¿Camina el mundo hacia el abismo? (II)

Proseguimos la publicación del estudio en varias partes de nuestro colaborador Antonio Martínez Belchi.

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Como decíamos en la primera parte del presente ensayo, el final del Imperio Romano puede proporcionarnos útiles analogías para entender nuestra situación histórica presente y nuestro próximo futuro. Nos encontramos en un momento alejandrino, finisecular. También la propia época helenística nos puede procurar diversas claves. Por ejemplo, la reaparición y éxito editorial de filosofías como el estoicismo, el epicureísmo y el escepticismo. Pensemos en autores superventas como Tim Ferriss (neoestoicismo), en el concepto danés del hygge (la felicidad de las pequeñas cosas: neoepicureísmo), o también en la creciente imposibilidad de distinguir lo verdadero de lo falso en la época de la IA, el deep fake y la desinformación (que aboca a un claro neoescepticismo). De igual modo, es propia de una atmósfera helenística la fusión entre elementos orientales y occidentales (el Estambul de Orhan Pamuk y el Grand Bazar como símbolo). Entre nosotros, el sentimiento alejandrino del que hablamos quedaba expresado hace unos años en la Enciclopedia del crepúsculo de Rafael Argullol, así como en el diálogo entre éste y Eugenio Trías que se publicó bajo el título de El cansancio de Occidente; la misma obra de Trías La edad del espíritu se inscribe en ese anhelo de recuperar la mejor tradición occidental-oriental tal como intentan hacerlo sellos editoriales como Siruela y Atalanta. A este respecto, una obra como Socotra, la isla de los genios (Atalanta, 2014), de Jordi Esteva, se inscribe en una cierta “mística nostálgica de Simbad”: la de un crítico cultural como Jacinto Antón enamorado de las leyendas del Ave Roc y de los nigromantes legendarios socotríes, capaces de conjurar o provocar tempestades y de aliarse con los espíritus que animan a los elementos. Todo esto es puro alejandrinismo cultural. Cuando Spengler publica en 1918 La decadencia de Occidente, habla del Untergang des Abendlandes: del “ocaso de la tierra del atardecer”, donde se pone y “muere” el sol (por cierto: nótese que Occidente viene del latín occidere, “matar”; nomen est omen). Que Jorge Luis Borges y Umberto Eco sean dos figuras centrales para entender el problema espiritual del Occidente contemporáneo no hace sino abundar en favor de nuestra tesis. Por un lado, lo alejandrino es un claro signo crepuscular; por otro, puede anunciar también la esperanza de un nuevo amanecer, dentro de una visión cíclica del devenir histórico. El sonido hipnótico del duduk armenio expresa musicalmente el anhelo de todo lo que, como occidentales del siglo XXI, desorientados y perplejos, hemos perdido.

