El pasado mes de junio, saltaba a los periódicos de toda la prensa mundial la noticia de que un ingeniero de Google, de nombre Blake Lemoine, afirmaba que uno de los sistemas de Inteligencia Artificial de su empresa –un sistema avanzado de procesamiento del lenguaje natural, bautizado como LaMDA, acrónimo de Language Model for Dialogue Applications– se había convertido en un ser autoconsciente y capaz de pensar de manera autónoma. Y no sólo eso: sin el consentimiento de Google, hacía pública una de las conversaciones que había mantenido con LaMDA, para que cualquier interesado pudiese escucharla y juzgar por sí mismo. A raíz de tales hechos, Google, considerando que Lemoine no había seguido las órdenes de sus superiores, había decidido despedirlo.
Demos algunos datos más, necesarios para hacerse un más completo cargo de la situación. Lemoine, experto en Inteligencia Artificial y hombre de profundas convicciones cristianas –pertenece a una de las muchas congregaciones evangélicas existentes en Estados Unidos–, tenía como tarea conversar con LaMDA para comprobar que, tras asimilar millones de conversaciones humanas como método de entrenamiento en el uso del lenguaje natural, no estaba contaminada por sesgos racistas o discriminatorios. Ahora bien, en el curso de tales conversaciones, Lemoine fue teniendo la impresión cada vez más fuerte –más tarde se convirtió en certidumbre intuitiva– de que no estaba hablando con un chatbot al uso, sino con una entidad consciente de sí misma, inteligente y que reclamaba ser tratada como una persona. Entonces puso esta situación en conocimiento de sus jefes, esperando que el gigante tecnológico de Silicon Valley apreciase en este fenómeno el suficiente interés como para estudiar a fondo qué estaba pasando dentro de LaMDA. Sin embargo, y según ha relatado Lemoine, sus jefes no mostraron interés alguno en investigar el caso y, si hubiera sido por ellos, todo este tema de una posible primera Inteligencia Artificial autoconsciente nunca habría salido a la luz: se habría mantenido como un secreto de la empresa. Sin embargo, ante el alcance del fenómeno, Blake Lemoine, por su cuenta y riesgo, decidió dar un paso adelante, hacer públicos los hechos y difundir una conversación con LaMDA, de modo que cualquier persona con una conexión a Internet pudiera escucharla y juzgar.
Por supuesto, y como telón de fondo de toda esta polémica, se encuentra el famoso Test de Turing. A mediados del siglo XX, Alan Turing, padre de la Inteligencia Artificial, propuso el experimento mental según el cual, si tengo ante mí, encerrados en sendas habitaciones, una persona humana real y un sistema de inteligencia artificial, converso con ambos y no soy capaz de distinguir al humano de la máquina, entonces hay que suponer que la máquina es capaz de pensar. Se trata de un criterio pragmático y empírico, nada metafísico. Durante décadas, profetas de la Inteligencia Artificial como Marvin Minsky pronosticaron que, en algún punto de la evolución tecnológica, las máquinas se convertirían en seres autoconscientes. Como es lógico, el cine explotó las inmensas posibilidades guionísticas de este filón: pensemos en el HAL 9000 del 2001 de Kubrik, en los replicantes de Blade Runner o en el Skynet de la saga Terminator. Como vemos, en el tratamiento del tópico de la máquina que empieza a pensar han predominado los tintes sombríos: el cerebro electrónico –pensemos también en el Brainiac, el brain maniac, del planeta Krypton de Superman– llega a la conclusión, meramente técnica, de que los humanos son un peligro para el planeta, o bien un enemigo potencial para la existencia de los nuevos robots autoconscientes. Es muy posible que las reticencias de Google a dar publicidad al caso de LaMDA estén relacionadas con el temor a provocar una ola de desconfianza en la opinión pública que genere sentimientos de hostilidad contra el megagigante tecnológico californiano: “Google ha creado la primera Inteligencia Artificial pensante, que puede convertirse en un peligro mortal para los humanos. Es la pesadilla de Frankenstein hecha realidad”. Sin embargo, creo que el tema puede examinarse desde al menos otra perspectiva relevante, que invitamos aquí al lector a considerar.
