Son tontos y malvados los animalistas. Pero su diagnóstico es certero.
Son tan buenos… Se apiadarían hasta de una mosca. ¡Angelitos! Adoran a los animales (hasta los prefieren, a veces, a los humanos). Detestan con toda su alma la violencia: todos somos hermanos (y hermanas), dicen, mientras alzan la bandera de la gran compasión universal y abren de par en par las puertas a los millones de hermanos y hermanas que se agolpan prestos a invadir a Europa.
Pero he aquí que, de pronto, los bonachones de España, Francia y otras partes (ya sean pobres o ricos, poderosos o del montón), estallan de rabia, se estremecen de ira, revientan de odio (recordemos los mensajes eructados en las redes sociales: “¡Has merecido tu muerte, cabrón!”, “¡Iremos a mear sobre tu tumba!”). Semejante violencia resulta tanto más asombrosa cuanto que es vertida… ¡sobre un muerto! Sobre Víctor Puerto, el joven torero caído en acto de servicio en la plaza de Teruel.
En acto de servicio, sí: el de un servicio que le resulta tan insoportable al espíritu bienista que, en el fondo, no hay ninguna contradicción entre dicho espíritu y el odio viscoso que le produce un héroe muerto por todos y ante todos.
Un héroe (basta semejante palabra… y ya se ponen a vomitar), un héroe que arriesga su vida en público, ante todos (no en privado, como el alpinista o quien practica un deporte de riesgo). Lo hace con la muerte en frente —la de la bestia y, a veces, la suya—, ritual, simbólicamente expuesta a la luz pública, ante todos; con la muerte —tanto la vuestra como la mía— lanzada a la cara de un mundo que se niega obstinadamente a verla; con la muerte entrelazada a la vida a través de una belleza en la que, por el arte de los hombres, también la bestia se halla implicada, pese a lo cual seguirá siendo ella misma (no hay nada más opuesto al circo que la tauromaquia). Heroicidad, belleza, intensidad de la vida, y vida ligada a la muerte: he ahí lo que le resulta insoportable, intolerable, al mundo cuya angélica bondad no es sino expresión de la gran nada en la que se encharca y muere.
¡No, dejémonos de tanta hipocresía! Lo que a nuestros contemporáneos les resulta insoportable en los toros no es en absoluto la muerte o los sufrimientos de un animal. Todos los días, después de haber padecido en los corrales y mataderos industriales sufrimientos al lado de los cuales las banderillas y puyazos son un juego de niños, “se matan en Nueva York / cuatro millones de patos —escribe Lorca en su poema—, / cinco millones de cerdos, / dos mil palomas para el gusto de los agonizantes, / un millón de vacas, / un millón de corderos / y dos millones de gallos”. Y nadie mueve ni una ceja. Es más, su carne se la zampan encantados los mismos que se rasgan las vestiduras cuando la muerte más digna de un toro tiene lugar, no en la siniestra oscuridad de un matadero, sino ante todos, públicamente, ritualmente, simbólicamente. Con la belleza de por medio.
Son tontos y malvados los animalistas (os recuerdo sus escupitajos lanzados contra el torero Víctor Barrio, su viuda y sus padres). Un odio miserable les roe el corazón tan pronto como perciben a un hombre vestido de luces, un toro en frente, y la vida, la muerte y la belleza entre ambos. Son tontos y malvados, es cierto, pero su diagnóstico es certero. Sienten con infalible precisión que ahí está su enemigo: el de un mundo empantanado en la nada, el de un mundo que pretende ignorar la muerte y, con ella, la vida. La vida de los mortales que sólo alcanza su sentido entre lo grande, lo bello y lo heroico.