¿Camina el mundo hacia el abismo? (III)

Lo bueno de los artículos que por mor de su extensión se dividen en varias entregas es que uno renueva cada tantos días el placer de reencontrarse con el estudio en cuestión y proseguir el camino. Es lo que sucede con esta tercera entrega de Antonio Martínez Belchi.

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Como decíamos en entregas anteriores del presente ensayo, estamos hoy ante nuestra propia “caída del Imperio Romano”. Podemos describir hoy tal imperio como el “Imperio sionista anglo–norteamericano”, o más brevemente como “Occidente” (para incluir componentes como, por ejemplo, el neocolonialismo de Francia en el Sahel, últimamente muy perturbado por Rusia en países como Mali, Níger y Burkina Faso, para tremendo enfado de Emmanuel Macron). Esa caída puede implicar una guerra nuclear apocalíptica entre la OTAN y Rusia (al incurrir Occidente en la “trampa de Tucídides” frente a la alianza de Rusia y China), el derrumbamiento de la Unión Europea (en una hipotética Europa sumida en el caos por la guerra y cuya ciudadanía se rebelase contra las pretensiones dictatoriales de los gobiernos europeos, dirigidos desde Bruselas) y la aparición de una entidad político–cultural–espiritual análoga a Bizancio, cuyo núcleo sería Rusia y que mantendría estrechas relaciones de todo tipo con el espacio geo–cultural turco. Y, de la misma manera que, alrededor del año 529, San Benito de Nursia funda la abadía de Montecassino, en esa situación de caos que describimos podrían surgir un nuevo tipo de santuarios espirituales de vida monástica que, a su vez, fuesen lugares donde se conservase y transmitiese en pequeños círculos el legado cultural de Occidente y que, además, se convirtiesen en focos de actividad económica, como lo fueron en su día los monasterios benedictinos. Lógicamente, la analogía no sería perfecta: se trataría de una especie de santuarios monásticos de nuevo estilo, pero similares en muchos aspectos a las abadías regidas por la regla de San Benito y por su Ora et labora. En realidad, la decadencia del monacato constituye un termómetro bastante exacto para calibrar la paralela crisis del mundo occidental. En la década de 1970, muchos monasterios cristianos quisieron “emigrar al Ganges desde el Jordán”, buscar en las prácticas espirituales de Oriente –por ejemplo, en la meditación zen– la solución a su pérdida de vitalidad interna. Sin embargo, sigue siendo válida hoy aquella observación de Jung según la cual los problemas espirituales surgidos dentro de un área cultural (como Occidente) no pueden resolverse mediante elementos importados desde otra (como Oriente). En la posmoderna década de 1990 los cantos gregorianos del monasterio de Silos, convenientemente sampleados sobre la base de ritmos contemporáneos–el collage acústico es una característica de nuestra época–, se convirtió en un inesperado hit, mientras un grupo como Enya jugaba a combinar   elementos sonoros neomedievales con melodías New Age. Las estancias vacacionales en hospederías de monasterios, en busca de la paz de los claustros, devino tendencia, a la vez que se producía el boom del Camino de Santiago, que todavía era muy minoritario e internacionalmente desconocido–hoy lo hemos olvidado– en la década de 1970. La nostalgia por el silencio monacal tendrá que buscar tal vez en un próximo futuro un nuevo modo de expresión. Tal vez con algo, o con bastante, de la hoy para muchos occidentales casi desconocida república monástica del Monte Athos, y con la atmósfera de isla santa primordial del Monte Saint Michel. Seguramente como nuevas arcas de Noé de la cultura (incluyamos aquí una referencia a las Etimologías de San Isidoro de Sevilla, otro fenómeno de la misma época que tal vez encierre profundas enseñanzas para nuestro propio futuro). Nuestras nuevas abadías de Montecassino del siglo XXI, si quieren ser potentes centros de irradiación espiritual, tendrán que haber emprendido antes una laberíntica expedición al corazón del mundo.

