un artículo entero. Aquí se lo ofrecemos.
Publicábamos ayer un artículo del filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han titulado “¿Por qué el neoliberalismo impide la revolución?”. Como se señalaba al término de dicho artículo, empecé a escribir una apostilla destinada a efectuar unas breves consideraciones en torno al mismo. Pero la apostilla acabó convirtiéndose en un artículo entero. Aquí se lo ofrecemos.
¡Qué más quisiera uno que poder desmentir a Byung-Chul Han! Quedan, es cierto, las objeciones que luego se verán. Pero no hay forma de rebatirlo respecto a lo que es, hoy mismo, la situación del mundo. Tiene razón Byung-Chul Han cuando explica que el capitalismo, en su actual versión neoliberal, ha conseguido el más extraordinario de los portentos: hacer que los dominados, participando en los afanes y valores de los dominantes, se controlen y dominen a sí mismos sin necesidad de ninguna coerción externa: basta el mero señuelo del dinero, la diversión y la “libertad”.
Ahora bien, todo ese gran montaje de “servidumbre voluntaria”, todo ese andamiaje, tan colosal como sutil, en el que viven
“los esclavos felices de la libertad” (mil excusas por autocitarme), todo ese Sistema cuya endiablada habilidad hace que un periódico como
El País publique un artículo que denuesta todo cuanto
El País piensa y defiende (algo más o menos como si, en la Roma de la Contrarreforma, el Papado hubiese impreso y difundido un libro de Lutero); todo ello, en fin, no es sólo el efecto de una taimada inteligencia política. Es también la consecuencia de otra cosa. Nada de ello, en efecto, habría sido posible sin una colosal creación de riqueza que, promovida por la codicia capitalista aunada a la eficiencia de máquinas y técnicas, ha permitido que cayeran abundantes migajas del festín en la mesa de los antiguos pobres, campesinos y obreros, convertidos, por obra y gracia de tales migajas, en “clases medias”. La pregunta es, por consiguiente, ¿qué pasa si la abundancia se termina, si las clases medias —como sucede hoy— se pauperizan, si no caen más migajas, si el festín se acaba? La respuesta parece evidente.
Ya, me dirán ustedes, pero el festín se ha acabado desde hace casi diez años, y nada se mueve, nadie reacciona seriamente frente a una Crisis que ha hecho que al reino de jauja lo haya sustituido el de la precariedad. Por supuesto. Pero los cortafuegos del Sistema (seguro de desempleo, prestaciones sociales…) han cumplido más o menos correctamente su función, y si la actual precariedad está lejos de la bonanza que conocían nuestros padres, tampoco tiene nada que ver con la pobreza que vivían nuestros abuelos y tatarabuelos.
¿Qué sucederá si los fastos del reino de jauja no vuelven a manar y a seducir? Para mantener incólume el empire (como lo llama Byung-Chul Han), ¿bastará la seducción ejercida por el ocio de masas aunada al señuelo de la libertad? No lo sabemos. Todo dependerá de que, frente a la vulgaridad, la banalidad y la fealdad que, junto con la precariedad, nos corroen, consiga alzarse una Alternativa, un Proyecto: embriagador por grande, por noble, por hermoso.
Éste es el gran problema. El verdadero problema no es el de acabar con la dicotomía dominantes-dominados, como parece presuponer nuestro amigo coreano-alemán. Ahí se equivoca, prisionero, sin duda, de la visión revolucionario-igualitarista de la modernidad. Por supuesto que hace falta la Revolución. Por supuesto que los sutiles mecanismos del empire impiden la transformación radical, revolucionaria que exige el mundo. Por supuesto que hay que alzarse contra los oligarcas que, junto con las masas que les siguen borregamente, aniquilan el sentido mismo de la vida. Debemos alzarnos contra ellos. Pero no con vistas a liquidar el principio mismo de la jerarquía social, sino a transformar una jerarquía social que es hoy tanto más poderosa cuanto que está encubierta —de ahí su éxito— bajo los oropeles de la más falsa igualdad, fraternidad y libertad.
Siempre ha habido y siempre habrá élites y masas, clases altas y bajas, grupos “dominantes” y “dominados”, por utilizar una terminología que sólo en el siglo XIX alcanza la fuerza que sabemos. El problema surge precisamente cuando, como dice Nicolás Gómez Dávila, “ya no hay clases altas ni bajas”. El problema estalla cuando en medio del adocenamiento, la vulgaridad y la fealdad, sólo queda, como dice el mismo, “plebe alta y plebe baja”.
¿Para qué, entonces, la Revolución? ¿Para qué, entonces, alzarnos contra los oligarcas? Para reducir, por supuesto, unas diferencias económicas que resultan tanto más insoportables, tanto más injustas, cuanto que las ganancias de la “plebe alta” alcanzan dimensiones estratosféricas. Pero, sobre todo, para desbancar de su pedestal a semejante plebe; para hacer que sean los mejores —aristoi era el nombre griego— quienes, asumiendo las funciones de una aristocracia, no de cuna, sino del espíritu— le den al mundo el impulso de grandeza, heroicidad y belleza que sólo puede salvarle.
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(El artículo de Byung-Chul-Han. Ver aquí.)