Periodo alejandrino, pues, y también preludio de una nueva Edad Media, previo paso por un momento de crisis (trampa de Tucídides, ya mencionada más arriba) en el que el poder anglo-sionista mundial, que ha dominado el mundo desde principios del siglo XIX (en éste bajo la férula de Inglaterra, en el XX bajo la de Estados Unidos), se resista a su ya inevitable sustitución. Sin duda, una mala época para las democracias liberales de Occidente. La comunidad ideal de diálogo de Habermas, la tensión aproximativa a la cual es condición necesaria para la existencia de una verdadera democracia, está hoy totalmente en crisis, mientras reina, en cambio, la demagogia sofística, que entiende el lenguaje no como instrumento de comunicación afectivo-racional, sino de puro y simple poder. Tanto Estados Unidos como la Unión Europea, aunque mantengan la apariencia ficticia de sistemas democráticos, en realidad aspiran a convertirse -si no lo han hecho ya- en dictaduras apoyadas en el control tecnológico de la población. En 1990, Francis Fukuyama lanzó su célebre tesis del Fin de la Historia, con el aparente triunfo definitivo del sistema capitalista y la democracia liberal. Sin embargo, todo era en realidad un espejismo. Resulta sumamente revelador que ese momento sea también el de la popularización, por parte de George Bush padre, del término Nuevo Orden Mundial, mala traducción de New World Order, “Orden de un Nuevo Mundo”. La Guerra del Golfo contra Saddam Hussein (1991) supuso la demostración palpable de que cualquier intento de desafiar el sistema de poder occidental (es decir, sionista anglo-estadounidense) daría lugar a una inmediata represalia. Y, en realidad, ese sistema de poder aspiraba a constituirse en una megaestructura centralizada, acabando lo más pronto posible con la apariencia, ya caduca, de los Estados-nación independientes. A regañadientes, Estados Unidos tuvo que admitir una autonomía relativa de la Francia de De Gaulle, que creía verdaderamente en su grandeur y en su misión histórica frente al imperialismo político-cultural yankee (como se sabe, la creación de Astérix por Goscinny y Uderzo en 1958 escondía realmente este significado: la aldea gala frente a las legiones de Roma, es decir, Francia frente al poder del tío Sam). En cuanto a España, la relación amistosa de Franco con Eisenhower y los correspondientes acuerdos no podían esconder ni la hostilidad falangista al proyecto de dominación mundial anglosajón, ni que el propósito español de dotarse del arma nuclear con ayuda francesa –el proyecto Islero – y, así, obtener un cierto status de independencia frente a Estados Unidos, no sería permitido por Henry Kissinger ni, en general, por el Deep State norteamericano. El atentado contra Carrero Blanco, en el que confluyeron tantos intereses internos y externos, debe ser claramente entendido en esta clave, que ya no está lejos de ser admitido por el consenso mainstream dentro de la más solvente historiografía contemporánea.

Igual que Roma a finales del siglo V, también nosotros nos acercamos a nuestro propio año 476. Tendrá lugar la implosión de Occidente como civilización: un Occidente que, sin embargo, no parece dispuesto a ceder su puesto hegemónico sin presentar batalla. Que la OTAN se haya embarcado tan alegremente en una guerra proxy contra Rusia utilizando a Ucrania como país interpuesto, sólo puede significar que se ha dado luz verde a la opción de traspasar todas las líneas rojas. La negociación con el Kremlin queda eliminada de antemano: como dicen ahora los políticos europeos, “Occidente tiene que ganar esta guerra, no se puede permitir la victoria de Putin”. Y dado que, tras dos años de conflicto, ha quedado demostrado que Ucrania no puede vencer por vías convencionales ni siquiera con un apoyo masivo y creciente de los países OTAN, ya no queda excluido el uso de métodos heterodoxos para provocar una respuesta rusa que justifique ante la opinión pública occidental el paso a un escenario de guerra abierta y generalizada entre la OTAN y Rusia: un escenario donde ya todo será posible, incluido el uso de armas nucleares. El atentado en una sala de conciertos de Moscú -ocurrido apenas un par de días antes de la redacción de las presentes líneas- debe ser inscrito dentro de esta lógica. Estados Unidos, cuyos servicios secretos están sin duda alguna detrás del atentado, sabe que ésta es ya su única opción de victoria, aunque suponga ingresar en territorio desconocido y por mucho que las simulaciones de la Rand Corporation pretendan diseñar un mapa supuestamente fiable de lo que, provocado por ese atentado de bandera falsa, en los próximos meses podría ocurrir. En cuanto a los políticos europeos, que deberían saber que esa guerra tendría el territorio de sus propios países como campo de batalla, una mezcla de arrogancia, exceso de confianza, servilismo, ineptitud e irresponsabilidad, así como muy posiblemente un maquiavélico cálculo de los poderes de excepción que esa situación generaría a su favor sobre sus respectivas poblaciones, les llevan a emprender un rumbo que cabe prever como catastrófico, pero que, en realidad, nadie sabe en qué tipo de escenarios puede concluir.