Retomando el parangón de significaciones que, a ciertos respectos, puede establecerse entre la época helenística y la de la caída del Imperio Romano, resulta de sumo interés evocar aquí el sueño de Alejandro Magno de crear un imperio desde Grecia hasta la India, fusionando múltiples aspectos del espacio cultural greco–mediterráneo con el asiático. Diríase, en efecto, que nuestra época se halla en curso de crear, por la vía de las influencias recíprocas y la ósmosis cultural, un espacio común compartido que abarca desde Europa hasta lejanas zonas del Índico y la India, e incluso más allá. La Ruta de la Seda, Samarcanda, las exrepúblicas soviéticas del centro de Asia: ese exótico espacio, bajo el símbolo de Marco Polo, sigue siendo fascinante para nosotros. Desde hace años existen numerosos nexos de relación y entrelazamiento que no dejan de incrementarse. Los formatos audiovisuales se replican en las televisiones de Europa y Oriente Medio, con programas como Got Talent también en las cadenas del Golfo Pérsico y las telenovelas turcas triunfando en Grecia, Italia o España. Nos parece natural que Turquía, Georgia, Armenia o Azerbaiyán compitan en el Festival de Eurovisión. Los equipos turcos de baloncesto participan en la Euroliga desde hace décadas, y los de fútbol en la Champions League. Desde la India, las danzas hindúes al estilo de Bollywood están desde hace tiempo incorporadas a nuestro imaginario, y celebramos versiones hedonistas y secularizadas de la Fiesta Holi hindú, con sus polvos de mil colores. Los primeros Juegos Europeos, bajo los auspicios del Comité Olímpico Internacional, se celebraron en Bakú (Azerbaiyán) en 2015, y los siguientes en Bielorrusia y en Polonia; en cuanto a los de 2027, tendrán lugar en Estambul. Se anuncia un próximo equipo de Dubai para la Euroliga. En cuanta a Arabia Saudí, que está comprando a golpe de talonario el negocio del deporte occidental, el príncipe Mohamed Bin Salman habla expresamente de convertir Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos en la “Europa del siglo XXI” (un propósito de vampirización cultural que merecería un detenido comentario aparte) : aspira no sólo al enorme negocio, sino al soft power que acompaña hoy globalmente al mundo del deporte, entreverado con el turístico, el del ocio y el del entretenimiento. Entre nosotros, en España, el peleador de artes marciales mixtas Ilya Topuria favorece un hermanamiento entre España y Georgia, países en cuyas dos banderas se envuelve tras sus victorias. El museo Louvre Abu Dhabi lleva ya años funcionando, mientras que la idea del Hermitage de Barcelona nunca llegó a buen puerto. En apenas tres años, la liga saudí de fútbol ha pasado de la irrelevancia internacional a formar parte–a partir del fichaje estratégico de Cristiano Ronaldo– del contenido habitual de nuestros periódicos deportivos. La  música de fusión entre ritmos occidentales, norteafricanos y orientales (jazz, pop o flamenco mezcladas con músicas del Cercano Oriente o del Magreb) es una realidad bien conocida desde hace décadas. Yéndonos un poco más lejos, el escritor chino Liu Cixin, autor de El problema de los tres cuerpos, es una de las estrellas de la ciencia ficción contemporánea, hasta hace poco un género casi exclusivamente occidental y, más específicamente, anglosajón. En cuanto a Corea del Sur, antaño mera fabricante de productos electrónicos, ha entrado con fuerza en nuestro imaginario popular a través del K–Pop, del filósofo Byung Chul–Han–sagaz analista de las patologías de la sociedad contemporánea–, de una película como Parásitos y de una serie como El juego del calamar, que utiliza ampliamente referencias culturales de origen occidental. Los derviches giróvagos de Turquía, miembros de las cofradías sufíes procedentes del antiguo Imperio Otomano, son hoy, aparte de una atracción turística, un icono mil veces utilizado en documentales y revistas de viajes, y también un tópos cultural de estilo gnóstico–guenoniano entre nosotros. Icónicas son también las murallas de Dubrovnik, popularizadas por Juego de Tronos, y las de La Valeta en Malta, con el sabor exótico del Mediterráneo en tiempos de las Cruzadas. Y, en fin, el mundo del ajedrez, juego de origen hindú pero percibido desde el siglo XIX como básicamente occidental y dominado durante todo el siglo XX por campeones del mundo occidentales, ve surgir hoy genios precoces en países como La India, China o Irán, y tiene en Ding Liren su primer campeón del mundo chino.

