¿Camina el mundo hacia el abismo? (IV)

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El académico norteamericano Joseph Tainter viene elaborando desde hace tiempo valiosas reflexiones sobre el “colapso de las sociedades complejas”, analizando justamente el caso de la decadencia del Imperio Romano. Durante sus últimos siglos de existencia, algunos emperadores intentaron frenar el proceso de decadencia a través de medidas acertadas y enérgicas; pero, cuando esas “inyecciones de orden” –observa Tainter– resultan más costosas en términos energéticos que el beneficio obtenido por el sistema que las recibe, es más inteligente renunciar a mantener cohesionado ese sistema como unidad global y permitir su disgregación en entes o partes menos complejos, que exigen una menor cantidad de orden cohesivo para subsistir. Al final, el Imperio Romano se descompuso y nacieron los reinos bárbaros, gérmenes de la Europa medieval, en la que el mito de la universalidad perdida renació a través del Sacro Imperio Romano Germánico y la idea del Emperador. Un teórico occidental de la geopolítica como Brzezinski no cree en esa aportación extra y continua de orden, en cuya posibilidad sí quería creer Toynbee, sino que confía en poder elaborar formas cada vez más refinadas y eficientes de la dominación anglo–sionista norteamericana sobre el mundo (de ahí el proyecto del Nuevo Orden Mundial). Y ello comporta necesariamente la consecuencia del choque de civilizaciones, en la medida en que existen otras civilizaciones –la islámica, la ruso-eslava, la china, la hindú– que no están dispuestas a aceptar tal statu quo y disponen ya de recursos suficientes para oponerse.

En la visión cíclica del tiempo propia de la India, el final de cada ciclo del universo viene marcado por una Edad Oscura, el Kali Yuga, en la que se alcanza un máximo de entropía, un mínimo de espiritualidad, un máximo del predominio del aspecto materialista de la civilización. Entonces, llegado a su nadir, al punto más bajo de involución, se produce una catástrofe análoga a la conflagración universal de la que hablaban los estoicos, también adscritos a una concepción cíclica del tiempo. No pocos gnósticos occidentales de nuestra época comparten esa misma filosofía, que en nuestro tiempo encuentra su origen en la visión de René Guènon, gran teórico de la decadencia espiritual de Occidente y de la necesidad del retorno –tras una gran crisis purificadora– a las fuentes inmemoriales de la Tradición, todavía viva, por ejemplo, en las cofradías esotéricas islámicas de El Cairo anterior a la Segunda Guerra Mundial al que voluntariamente él se exilió.

En el momento en el que escribimos las presentes líneas –1 de abril de 2024–, hace pocos días que se ha producido el atentado terrorista del Crocus City Hall en Moscú, que necesariamente debe ser puesto en el contexto de la guerra en curso de la OTAN contra Rusia por mediación de Ucrania. Occidente provoca a Rusia para que ésta responda de manera contundente, se desencadene un conflicto a gran escala del que los medios mainstream de Europa y Estados Unidos puedan culpar a Rusia ante la opinión pública, los países occidentales puedan justificar la implantación en sus territorios de formas de gobierno cada vez más autoritarias bajo el régimen de excepción de la ley marcial, la élite globalista occidental pueda encubrir sus crímenes bajo la confusión y el caos que generaría una situación de guerra y, en fin, Estados Unidos pueda por fin lanzarse a un ataque directo contra las alianza ruso–china que amenaza su hegemonía. La élite occidental que está planeando todo lo anterior cree ser capaz de controlar el proceso que se apresta a poner en marcha; pero las múltiples equivocaciones que ha cometido en el pasado (sin ir más lejos, existía en 2022 entre los globalistas una creencia compartida de que la economía rusa se colapsaría como resultado del esfuerzo bélico en Ucrania, lo cual no ha sucedido) nos hace pensar que, más allá de los Informes de la Fundación Rockefeller, de la CIA o de la Rand Corporation, proveedora de análisis geoestratégicos para el Pentágono, en realidad controlar y prever el futuro es mucho más difícil de lo que parece, por muchos supercomputadores y modelos de simulación con los que se cuente. El Efecto Mariposa y los Cisnes Negros demuestran una vez más la impotencia del Demonio de Laplace.