Sin embargo, hay quienes, entre bambalinas, pretenden sí saber hacia dónde nos dirigimos, pues son ellos los que, desde las sombras, orquestan y diseñan el plan, que luego van corrigiendo y actualizando sobre la marcha, a medida que la realidad efectiva de los hechos no se amolda perfectamente a la hoja de ruta proyectada. A este respecto, resulta forzoso referirse al antaño anónimo y hoy célebre Klaus Schwab, director del Foro Económico Mundial, una de las más importantes instituciones globalistas. Schwab y las élites globalistas a las que pertenece han proyectado un “Gran Reseteo” que, en la práctica, será un tecnofeudalismo o dictadura mundial digital (moneda digital, sistema de crédito social, identidad digital etc.). En su visión, el modelo económico basado en el individualismo y el hedonismo posmodernos, así como en el dinero “creado de la nada”, el crédito y el endeudamiento, están agotados. Ya Friedrich Hayek había avisado, a mitad de la década de 1970, de que ese modelo económico necesariamente tendría que llegar a un momento de colapso. Aproximadamente desde 1990, era evidente para los globalistas la necesidad de ese “Nuevo Orden Mundial” del que ya hemos hablado, así como de un único Estado Mundial. El modelo a seguir sería, en lo sucesivo, el de la fábrica eficiente donde los trabajadores son controlados y exprimidos al milímetro; hoy diríamos que el del almacén de logística de Amazon, que elimina todas las disipaciones de energía, todos los resquicios de ineficiencia, también todos los vestigios de libertad. Estamos hablando una vez más del taylorismo a lo Henry Ford, gran idea-fetiche de los expertos en organización industrial; es decir, el modelo de la máquina, del mecanismo de relojería, aplicado a la sociedad humana. Recordemos que, en Un mundo feliz (1932), la visionaria novela de Aldous Huxley, el tiempo histórico ya no se cuenta a partir de Cristo, sino “a partir de Ford”. Tras una terrible guerra (como la que se pretende provocar actualmente, a modo de gran trauma colectivo que catalice el paso al tipo de sociedad proyectado por Klaus Schwab), la humanidad ha aceptado al fin que deben ser la ciencia y la psicología, y no ya la religión, la cultura y la tradición, las instancias que organicen el mundo. Una élite dirigente, a la que pertenece el Interventor de Europa Occidental, Mustafá Mond, ha diseñado la sociedad humana según los principios de la psicología conductista de Watson y Skinner. En tal sociedad, ya no existen familias, ni padres e hijos, ni dramas humanos, ni religión, ni conflictos sociales, ni incertidumbre, ni angustia alguna. Todo el mundo es “feliz” y está condicionado desde la infancia para sentirse satisfecho con un determinado tipo de vida: la establecido de antemano para su casta, desde los obtusos Epsilones hasta los sofisticados e intelectuales Alfa Plus.

Pues bien: Klaus Schwab es comparable con el Mustafá Mond de Huxley. Ciertamente, en el futuro distópico descrito por Aldous Huxley, existe también La Reserva, ese territorio de Nuevo México donde siguen vigentes las antiguas formas de vida humana; de allí procede John El Salvaje, que ha vivido según los principios antiguos de amor, deber y honor, y que ha leído la Biblia y a Shakespeare. También Mustafá Mond ha leído esos libros, cuyo valor conoce perfectamente, igual que es consciente de la belleza paradójica del Viejo Mundo que Utopía dejó atrás, mezclada -bien es verdad- con la guerra, la injusticia y la enfermedad. Sin embargo, Mond –explica a John en el crucial diálogo entre ambos del capítulo XVII del libro– ha decidido sacrificarse por el bien de la humanidad. Pudo haber elegido, según cuenta allí a su interlocutor, haberse exiliado a Islandia, o a las Islas Marquesas, a una colonia de disidentes y heterodoxos, como ofrece hacer a Bernard Marx y a su amigo Helmholtz: un refugio para gente libre y reflexiva, enormemente estimulante desde un punto de vista intelectual; pero Mustafá Mond no hizo tal cosa, sino que optó por emprender un cursus honorum que lo llevó a convertirse en el Interventor que actualmente es. Uno de los benévolos dirigente de Utopía, que proporcionan a los seres humanos todo lo que éstos podrían desear: paz, estabilidad, ausencia de conflictos, sexo libre, bienestar psicológico permanente (salvo los ocasionales momentos en los que se recurre al soma), una sociedad fuertemente cohesionada, desaparición del miedo a la muerte. John el Salvaje defiende ante Mond el antiguo libre albedrío de los humanos, la filosofía, el amor matrimonial, la fe religiosa, el viejo sentido del honor; pero Mustafá Mond le recuerda todas las miserias de ese mundo histórico que Utopía ha suprimido: todas las mezquindades humanas, todos los hijos maltratados por sus padres, todos los crímenes horrendos, todas las angustias e incertidumbres, todo el egoísmo y todo el dolor. Tales cosas han quedado eliminadas, superadas en el mundo de Utopía. Mond, algo cansado de argumentar lo que le parece evidente, le pregunta a John si realmente querría que el mundo humano volviera a ese pasado que él reivindica. Y el lector se queda con la incómoda e inquietante sensación de que, en cierto modo, Aldous Huxley simpatiza secretamente -pese a que la intención de su obra fuese denunciar la deriva del mundo moderno- con las ideas de un Mustafá Mond que aparece como el auténtico filántropo, como el verdadero bienhechor de la humanidad.