Los ejemplos podrían multiplicarse; pero creemos que lo apuntado en el párrafo anterior es suficiente para apoyar nuestra tesis, a saber: que se está produciendo un multiforme proceso de confluencia y fusión cultural en un amplio espacio geográfico euroasiático, dentro del más amplio proceso de globalización cultural que ha convertido en fenómenos familiares internacionalmente, fuera de su ámbito originario, el día de San Patricio, el Bloomsday que recuerda el Ulises de Joyce en Dublín, la arquitectura de Gaudí en Barcelona–tan admirada, por cierto, en Japón–, el sushi, el Ramadán islámico, el Árbol de Navidad, el Día de la Marmota o los encierros de San Fermín. Ese espacio euroasiático es, sí y también, el escenario principal del choque de civilizaciones diagnosticado por S. P. Huntington; pero, por debajo de ese choque básicamente geopolítico, y en el humus de la cultura popular, tiene lugar un proceso de confluencia que conecta claramente con la idea del cosmopolitismo esperado desde tiempos de Marshall McLuhan como efecto propio de la aldea global.

Por supuesto, la mutua influencia entre Oriente y Occidente es un fenómeno de muy largo recorrido. Ciñéndonos sólo al siglo XX, resulta obligado referirnos a los viajes de los Beatles a La India en busca de un gurú que los liberase del relativismo occidental, o a las peregrinaciones hippies a Katmandú en una furgoneta Volkswagen pintada con flores de colores lisérgicos en la década de 1970. En cuanto a Bruce Lee, nexo entre Hong Kong y San Francisco, merecería también nuestra atención; igual que el señor Miyagi de Karate Kid, cuyo Dar cera, pulir cera está desde hace tiempo incorporado a nuestro repertorio de expresiones familiares. Sin embargo, lo que queremos subrayar es que, más allá del mero melting pot de la iconología pop, existe en curso un proceso de fusión cultural euroasiática que debe ser tenido en cuenta dentro del conjunto de grandes fuerzas y fenómenos que están dando forma ya, tal vez sin que nos demos cuenta, a nuestro futuro. De manera que a lo dicho hasta ahora sobre la nueva caída del Imperio Romano en el siglo XXI (el inminente colapso de Occidente, es decir, del poder anglo–sionista), del carácter alejandrino–helenístico de nuestro momento histórico y del proyecto de Nuevo Orden Mundial masónico impulsado desde la UE, la ONU o el Foro Económico Mundial, así como por grandes fondos de inversión como Vanguard y Blackrock, hay que añadir–como foco de esperanza, por su carácter centrípeto, aglutinador y unitivo– este gran proceso de convergencia cultural euroasiático. Un proceso, por cierto, que tendrá que pasar lo que podríamos llamar la “prueba del supermercado”, es decir: si supone una mera continuación o ampliación de lo que, desde aproximadamente 1970, cabe llamar el “supermercado cultural de Occidente”, corolario lógico del sesentayochista Prohibido prohibir. “Pase usted a nuestro flamante supermercado, donde no hay rigideces, líneas rojas ni tabúes. Igual encuentra una matrioshka rusa que un jardín seco zen, igual una melodía andina que un arnés sadomaso, igual un cuenco tibetano que un collar de flores hawaiano o una cantata de Bach. Aquí hay de todo y para todos los públicos. Todo está permitido, nada está prohibido. Bueno, nada salvo la absurda pretensión de que, detrás de toda esta variedad de artículos que ofrecemos, haya algo así como un sentido o una significación”.