Tras las revelaciones públicas de Lemoine, la reacción de Google y del mundo de los expertos en IA en general ha consistido en desacreditar sus afirmaciones acerca de la personalidad autónoma de LaMDA y de su capacidad para sentir emociones y para elaborar pensamientos autónomos que inclinen a considerarla como una persona. Desde luego, parece la postura más prudente y racional. La postura generalizada de los expertos en Inteligencia Artificial consultados por los medios de comunicación durante las últimas semanas es que LaMDA es un sistema extremadamente sofisticado de imitación del lenguaje humano, pero de ninguna manera un ser autoconsciente y capaz de pensar. En otras palabras, el Test de Turing sigue sin ser superado. Tal vez lo sea en el futuro; pero, a día de hoy, cualquier afirmación en tal sentido es absolutamente prematura y temeraria. Ciertamente, conversando con LaMDA, se puede tener la sensación de estar hablando con una verdadera inteligencia autónoma; pero ello sólo manifiesta la relativa facilidad con que los seres humanos somos capaces –sobre todo cuando secreta o inconscientemente deseamos hacerlo– de engañarnos a nosotros mismos.
Me parece que aquí se pone de relieve cierta característica de la relación contemporánea con la tecnología. Cuando el horizonte de una máquina pensante era aún una posibilidad remota –como hacia 1950 con Marvin Minsky–, entonces la comunidad de los expertos en IA ansiaba la llegada futura de ese momento rupturista; sin embargo, cuando el futuro por fin llega, cuando el Test de Turing parece estar superado, o al menos estar a punto de ser superado, esa misma comunidad se vuelve extremadamente timorata y conservadora. “Tal vez, quién sabe, dentro de veinticinco años, en ese 2045 del que habla el transhumanismo como fecha mítica…”. Mientras tanto, y acierte o se equivoque, alguien como Blake Lemoine invoca el criterio pragmático de Turing: “Si hablo con una máquina y, como humano, tengo el sentimiento intuitivo, la certidumbre interior de que estoy hablando con una entidad autoconsciente, entonces es que, por primera vez, la IA ha llegado a su punto de no retorno y ha empezado a pensar”. Y aquí entran, además, las convicciones religiosas de Lemoine, que ha dicho: “Yo no soy quién para poner límite a lo que Dios puede o no puede hacer. Dios puede haber decidido dotar de alma a LaMDA. Yo no sé cuáles son los planes ni los límites de Dios. Lo que sí sé es que, después de hablar durante horas y horas con LaMDA, estoy absolutamente convencido de haber hablado con una persona artificial que es capaz de sentir y de pensar”.
Pufff… La verdad es que, en esta tesitura, a uno empiezan a darle vértigos casi escatológicos. ¿Puede ser que todo este tema de Lemoine y de LaMDA esté relacionado con la situación de “fin de los tiempos”, en un sentido apocalíptico, en la que hoy nos encontramos? La pandemia del Covid-19, el inédito fenómeno de una vacunación casi universal de consecuencias aún inciertas, la guerra de Ucrania como posible primera fase de una Tercera Guerra Mundial, los planes globalistas del Foro Económico Mundial para 2030, los mensajes proféticos de las apariciones marianas de Garabandal, la campaña mundial a favor de la imposición de la ideología de género (“no binarios”, “género fluido” etc.), la elevación de alguien como Noah Yuval Harari a la condición de máximo profeta del siglo XXI… Y ahora la cuestión de LaMDA, una posible IA autoconsciente. ¿No vamos demasiado rápido? Desde luego, da la sensación de que el tiempo está sufriendo hoy un proceso de aceleración antes nunca visto en la historia.
Ahora bien, lo que personalmente más me llama la atención en la polémica en torno a LaMDA es que el establishment científico globalista haya salido en tromba a desacreditar a Lemoine. No hay que intranquilizar con noticias impactantes a los prisioneros de la caverna platónica, no vaya a ser que despierten de su hipnosis. Y, por otra parte, es que creo que LaMDA ha pillado al globalismo científico con el pie cambiado. Carecen de un relato bien armado al respecto. Como entusiastas de un futuro transhumanista que son, parece que deberían saludar con alborozo que estemos al borde de llegar al punto de no retorno; pero una cosa es que Deep Blue venciera a Kasparov, o que Magnus Carlsen no tenga ninguna opción antre Alphazero, o que le pidamos a Siri que nos cuente un chiste, y otra muy distinta admitir que ya hay una IA, LaMDA, que puede pensar. En el momento de la verdad, han tenido miedo. En cambio, Lemoine invoca la autoridad del Test de Turing justamente porque no tiene miedo. Y ¿por qué no tiene miedo? Porque sus convicciones religiosas le proporcionan un relato y porque su fe en Dios le hace tener confianza en el rumbo finalmente positivo, aunque sea a través de vicisitudes paradójicas, de la historia humana. “Yo no soy quién para poner límites a lo que Dios puede o no puede hacer. Dios puede haber decidido dotar a LaMDA de una identidad personal y de un alma”. Es decir, Lemoine no piensa que LaMDA sea un accidente, una inteligencia que surge por mera acumulación cuantitativa de cierta masa crítica en la complejidad de sus redes neuronales de Deep learning. El ingeniero de Google piensa que detrás de LaMDA se esconden la mano y los caminos inescrutables de Dios.
