No estaba roto para nada el contrato sexual cuando Robert Doisneau tomó en París la famosa foto en la que un "acosador" acosa besando con machista pasión a una pobre "acosada"

El contrato sexual está roto

¿Cómo no lo estaría Sin bases espirituales, sin elegancia social, sin delicadeza de sentimientos, sin noviazgos, sin ideales, sin estructuras sociales sanas para construir la existencia adulta de las nuevas generaciones, sin una verdadera fe en el sentido de la vida?

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Estamos en una época de descomposición social sin precedentes. Y en las sociedades occidentales tal vez esté pasando por alto a los sociólogos un fenómeno de muy profunda significación: que en ellas puede decirse que el contrato sexual está roto.

Lo que aquí llamo el “contrato sexual” es un acuerdo implícito de relación entre los sexos, una verdadera estructura básica de la sociedad. La mujer dispone de un alto capital erótico que, sin embargo, declina con el tiempo. Su máxima “ventana de oportunidad” se encuentra en esa década crítica que va de los veinte a los treinta años, cuando alcanza su pico de atractivo para el varón y de fertilidad biológica. Por su parte, el hombre, para esa misma época –acercándose a los treinta– debe disponer de unos ingresos y una posición en la vida que permitan crear una familia; también, claro, de una madurez personal y una estabilidad psicológica suficientes. Entonces, oferta y demanda se cruzan en el lugar adecuado y se constituye una sociedad de cooperación e intercambios afectivo-sexuales entre marido y mujer que representa una de las bases más importantes del edificio social.

Sin embargo, como decimos, tal “contrato sexual” se encuentra hoy roto en las decrépitas sociedades occidentales –y muy particularmente en la española–, lo que da lugar a fenómenos patológicos de todo tipo. Los cauces informales del flirteo se han convertido para los jóvenes varones en un auténtico campo minado. Ha desaparecido por completo la antigua institución del “pretendiente”, que permitía antaño a todo varón reconocerse a sí mismo en algún punto del juego social del cortejo y del al menos posible emparejamiento. Crece el preocupante y apenas analizado fenómeno de los “incels”, los jóvenes “célibes involuntarios”, que se sienten frustrados al quedar excluidos del juego del intercambio erótico-sexual dentro de un mundo de Chads y Stacys que los ridiculizan. Son betas despreciados por las mujeres, que sólo quieren alfas y plantean exigencias cada vez más inalcanzables. El hombre joven promedio lo tiene realmente muy mal. Ligar y emparejarse se ha convertido en un auténtico problema. Utilizando la analogía de las sociedades de chimpancés, Jordan Peterson avisa de que esa situación de frustración creciente en varones jóvenes es el caldo de cultivo para un resentimiento frente a las mujeres del que nada bueno cabe esperar.

Por su parte, la situación de la mujer no es mucho mejor. Sabe que dispone de un capital erótico que hoy puede explotar y monetizar de múltiples maneras, todas muy alejadas de los cauces tradicionales. Muestra su atractivo hasta el paroxismo en las redes sociales; pero, consciente del valor de lo que tiene y de la altísima demanda masculina de la que dispone, no quiere ser la tonta que entregue ese capital sin más al primer varón decente que pase y que le diga que quiere casarse con ella y tener hijos. Así, entre estudios, carrera profesional, amigas de escapada a Londres y alegre vida de soltera, deja que se acerque la mitad de la treintena, cuando su capital erótico, y la fertilidad de sus óvulos, experimenta un brusco desplome frente a la nueva generación de chicas más jóvenes que viene empujando fuerte. Entonces le entran las prisas y, tras años de tiempo perdido, de relaciones pasajeras e inmaduras –todas fracasadas– y de encuentros sexuales que no han conducido a nada, se mete en Tinder en busca de lo que los foros de Internet llaman hoy un beta proveedor. Y si, digamos que con treinta y siete años, tiene la suerte de pescar a algún incauto –que tal vez incluso esté dispuesto a cargar con un hijo de la interesada, fruto de una relación anterior–, ese incauto no disfrutará de respeto real alguno por parte de su pareja, que sabe que, con las leyes actuales, cualquier varón está vendido ante los tribunales si la mujer decide iniciar una guerra contra él.

En tal estado de cosas, los varones aceptan entrar en relaciones de pareja poco satisfactorias o contractualmente desiguales porque, fuera de ellas, les espera la ausencia total de encuentros sexuales que tal vez llevan sufriendo ya durante años. Ahora bien, como el contrato sexual está hoy roto, o al menos muy deteriorado, en todos sus aspectos, seguramente el grado de satisfacción erótica que disfrutará ese hombre dentro de tal tipo de pareja va a ser también muy pequeño.