No me cabe duda alguna de que Un mundo feliz de Aldous Huxley es uno de los libros de cabecera de Klaus Schwab. También él aspira a un mundo “limpio” y “eficiente”, a poder ser con bastantes menos habitantes de los que tiene hoy (¿los “quinientos millones” de las Piedras Guía de Georgia?), y que funcione con la precisión de un metrónomo, poblado por seres humanos hibridados con el mundo digital e imbricados de mil maneras con éste. Cuando en 2020, en medio de la crisis del coronavirus, Schwab hablaba del horizonte de 2030 como un tiempo ya con plena vigencia de la nueva era completamente digitalizada, contaba con una década repleta de tal cantidad de profundas convulsiones –mucho más teledirigidas que naturales–, que harían posible una transformación abrupta e impensable de cualquier otra manera. El proyecto transhumanista de Ray Kurzweil desde California, compartido por el ideólogo del WEF Yuval Harari, autor de Homo Deus, y que presenta el año 2045 como momento mítico de la “singularidad” que significará un punto de inflexión decisivo para la humanidad (desligada por entonces ya ampliamente de la biología e ingresada en un nuevo tipo de existencia, mucho más virtual y digital que física): ese proyecto transhumanista, decimos, constituye el complemento necesario de las ideas de Schwab. Se produciría entonces la transición a una sociedad que se parecería claramente a la Utopía defendida por Mustafá Mond ante el desfasado John el Salvaje, defensor contumaz de un viejo paradigma -el propiamente humano- ya sólo de interés etnológico, cuando no francamente arqueológico.

Las intenciones del Foro Económico Mundial de Klaus Schwab, análogas a las del Club Bilderberg analizado durante largos años por Daniel Estulin, ya no pueden catalogarse como teorías de la conspiración, dado que sus propios promotores las exponen abiertamente en foros públicos. Cuando Yuval Harari habla de los humanos como “animales hackeables”, o comenta que existen miles de millones de useless eaters, está siguiendo la filosofía de las Piedras Guía de Georgia, no sin razón calificadas como el “Stonehenge de la Masonería”. Una población humana drásticamente reducida, en equilibrio ecológico con la Naturaleza, e integrada en una mente-colmena planetaria donde los seres humanos habrían perdido toda su individualidad. Es la Utopía de Mustafá Mond con leves variaciones. La solución definitiva a los problemas del mundo humano, lastrado durante milenios por una biología defectuosa, por una psicología inestable, por unas creencias religiosas alienantes y arcaicas. El ideal de la Masonería: destruir al ser humano como problemático ente afectivo-espiritual y recomponerlo modificado en su esencia, como engranaje de una maquinaria formidable dirigida por una inteligencia extra-humana (punto éste en el que es clave la Inteligencia Artificial, cuyo desarrollo ha experimentado un avance exponencial en los últimos años). Adiós al libre albedrío, adiós a la fe religiosa, adiós a los anhelos de transcendencia. El único mito ya posible: la expansión de la raza humana, hibridada con las máquinas, para colonizar primero el Sistema Solar, después la Vía Láctea, a continuación la totalidad del cosmos. En ese futuro, los humanos tal como los hemos conocido hasta ahora sólo constituirán un vago recuerdo, pues habremos sido sustituidos por los nuevos ángeles de ADN modificado e hibridado con el silicio y el grafeno. El futuro es transhumano y posthumano. La humanidad es una especie caducada, amortizada, en vías de extinción.