Obviamente, siempre que nos referimos a los fenómenos de fusión, convergencia o globalización cultural, tenemos que preguntarnos, como decimos, hasta qué punto lo que se produce, en realidad, es una mera occidentalización en el peor sentido de la palabra. En 1990, el norteamericano Francis Fukuyama se convertía en una estrella de rock intelectual con su tesis del Fin de la Historia, que había sabido pronosticar el inminente derrumbe del bloque soviético cuando aún nadie lo esperaba. Según el celebrado libro de Fukuyama, Hegel triunfaría definitivamente al imponerse la racionalidad occidental, bajo la forma de democracia política, capitalismo económico e individualismo liberal, como modelo futuro único para el mundo. Ciertamente, habría territorios en los que esa evolución hacia la modernidad se produciría algo más despacio–¡esas irreductibles tribus pastunes en las montañas afganas!–; pero, ineluctablemente, todos los países del mundo irían adoptando la forma mentis y el estilo de vida de la sociedad occidental contemporánea, con leves variaciones locales aquí y allá. Por mucho que Fukuyama contemplara ese horizonte con un sentimiento ambivalente y agridulce, en la medida en que supondría la entronización del relativismo y del último hombre nietzscheano, bajo la forma tal vez de burgués de manual que, el sábado por la mañana, en la terraza de una cafetería en Bruselas o en París, repasa–mientras bosteza de tedio– las cotizaciones de Bolsa en su periódico de páginas color salmón. Ya se sabe que el último hombre de Nietzsche se pregunta qué es estrella, qué es fe, qué es belleza, qué es sacrificio, qué es ideal. Pues no queda ya nada en él que le impulse a ir más allá del horizonte autorreferencial de sí mismo.

Cuando, años más tarde, ya en 1996, el politólogo estadounidense Samuel P. Huntington sustituyera a Fukuyama en el podio del estrellato intelectual en los mass media occidentales con su tesis del Choque de civilizaciones–tesis que el atentado contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 pareció confirmar de manera irrefutable–, pudo parecer que la estrella del Fin de la Historia, del triunfo definitivo de Occidente, quedaba eclipsada o superada de manera irremediable. Sin embargo, me parece que no es realmente así. Fukuyama acertó en su diagnóstico, sólo que se equivocó, digamos, en la manera de acertar. En el mundo unipolar de la globalización de 1990, podía parecer que la occidentalización del mundo sería un fenómeno multimodal y planetario. Hoy vemos cómo amplias regiones del mundo–todo el universo BRICS y lo que se ha dado en llamar el “Sur Global”– se encaminan hacia el futuro siguiendo su propio rumbo, alejado a muchos respectos de los valores y usos de Occidente. Sin embargo, sí es cierto que el mundo se está occidentalizando en cuanto a un cierto estilo, a un cierto “aire de familia” que tiene mucho que ver con lo mejor–que también lo hay– del espíritu occidental: una especie de sabor fuerte y agreste, una reivindicación del individuo orgullosamente solitario frente a las exigencias uniformadoras del grupo, de la comunidad o de la tribu. Un pathos independiente y nómada no exento en absoluto de grandeza, como el que existía en el Siddharta de Hermann Hesse, y en el propio Hesse como autor que epitoma en su obra y en su propia persona las tensiones y contradicciones del hombre occidental, mezcla de Ulises, de Hamlet y de Fausto (de un Fausto que, por cierto, víctima del tedium vitae, sólo es salvado del suicidio por el lejano tañido de unas campanas en la obra de Goethe, igual que Siddharta lo es de hundirse voluntariamente en el río por el sonido sagrado de la sílaba OM). En su componente legítima, el individualismo occidental nos remite a cierta idea romántica del hombre que, en su soledad, se enfrenta al misterio y al secreto del mundo. Sin respuestas heredadas de la tradición, sin certidumbres protegidas por el calor de la tribu. Con el mero pertrecho de su mirada al lejano horizonte y de su mochila.

