Aristocracia del espíritu, apertura de la polis a lo mitológico o poético, realce de lo heroico, entroncamiento con el pasado… ¿Cómo, asfixiados por nuestro materialismo ramplón, no nos va a invadir una profunda nostalgia ante semejante proyecto? Y sin embargo...
Se publicaba hace unos días, en este mismo periódico, un artículo de nuestro colaborador Jesús Sebastián titulado “Arqueología del fascismo”. Al hilo de sus reflexiones, ahí van algunas consideraciones que, lejos de contradecir, pretenden completar dicho artículo.
Recordemos los rasgos fundamentales del fascismo, tal y como los recoge Jesús Sebastián. Y recordemos también que, cuando hablamos de fascismo estamos contemplando un fenómeno muy preciso. Deslindándolo del abismo racial que lo separa del nacionalsocialismo alemán, nos estamos refiriendo al único fascismo digno de tal nombre: el italiano, el del Ventenio mussoliniano que va de 1922 a 1945.
¡Sólo veintitrés años duró aquello! Nada, un soplo. Nada que ver con los setenta y tantos años del comunismo triunfante en la URSS, o con los dos siglos —se dice pronto— que lleva triunfando y arrasando el liberalismo. “Veinte años no es nada”, dice el tango. Y, sin embargo, en este caso, lo son todo: Veinte años son aquí algo considerable: tan enorme como lo que tuvo que estar en juego durante su transcurso para que, setenta años después de que todo aquel sistema —en realidad, toda aquella cosmovisión— hubiese quedado derrotado, aún nos esté impactando como algo vivo, como algo presente. Ya sea como el señuelo que unos agitan para, atemorizando, asegurar el orden imperante; o ya sea como el sueño al que otros se aferran mordidos por una nostalgia infinita… y por una ceguera política aún mayor: la de reivindicar algo que, en el imaginario colectivo, se ha convertido —nos guste o no nos guste, sea justo o profundamente injusto— en una huera palabra que sólo significa una cosa: el mal absoluto, sin remisión.
¿Qué es lo que se estaba jugando en aquellos años para que casi un siglo después nos siga impactando hasta tal punto? ¿Cuáles son los rasgos que definen al fascismo mussoliniano (valga la redundancia, ya que en realidad no hay otro)? Los señala Jesús Sebastián en su artículo: “el elitismo, en el sentido de una aristocracia no definida por su categoría social o económica, sino por un estado de espíritu (…); el mito, como clave de interpretación del mundo”, o dicho con otras palabras: la destitución del racionalismo —pero sin sucumbir por ello en la irracionalidad— como piedra angular del mundo. A lo cual se debe añadir la afirmación de “la colectividad como un cuerpo orgánico” al que importa servir, y cuyo “corporativismo, como ideal social” conllevó, dicho sea de paso, un auge material que ni siquiera los adversarios del fascismo han puesto nunca en duda. Pero, para el mundo configurado en torno a una comunidad orgánica, el desarrollo económico no es en absoluto ni el más alto de los destinos ni el más decisivo de los designios. “Frente a los contravalores de la burguesía demoliberal”, la comunidad orgánica que es la nación comulga, en cambio, con “los valores heroicos y revolucionarios”, como los califica Sebastián, a la vez que semejante comunidad entronca la temporalidad en la que se entrecruzan el pasado, el presente y el porvenir en un continuum que, en el caso de Italia, tiene como referente nada menos que el Imperio que fue Roma.
Aristocracia del espíritu, apertura de la polis a lo mitológico o poético, realce de lo heroico, entroncamiento con el pasado… ¿Cómo, asfixiados por nuestro materialismo ramplón, no nos va a invadir una profunda nostalgia ante semejante proyecto? Desde que el triunfo del capitalismo hizo que lo sublime, como decía el socialista Georges Sorel, desapareciera de la faz de la tierra, fue la primera vez —la única hasta hoy— en que tales cosas volvieron a atisbarse por nuestros pagos. Digámoslo con otras palabras, más claras: ¿no son cosas parecidas —cosas sublimes, heroicas, grandes, nobles…— las que andamos buscando como locos para romper con ese mundo que nos ahoga y poder simplemente respirar?
Indudablemente. Y sin embargo…
¿Aristocrático, el fascismo?, podría objetar cualquiera. Si por aristocracia entendemos jerarquía y mando —añadiría quizás—, claro que lo era, y por los cuatro costados. Pero que dicha jerarquía lo fuera del espíritu, que latiera en el fondo de todo aquello un aliento espiritual, mítico o poético (llámelo usted como quiera)…, ¡por favor! ¿Cómo olvidar aquel sectarismo histriónico, aquellos aspavientos, toda aquella chulería, en fin, que se gastaba Mussolini! ¡Cómo gritaba, desde el balcón de la Piazza Venezia! ¡Y cómo le respondían las muchedumbres apiñadas a sus pies! ¡Cómo chillaba la chusma! “¡Duce! ¡ Duce!... ¡Guerra! ¡Guerra!”... Quien no chillaba —podría concluir mi detractor— era el diputado socialista Giacomo Matteoti —o sólo lo haría, acaso, cuando los fascistas lo asesinaron en 1924. Es cierto, es cierto —añadiría por mi parte—, lo mismo que en 1936 con el Calvo Sotelo asesinado por los socialistas, pero al revés.
