Sola, borracha… e infectada

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«Sola, borracha (e infectada…, se les olvidó añadir) quiero llegar a casa», decían aquellas benditas y benditos (seamos clementes con los calificativos) el día en que empezó la infección masiva el ocho de marzo en Madrid. Hace sólo un mes… y parece como si hiciera un siglo. Ya no lo dicen, claro que no; ya se callan como muertas y muertos; ya ni una palabra se oye sobre el delirio aquél, ¿os acordáis?, de la ideología de género y la opresión heteropatriarcal. No cabe duda: cuando las cosas realmente serias están puestas sobre el tapete, las gilipolleces desaparecen como por ensalmo. Hasta de la boca de los gilipollas. Tratarán de volver a las andadas, por supuesto, tan pronto como puedan. Pero falta que puedan. Falta que les dejemos.

Cómo ha cambiado todo, ¿os dais cuenta?, en cuatro días. Y lo que cambiará. O, mejor dicho, lo que debe y puede cambiar el día en que, concluida la debacle, comience «la nueva era que empezará cuando esta intrusa viral, nunca mejor dicho, se bata en retirada», como vaticinaba Fernando Sánchez Drago en su editorial del segundo número de La Retaguardia, el nuevo semanario digital que, con un éxito apabullante (más de 100.000 lectores para los dos primeros números) acaba de lanzar.

¿Una nueva era?… Te tomo la palabra, Fernando. Y me mojo. Me mojo hasta empaparme… y correr el riesgo de salir trasquilado. Pero me da igual. Si después de tanto morir y tanto sufrir (y lo que nos espera), nada fundamental fuera a cambiar; si desaparecida la actual pesadilla, fuera a proseguir la misma era de vulgaridad y aborregamiento; si nuestras gentes siguieran apostando por ese mundo tenebroso pero provisto de una sonrisa estúpida y falaz, la cosa sería tan deleznable que me daría igual haber perdido mi apuesta.

Consiste ésta en aventurar la posibilidad (digo «posibilidad»: no hay nada seguro en la Historia) de que, cuando concluya la plaga, nuestra gente, después de enterrar a nuestros muertos —tanto a los de la peste como a los de la miseria que se avecina—, abra o entreabra por fin los ojos y asuma las lecciones que de todo ello se desprenden.

¿Qué lecciones?

La lección, por un lado, de que en un mundo líquido como el nuestro nada sólido se sostiene ni puede sostenerse. Uno no puede sino hundirse ahí donde no hay arraigo, firmeza, tradición, familia, patria, identidad… Y fronteras. Las fronteras que los malditos de este país nuestro se negaron a cerrar desde el primer día (cuando un único partido se lo exigía clamorosamente); las fronteras que sí se cerraron, por ejemplo —y ahí están los resultados—, en la Rusia de Putin y en los países (Hungría, Polonia, Chequia…) que se han convertido, junto con ella, en la auténtica salvaguardia de Occidente, en su «reserva espiritual», que diría quien sabemos.

La lección, por otro lado, que nos muestra que si, en su estado general, la democracia nos aboca a un abismo de absurdidades y sinsentidos, este abismo se hace mortal cuando se dan circunstancias excepcionales como las de hoy.

No entremos ahora en la cuestión general de la democracia. Limitémonos a lo que sucede en circunstancias excepcionales (y recordemos aquello de Carl Schmitt: «soberano es quien decide sobre el estado de excepción»). Lo que ahora se decide lo ilustra el más clásico de los contraejemplos: el de Atenas, el de esa emblemática cuna de la democracia, como se dice y como efectivamente es… siempre que no se olvide que nada tenía que ver con la nuestra aquella democracia transida de principios aristocráticos y marcada por el aliento de lo bello, lo heroico y lo sagrado.

Era tan distinta la democracia griega que cuando se producía una situación de excepción —tener que decidir una guerra, por ejemplo—, se excluía de la decisión a las poblaciones más inmediatamente implicadas en el conflicto: aquéllas cuyos habitantes podían resultar más fácilmente muertos, sus viviendas destruidas y sus campos arrasados. Se trataba de evitar que, al estar dichas poblaciones tan directamente concernidas por la contienda, sus ciudadanos votaran pensando en su exclusivo interés particular en lugar de hacerlo movidos por el superior interés de la comunidad.

Es todo lo contrario lo que ocurre en nuestros democráticos países. Es todo lo contrario lo que ha ocurrido al desatarse la plaga. ¿Por qué se han producido todas esas vacilaciones criminales de los primeros días, cada una de las cuales se ha traducido luego en centenares o miles de muertos? ¿Por qué ha habido todo ese cúmulo de irresoluciones y demoras en adoptar medidas coercitivas, duras, tajantes, inmediatas; unas medidas que, tomadas en los primeros momentos, hubiesen sido tan impopulares como efectivas?

Por estupidez, incompetencia, ceguera. Por ineptitud criminal, desde luego. Por una absoluta falta de previsión (advertidos estaban por la OMS desde hacía dos meses). Pero por una razón mucho más decisiva también: por miedo democrático, llamémoslo así. Por el temor de nuestros dirigentes-mercaderes a alarmar y ofuscar a sus clientes-ciudadanos, ésos a quienes venden su estropeada mercancía electoral. Los mueve un único criterio: ¿qué me va a resultar más rentable electoralmente hablando? No piensan en nada más. Nada saben del bien común, del interés superior de la comunidad. Sólo los guía el cortoplacismo electoral.

Pero incluso desde esta perspectiva miserable el tiro les ha salido por la culata. Así se verá, si mi apuesta no es del todo descabellada, el día en que quede claro a ojos de todos que la actual calamidad es fruto directo del mundo en que vivimos. Ese mundo en que el miedo democrático —el cortoplacismo electoral— paraliza las grandes decisiones. Y ese mundo en que, sin la doble peste del globalismo económico y del turismo de masas, jamás la otra peste se habría expandido por todo el planeta. Habría quedado arrinconada entre laboratorios, ratas y murciélagos chinos.

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