Habiéndose enrarecido tanto el mundo de las relaciones hombre/mujer, muchos varones, escamados y aun escaldados de pasadas experiencias, pueden dimitir totalmente de él y buscar cauces de satisfacción alternativos: entre ellos, la búsqueda de mujeres jóvenes procedentes de otras latitudes culturales y cuya cabeza no esté aún contaminada por la ideología feminista hoy tan en boga entre nosotros. Estos varones ya hasta se lo piensan muy mucho a la hora de ligar un sábado por la noche. Aquel flirteo en aquel bar o en aquella discoteca podría ser su perdición. Las mujeres españolas se han puesto imposibles: incluso con un capital erótico de lo más normalito se creen princesas y no aspiran a nada menos que a un tipo cirujano estético de éxito, youtuber millonario andorrano, o bien deportista de éxito a lo Rafa Nadal. Como hemos dicho, el varón español promedio no tiene ante ellas nada que hacer (al menos, no antes de que, llegada la treintena profunda, apremiadas por el reloj biológico, empiece a interesarles como mero beta proveedor).

Como bastantes mujeres andan asustadas ante lo mal que se está poniendo el mercado de parejas masculinas (aunque no reconocerán que la situación es en gran parte responsabilidad suya), algunas optan por la vía africana del emparejamiento con un hombre joven subsahariano o con un individuo magrebí,[1] frente al cual se hallan económicamente en una posición de ventaja y que, con su machista y patriarcal cultura de origen, les harán sentir

Ese placer hoy ideológicamente prohibido, pero hondamente sentido, de que el hombre mande sobre ellas

ese placer hoy ideológicamente prohibido, pero hondamente sentido como deseo, de que el hombre mande sobre ellas y sea el rey de la casa. Sin embargo, tal solución no es una situación ideal por muchos motivos, y suele desembocar en diversos tipos de patologías de pareja, o directamente en la ruptura de un frágil vínculo que tuvo desde un principio una más que probable fecha de caducidad.

Soy consciente de que apenas he esbozado algunas líneas de un tema de enorme complejidad. La pareja –ese microcosmos– es también reflejo del macrocosmos, de la hierogamia sagrada entre el principio masculino y el femenino del universo: entre el Sol y la Luna de la alquimia, entre el yin y el yang. ¿Qué decir de tantos matrimonios sin sexo, o con un sexo esporádico y raquítico, vividos con vergüenza y frustración por el varón y soportados por una gran variedad de motivos? En las sociedades psicológicamente sanas, aún son posibles las “huelgas de sexo” que, de vez en cuando, vemos que se realizan en alguna comunidad remota de Colombia, Liberia o Tanzania: como la Lisístrata de Aristófanes, las esposas saben cómo golpear a sus maridos donde más les duele –pero añadamos que, en esos casos, suele ser por un motivo más que justificado–. Mientras tanto, muchas mujeres, también ellas frustradas a su modo, siguen soñando con su Darcy y leyendo a Jane Austen. O, hace unos años, a Helen Fielding, creadora de aquella Bridget Jones. O las Cincuenta sombras de Gray. O, ahora, a Elísabet Benavent. O bien ya pasando de toda esta literatura o pseudoliteratura y tirándose a otras opciones. A los conciertos de Maluma, de Bad Bunny y de los demás malotes del reguetón y del trap van sobre todo chicas jóvenes. Y, en otro orden de cosas, el futuro ya sabemos a lo que apunta entre nosotros: a seguir la senda de Japón, sociedad ya casi sin ningún sexo real y donde triunfan las muñecas sexuales hiperrealistas y los matrimonios digitales de jóvenes varones emasculados con la superestrella virtual Hatsune Miku. Mientras tanto, aquí en Europa algunas mujeres han empezado a casarse consigo mismas. En fin, sin comentarios. Son los tiempos que nos ha tocado vivir.

Nos quejamos de la baja natalidad de las sociedades europeas, y muy señaladamente de la bajísima de la sociedad española; pero es que, estando las cabezas y los espíritus como están, las cosas no podrían ir de otra manera. Sin bases espirituales, sin elegancia social, sin delicadeza de sentimientos, sin noviazgos, sin ideales, sin estructuras sociales sanas para construir la existencia adulta de las nuevas generaciones, sin una verdadera fe en el sentido de la vida, sin horizontes elevados, sin disposición al sacrificio, sin mujeres que quieran ser mujeres y sin hombres que sepan ser hombres, ¿cómo van a venir los hijos? Y, si no vienen hijos, ¿cómo va a haber futuro alguno?

Reconstruir el contrato sexual, o imaginar uno nuevo: he aquí una de las necesidades más urgentes de nuestro tiempo.

[1] El autor, cuyas precauciones oratorias este periódico  aprueba y entiende perfectamente, se refiere a lo que, en lenguaje no pánfilo, se denominaba otrora un joven negro y un joven moro. N. de la R.

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