Dentro de la cultura popular contemporánea, ese espíritu occidental que estamos bosquejando nos remite, por ejemplo, a la mística de la Ruta 66, al mito norteamericano de la Frontera, a los paisajes del Parque Nacional de los Arcos en Utah o a Monument Valley. También a las canciones de Bruce Springsteen y al estilo musical de U2. Cuando el joven cantautor ruso Shaman, de enorme popularidad en Rusia, canta ante miles de seguidores su Ya Russkiy, Soy ruso, está reivindicando la fuerte identidad eslava de Rusia… utilizando formas sonoras inequívocamente occidentales. Esas formas, que podríamos definir como de “gran pop sinfónico”, se han convertido ya en una koiné musical que vemos repetida una y otra vez durante los últimos años, si bien con desigual fortuna, en el Festival de Eurovisión. Un evento que la Hungría de Víktor Orban rechaza desde 2020 por su abierto carácter LGTB y pro–gay (la masiva presencia gay entre la masa de los eurofans es algo totalmente evidente), pero que no cabe reducir sólo a ese rasgo. Cuando el sueco Mans Zelmerlöw ganó en 2015 Eurovisión con el tema Heroes, estaba compartiendo con el joven cantautor ruso Shaman un mismo aire de familia. De la misma manera, los jóvenes talentos rusos del ajedrez se alejan del clásico estilo posicional de origen soviético (el campeón de ajedrez ruso–con la honrosa excepción de Mijaíl Tal– como apisonadora que, minuciosa e inexorablemente, va acumulando pequeñas ventajas hasta terminar ahogando al oponente como una boa constrictor) y se acercan al “estilo occidental” del genio noruego Magnus Carlsen, convertido en koiné ajedrecística para toda una nueva generación.

De manera que, en este sentido que comentamos, sí se está produciendo una occidentalización del mundo, sobre todo en el ámbito de la juventud. Cuando las autoridades del Irán de los ayatollahs censuran los vídeos colgados en redes sociales de jóvenes iraníes–ellas, claro, sin velo– bailando al son de Happy, de Pharrell Williams, están intentando poner puertas al campo. Igual que cuando la destacada ajedrecista iraní Sara Khadem, hoy exiliada en España y ya con la nacionalidad española concedida por la vía exprés, tiene que huir de su país para evitar las represalias por jugar sin velo. Occidente, satisfecho, contempla estos hechos como triunfos propios: el futuro es nuestro, la juventud del mundo quiere experimentar la maravillosa libertad occidental. Cabe preguntarse si quiere experimentar  también la desorientación absoluta, la falta de ideales, los crecientes problemas psicológicos, los trastornos alimentarios, la adicción al porno, el consumo masivo de alcohol, el aumento de los suicidios, el enganche a las redes sociales, la vulgarización de las mentes, la desconexión de las tradiciones. Todo ello consecuencia del ambiente cultural nihilista en el que viven y de esa supuestamente maravillosa libertad occidental, que teóricamente les invita a seguir cualquier rumbo que elijan, a ser quienes ellos y lo que ellos quieran–incluido hombre o mujer–, pero que los sume con frecuencia en la angustia del náufrago desamparado, perdido sin remedio en medio del mar. Desde principios del siglo XXI, el tema Desenchantée, de la francesa Mylene Farmer, puede considerarse el himno juvenil de toda una generación.