Da igual que, al menos hasta la guerra, un solo muerto haya ensangrentado las manos fascistas; da igual que los perseguidos y represaliados lo hayan sido en número más que reducido (máxime para un régimen que es presentado como la quintaesencia del horror). Da igual, porque la acusación es cierta: represión hubo; partidos y sindicatos fueron cerrados; periódicos, clausurados; la libertad de expresión, vulnerada.
Y lo peor de todo: tal vulneración se hizo en balde, inútilmente, sin necesidad alguna de reprimir o vulnerar nada para conseguir aquello que se buscaba: forjar un nuevo orden impregnado por una nueva sensibilidad, por toda una nueva visión del mundo. ¡Imbéciles! ¿No sabíais que estas cosas nunca se imponen por la fuerza? ¡Y menos cuando se dispone de un consenso, de una adhesión, de un fervor popular como el que el fascismo había conseguido obtener! Los idearios, los mitos fundacionales, las visiones del mundo, el aire que el espíritu del tiempo hace soplar, son cosas que no pueden sino irse diluyendo lenta, hábil, sutilmente en las almas! Como se ha ido diluyendo, por ejemplo, toda la visión del mundo de un liberal-capitalismo que obtiene precisamente de ahí su mayor fuerza, su principal beneficio: esa imagen benevolente, tolerante, que le proporciona el respeto de la “pluralidad democrática” de opiniones y opciones. Una pluralidad que el liberal-capitalismo, es cierto, adultera gravemente (“Procure usted ser millonario—decía entre nosotros José Antonio Primo de Rivera— y tendrá rotativas con las que ejercitar la libertad de pensamiento”). Pero no por ello dicha pluralidad es falsa o artificial. Es, por el contrario, expresión profunda de las cosas: múltiples, diversas, contrapuestas… Haber dado cauce a semejante heterogeneidad, así esté adulterado el cauce, constituye sin duda el mayor logro —el único, en realidad— del liberalismo.
Hay que mantener semejante logro. O, más exactamente, hay que mantener toda la pluralidad constitutiva del mundo, pero habilitando otros cauces, abriendo nuevas vías mediante las cuales no quede todo diluido —como sucede hoy— en lo efímero, no quede todo abocado a lo insustancial. Hay que abrir cauces que hagan prevalecer lo justo, resplandecer lo bello, defender lo verdadero. Pero sin emprenderla por ello contra quienes están empeñados en todo lo contrario. Sin aherrojar inútilmente a quienes propugnan lo injusto, alardean de lo feo, sostienen lo falso. Que hablen cuanto les venga en gana: sus errores mismos los confundirán. Combátaseles, hágase que, en lugar de ocupar el centro del mundo, queden relegados a sus márgenes. Pero una cosa es combatir, y otra muy distinta, prohibir; una cosa es relegar, y otra aún más distinta, encarcelar.
Jamás los fascistas lo llegaron a comprender. Ni siquiera lo entrevieron. Lo hicieron todo como si, en el mundo moderno, fuera posible dejar de lado la cuestión de la libertad y la democracia —o lo que subyace a sus presupuestos: la indeterminación del mundo, la ausencia de un destino prefijado de antemano. Haber actuado de tal modo facilitó además que sus enemigos —aquellos a quienes la cuestión de la libertad y la democracia sólo les importa, en realidad, para convertirla en su más demagógica coartada— consiguieran poner en jaque con extraordinaria facilidad la totalidad del fascismo, incluido todo aquello que, de su experiencia, merece ser preservado.
No hacer como ellos hicieron hace casi un siglo. Plantear de frente la cuestión de la libertad y la democracia en el marco de un mundo totalmente distinto del actual: mundo regido por la jerarquía de una auténtica aristocracia del espíritu; mundo articulado en torno a una comunidad orgánica arraigada en el pasado y proyectada hacia el futuro; mundo impregnado por el espíritu tanto de lo noble y heroico como de lo mítico y poético; plantear, en una palabra, la cuestión de la libertad y la democracia arrancándola a los cánones que le imponen el individualismo y el materialismo del hombre masa, gregario y liberal: tal es sin duda la mejor lección que nos puede ofrecer, más allá de su derrota y de sus errores, la experiencia de Ventenio fascista.
Tal es también la más útil tarea a la que podemos entregarnos cuando haga mella en nosotros el cansancio por estar repitiendo siempre lo mismo: siempre la misma —y sobradamente justificada— impugnación de un mundo que nos asfixia, pero para el que hemos sido hasta ahora incapaces de perfilar, más allá de su denuncia, una alternativa clara y positiva, embriagadora y tangible.