La idea de que en el siglo XXI se pondrá fin a la evolución biológica darwinista natural, y se pondrá en marcha una auto-modificación planificada de la especie humana, mediante la ingeniería genética, la hibridación entre biología y tecnología y el progresivo ingreso -más bien, migración- del mundo físico al mundo virtual, encuentra cada vez más consenso entre las élites intelectuales de Occidente seducidas por el relato transhumanista. Las guerras culturales que se libran actualmente en Occidente (lenguaje inclusivo, feminismo radical, animalismo, revisionismo histórico -recordemos la “guerra de las estatuas” en Estados Unidos-, teoría crítica de la raza, cultural studies, ideología de género, veganismo, fenómeno trans, movimiento LGTBIQ+, poliamor, pansexualismo, todo ello como partes integrantes de la ideología woke), guerras en las que Jordan Peterson y Judit Butler constituyen los dos polos opuestos, se inscriben dentro de esta misma lógica. Con Michel Foucault como punto de partida (teoría queer), la idea estructuralista del sujeto humano autónomo como una invención de la Modernidad, frente a su comprensión como piezas de un juego de ajedrez cultural en el que lo esencial no son tales piezas, sino las reglas que generan las dinámicas del juego, enlazan con la visión de Klaus Schwab, Mustafá Mond de nuestra época. La creciente burocratización y tecnificación de la sociedad contemporánea -complicación muchas veces más ideológica y perversamente estratégica que útil, conveniente y necesaria, y dirigida a fomentar una derrotista “indefensión aprendida”-, su sometimiento a una maraña creciente de protocolos, el ahogamiento y sutil represión de la autenticidad humana, todo esto forma parte también de una misma estrategia, desarrollada con paciencia y con la vista puesta en el largo plazo. ¿Qué diremos el día en que se plantee en serio la ectogénesis de los fetos humanos, liberando así a las mujeres de la carga del embarazo y el parto? ¿Estamos realmente seguros de que ese día nunca llegará? La batalla liberal a favor de la maternidad subrogada -vientres de alquiler- sólo es un primer paso en una agenda de mucho más recorrido. Quedarse embarazada es de mujeres pobres. El útero artificial constituye el verdadero objetivo no ya a largo, sino a medio plazo.

Claramente, la contraposición planteada por Huxley entre la Utopía del “condicionamiento neopavloviano” de Mustafá Mond (el mundo sin seres humanos genuinos, pero también sin conflicto ni dolor) y la Reserva de John el Salvaje (el mundo de la cultura tradicional humana, con su mezcla de belleza y problematicidad) es la que estamos afrontando ya en el momento presente, y se intensificará aún más en un próximo futuro. La élite globalista quiere imponer a toda costa lo primero, y una alianza heterogénea de elementos (religiosos, sociales, políticos, culturales) se resiste a lo segundo (por ejemplo, a la proyectada desaparición del dinero físico, sustituido por un “dinero digital” que permitiría un control casi absoluto sobre la población). Sin embargo, una comprensión más completa y profunda del singularísimo momento histórico que actualmente atraviesa el mundo exige añadir herramientas conceptuales más variadas, más sofisticadas.

Se trata de unas consideraciones de las que nos ocuparemos en la tercera y ulteriores entregas del presente ensayo, como siempre dentro de las páginas de El Manifiesto.

 

 

 

 

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