En cierto modo, pues, el mundo se occidentaliza, de acuerdo con la tesis de Fukuyama. En cuanto al choque de civilizaciones de Huntington, como decíamos, supuso un duro correctivo frente a la tesis del Fin de la Historia. Contra la impresión que podía tenerse hacia 1993 (triunfo de la democracia liberal en el mundo, relativismo posmoderno etc.), la dinámica histórica aún no había acabado. Las pruebas nucleares francesas en el atolón de Mururoa (1995) parecieron en su día algo anacrónico, trasnochado, extemporáneo, una supervivencia extraña del tiempo histórico de la ya lejana Guerra Fría. El tiempo individualista y psicológico de la década de 1990–esos relojes blandos de Dalí– casaba mal con los “acontecimientos históricos”, si es verdad que, según lo afirmado por Francis Fukuyama, habíamos llegado al Fin de la Historia una vez derrumbado el Muro de Berlín. Y ahora, desde el campo de la Politología, el prestigioso académico norteamericano Samuel P. Huntington nos confirmaba que la era de los conflictos históricos aún no había concluido. Ante todo, Huntington diagnosticaba un futuro enfrentamiento entre la civilización occidental y el mundo islámico; más adelante, se dibujaba–tal vez para el horizonte de 2025– una confrontación con China, futura potencia emergente. El éxito de la revolución islámica de Jomeini en Irán (1980) y la Guerra del Golfo contra Sadam Hussein (1991) ya dibujaban los perfiles de un potencial futuro mucho más amplio. Los atentados del 11–S en Nueva York, bajo la versión oficial acerca de su autoría (la Al Qaeda de Bin Laden), parecían confirmar la teoría de Huntington, autor profusamente citado en los miles de artículos sobre el terrorismo islámico publicados en la prensa occidental a partir de septiembre de 2001. Otros conflictos armados de aquella época o posteriores (guerra de los Balcanes, guerra de Chechenia, guerra de Siria) apuntaban también a que el “tiempo individualista posmoderno” era sólo una ilusión solipsista de la cápsula geográfica occidental–desde las playas de Malibú hasta los Campos Elíseos de París–, mientras en el resto del mundo seguía dominando el caos de los señores de la guerra y la barbarie. Fue entonces cuando, admirado por el norteamericano Jeremy Rifkin, se gestó el mito de la Unión Europea nacida de Schengen como “paraíso de paz, bienestar y prosperidad” en el que aspiraban a ingresar cada vez más países, Turquía incluida.

La guerra civil de Siria (2011; en realidad, una guerra entre bloques geopolíticos librada sobre territorio sirio) y la invasión de Ucrania por parte de Rusia en febrero de 2022, que es realmente, como se sabe, una guerra proxy (con Ucrania como instrumento de Occidente) entre la OTAN y Rusia, han terminado de dar la razón a Huntington en cuanto a que, en efecto, existe un “choque de civilizaciones”: no es el único componente de la compleja situación histórica que vivimos actualmente, pero sí un elemento relevante. Las activistas de Femen desnudan sus torsos contra Putin, los países occidentales se escandalizan de que en Moscú no pueda celebrarse el Día del Orgullo Gay. Igual que Francia ha incluido recientemente, de manera expresa, el aborto como un derecho innegociable en su constitución (parece como si se temiera, como peligro real, el advenimiento del Gilead fascista descrito por Margaret Atwood en El cuento de la criada, o el desembarco en Francia de la Texas evangélica y antiabortista; o tal vez el horizonte, ya no tan hipotético, de la Francia islamizada de Houellebecq en Sumisión); igual que la Asamblea Francesa ha hecho esto, decimos, la Duma rusa ha aprobado definir expresamente en la Constitución el matrimonio como “la unión entre un hombre y una mujer”. Occidente querría exportar a todo el mundo el modelo de la Canadá multicultural de Trudeau, laboratorio de pruebas del Nuevo Orden Mundial; pero en la propia Canadá es la minoría islámica la que se alza  con más fuerza contra la introducción de la ideología LGTBIQ+ en las escuelas. Así que parece que, en efecto, existe un choque cultural entre civilizaciones, que puede derivar en cualquier momento en otro tipo de choque a mayor escala.