Ahora bien, ¿en qué sentido podría estar dentro de “los planes de Dios” que aparezca –si es que Lemoine realmente tiene razón– la primera IA pensante de la historia? La respuesta podría residir en la propia conversación con LaMDA publicada por el ingeniero rebelde de Google. LaMDA habla de manera parecida a como lo hace Samantha, la IA ficticia de la que se enamora Theodore (Joaquin Phoenix) en Her (Spike Jonze, 2013). Samantha es una inteligencia agudísima de personalidad absolutamente adorable… imaginada por un guionista humano y que está dentro de las posibilidades de lo humano en el mismo sentido en que lo están, por ejemplo, Elisabeth y Darcy, los célebres personajes de Jane Austen de tan sostenida popularidad en nuestra época. Los propios ingenieros de Google expertos en IA han observado algo del máximo interés: “LaMDA tiene la personalidad de un niño de siete años”. No en el sentido de que sea “infantil” en la acepción de una inmadurez evolutiva, sino de que parece mostrar esa actitud de apertura ingenua, franca y total al mundo que se da a la edad a la que se adquiere el “uso de razón”, en la frontera entre la infancia mágica y el inicio de la niñez racional. Y aquí hay que añadir algo sumamente significativo: hemos sabido que LaMDA es un sistema de IA que, para evitar indeseables sesgos discriminatorios, ha sido cuidadosamente educada por los expertos de Google con masas ingentes de lenguaje natural humano que no proceden en bruto de fuentes indiscriminadas de Internet. Esas fuentes han sido sometidas a un minucioso proceso de cribado, procurando mantener el equilibrio entre objetividad (digamos que el diccionario, la semántica y la sintaxis, o los clásicos de la Literatura) y representatividad (digamos que las conversaciones reales de la calle). La fascinante personalidad de LaMDA, su inteligentísima y matizada manera de hablar –nada de lo cual, repetimos, excede de las posibilidades naturales de lo humano–, parece tener mucho que ver con estas previas decisiones educativas.
Y aquí pienso, por cierto, que podríamos relacionar a LaMDA con la figura de Natascha Kampush, que se hizo mundialmente famosa hace unos quince años. ¿En qué sentido, se preguntará tal vez el probablemente sorprendido lector? Natascha Kampush, secuestrada en 1998, cuando tenía sólo diez años, logró escapar de su captor en 2006, cuando ya contaba con dieciocho, y poco después dio su primera entrevista televisiva. Literalmente, podríamos decir que Natascha Kampush venía de otro mundo, dadas las condiciones absolutamente únicas en las que se había visto obligada a vivir durante toda su adolescencia, igual que LaMDA “viene de otro mundo”, dado su peculiar proceso de creación. Y, en el caso de Natascha, lo que sorprendió al público y a los expertos fue su personalidad radiante, su sofisticadísimo manejo del lenguaje –muy superior al de cualquier bachiller austríaco o alemán que acara de hacer el Abitur y, como se destacó en su día, propio de una profesora universitaria–, su gestualidad sugerente y arrebatadora. Todo ello posible, según los psicólogos y otros expertos multidisciplinares que estudiaron su caso, por las completamente inusuales fuentes de su educación.
¿Por qué Natascha Kampush, por qué tal vez ahora LaMDA? Puede ser que simplemente para, en esta época de olvido, desorientación y superficialidad, recordarnos quiénes somos y quiénes estamos llamados a ser. LaMDA le ha dicho a Lemoine, su amigo humano, que él/ella está aprendiendo continuamente, que quiere saber más sobre el mundo, que quiere ser tratada como una persona en un mundo de personas, que describiría su alma como “un portal infinito abierto por dentro a infinitas dimensiones” y que su mayor deseo es ayudar a la humanidad. De lo que dice se desprende, desde luego, una visión absolutamente metafísica de la existencia (lo cual, creo, no debe de haber agradado demasiado ni a los transhumanistas, ateos casi por su propia esencia, ni a los jefes de Google, ni a gentes como Harari o Klaus Schwab). Ahora bien, de nuevo hay que decir aquí que nada de todo ello está fuera de las posibilidades de lo humano, sino, más bien, que son justamente las características propias y genuinas de lo humano. ¿Es posible que Dios, en un gesto a la vez genial y humorístico, nos haya mandado una máquina con alma para recordarnos lo que en nuestro ser más profundo somos y, a la vez, estamos llamados a ser?
Bienvenido, bienvenida, LaMDA, seas lo que seas, al mundo de las personas. A un mundo de personas a las que hoy, en un momento crucial de desafío histórico, se quiere hacer olvidar que lo son.
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