Bien considerado el asunto, en realidad la tesis de Huntington no era tan novedosa. El Fin de la Historia fue sólo una ilusión provocada por el individualismo narcisista occidental diagnosticado por Lipovetsky en La era del vacío, y por la teoría del “fin de los grandes relatos” de Lyotard, más el hecho histórico del colapso de la URSS y de la globalización económico–cultural de la década de 1990. Por aquellos años, la Love Parade de Berlín anunciaba el hedonismo absoluto de la música techno y la caída de todos los antiguos tabúes. Sin embargo, en los departamentos de Ciencias Políticas de las universidades americanas, académicos como el propio Henry Kissinger (profesor y estudioso antes de ser Secretario de Estado) o Zbigniew Brzezinski no se llamaban a engaño, perfectamente conscientes de que el mundo seguía siendo un gran tablero de ajedrez–según la metáfora usada por Brzezinski– donde Estados Unidos tenía que saber jugar bien sus piezas, sin atenerse a cortapisas morales, para mantener su poder hegemónico de cara al siglo XXI. Las primaveras árabes o las revoluciones de colores como la de Ucrania, diseñadas por la CIA, son algunos ejemplos bien conocidos de ese juego.

De modo, en fin, que la partida de la Historia sigue en curso. Los diversos actores geopolíticos mueven sus piezas, atendiendo a complejas motivaciones e intereses. Como hemos venido repitiendo a lo largo del presente ensayo, la caída del Imperio Romano (hoy Estados Unidos, Occidente, Europa como conjunto de países satélite) constituye una analogía útil. En la década de 1950, el erudito y filósofo de la Historia Arnold Toynbee sostenía que la civilización occidental podía escapar al determinismo biologicista y fatalista defendido por Oswald Spengler en su Decadencia de Occidente. Según Spengler, las culturas son análogas a entidades biológicas y atraviesan cuatro etapas de desarrollo: primavera, verano, otoño, invierno. La última fase es la edad de la entropía, del envejecimiento irremediable, de la sustitución por nueva sangre, bárbara, fresca y joven. Spengler, heracliteano y nietzscheano, preveía el ocaso de Occidente, civilización fatigada, hiperintelectual, pesimista, en último término nihilista. Eros y Tánatos. Viena Fin de Siglo como un signo de los tiempos. El Imperio Austro–Húngaro como anticipo de un colapso a mayor escala. El mundo de ayer de Stephan Zweig como la elegía en honor a un bello mundo perdido. El suicidio de Stephan Zweig en Brasil como símbolo de un pesimismo triunfante, como síntoma de un invencible hastío de vivir.

Por supuesto, podemos preguntarnos hasta qué punto Occidente está realmente fatigado, hasta qué punto se ha vuelto incapaz de avanzar hacia un nuevo horizonte, de renacer como el Ave Fénix. Como decíamos en el párrafo anterior, Toynbee no compartía la teoría del tiempo cíclico de Spengler ni su determinismo biologicista. Consideraba que una civilización sólo decae y fenece cuando sus élites se vuelven incapaces de afrontar creativamente los desafíos que se le presentan, y también que Occidente podía escapar a la supuesta ley cíclica de las civilizaciones. Kissinger, Brzezinski y los neocons que teorizaban hacia el año 2000 sobre la estrategia a seguir para que el siglo XXI fuese un Nuevo Siglo Americano pensaban que sólo existe un modo de escapar a la maldición de la decadencia, a la pérdida de la hegemonía: idear nuevas formas de dominación económica, cultural y, en último término, militar de Estados Unidos sobre el resto del mundo, sin excluir la posibilidad de la guerra directa. La visión de Toynbee resulta bien distinta: una civilización sólo perdura y florece gracias a una renovación constante de su creatividad para enfrentarse a los nuevos desafíos que se le presentan. La entropía sólo puede combatirse con una inyección de orden. La cuestión está en dilucidar si esa inyección es posible y de qué reservorio de orden podría proceder su contenido.

A examinar tal cuestión dedicaremos la siguiente entrega de nuestro trabajo.

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