El autor de estas líneas no dispone de una bola de cristal para saber por anticipado lo que va a suceder en el futuro. Sin embargo, un sobrio análisis de la situación del mundo en la primavera de 2024 no invita al optimismo. Decir que estamos en los prolegómenos de una III Guerra Mundial ya no es ninguna afirmación exagerada o imprudente, sino el resultado de un análisis objetivo. Occidente no muestra la más mínima intención de solucionar la guerra de Ucrania mediante una negociación, ya que “Rusia debe ser vencida”, es decir, sojuzgada militarmente por la OTAN, y Vladimir Putin, derrocado. No sabemos cuándo llegará el punto de no retorno, el evento decisivo –tal vez un cisne negro, tal vez otro atentado terrorista de falsa bandera– que desencadene las hostilidades a gran escala: unas hostilidades que serían terribles en términos de costes económicos y humanos, pero en las que el bloque OTAN sí cree poder derrotar a Rusia (todo ello bajo la incógnita de una posible guerra nuclear cuyo riesgo hoy ningún dirigente occidental parece tomarse en serio: como si fuese algo anacrónico, asociado exclusivamente a la época de la Guerra Fría). Una guerra contra Rusia a gran escala, además, permitiría ajustar cuentas sobre conflictos de intereses particulares, como quiere hacer el arrogante Macron, furioso por la injerencia rusa en el Sahel, territorio africano que el discreto neocolonialismo francés –al que ya nos hemos referido páginas atrás– depreda a discreción. Como decimos, no sabemos cómo ni cuándo se producirá el momento en el que se precipiten los acontecimientos, los cuales, por desgracia, parece que en algún punto se tendrán, en efecto, que precipitar. ¿Quién puede creer hoy que el conflicto de Ucrania tendrá una salida negociada, después de haber confesado Ángela Merkel que ni Estados Unidos ni Francia ni Alemania tuvieron nunca intención de cumplir los Acuerdos de Minsk firmados con Putin, los cuales sólo perseguían ganar tiempo para armar a Ucrania hasta los dientes y prepararla para una futura guerra contra Rusia?

Por otra parte, y si atendemos al mundo de los profetas y videntes que han hecho predicciones para nuestra época, tenemos que una gran cantidad de ellos anuncian para nuestros días una gran convulsión a escala planetaria. Joaquín de Fiore, Hildegarda von Bingen, Juan de Jerusalén, Anna Catalina Emmerich, Edgar Cayce, Jeanne Dixon, Benjamín Solari Parravicini, entre otros muchos: todos ellos avisan no sólo de algo muy parecido a lo que llamamos una “III Guerra Mundial”, sino, además, de un cataclismo cósmico posterior, de escala inimaginable (tal vez la caída sobre la Tierra de un asteroide o meteorito, o terremotos devastadores en Japón o en la falla de San Andrés, o una tormenta solar de efectos apocalípticos para una civilización tan tecnológica como la actual). En lo cual concuerdan con el propio Evangelio (Mateo 24, versículos 21, 22 y 29), donde Jesús anuncia una “Gran Tribulación” tras la cual “el Sol y la Luna se oscurecerán y las estrellas caerán del cielo”, signifique esto lo que signifique (¿una devastadora lluvia de meteoritos masivos?). Sin necesidad de adoptar en el presente ensayo –no lo hacemos expresamente, si bien tal visión late de manera subyacente– el enfoque religioso cristiano que habla de un “fin de los tiempos” previo al genuino “fin del mundo”, antesala del “Reino de Dios”, una vez más la inconsciencia con la que los países de la OTAN parecen afrontar la guerra de Ucrania nos conduce a los más funestos presagios. En cuanto a un meteorito apocalíptico, un “evento de extinción”, sabemos que, estadísticamente, un suceso así ocurre cada cierto número de millones de años. No existe una mayor probabilidad de que eso suceda, digamos, en los próximos diez años –de aquí a 2034– que en cualquier otro momento, y desde luego no parece que, desde una perspectiva racional pero ajena a lo religioso, lo que suceda en la Tierra pueda influir de manera alguna en el advenimiento efectivo de tal eventualidad (pensar otra cosa trastornaría todas nuestras nociones aceptadas de causalidad, que, sin embargo, seguramente convendría revisar en una época de sincronicidades junguianas y paradójica sabiduría cuántica). De manera que este tema queda, de momento, fiado al libre juego de lo meramente posible y de la especulación.

A día de hoy, en la primavera de 2024, lo único claro es que nos aproximamos a un momento histórico extraordinariamente peligroso. La guerra de Ucrania, la guerra de Gaza, el enfrentamiento entre Israel e Irán, el peligro latente de un ataque chino sobre Taiwán. Y, más allá de eso, la posibilidad cierta de un crash financiero que, entre nosotros ,el catedrático de Historia Económica Santiago Niño Becerra considera como seguro, dado que, desde la crisis de 2008, el sistema financiero internacional sobrevive con “respiración asistida”. Ciertamente, ese crash o colapso tantas veces anunciado desde la caída de Lehman Brothers aún no se ha producido, y algunos se preguntan legítimamente si alguna vez se producirá. La capacidad de autorreciclaje económico de Occidente, de encontrar nuevo combustible financiero –como el hidrógeno que una estrella convierte en helio, hasta que aquél se acaba y ya no se puede evitar una próxima implosión– esa habilidad de Occidente para prolongar unos años más su supervivencia, para aplazar una vez más un desplome que parecía inminente, puede calificarse hoy en día ya de proverbial. Desde 1971 vivimos en el mundo del dinero fiduciario o fiat, del dólar desligado del Patrón-Oro. Lo que Alain de Benoist ha llamado el “turbocapitalismo” de Occidente está basado en la creación del dinero a partir de la nada, en el endeudamiento y en el crédito, hasta tal punto que actualmente la deuda pública y la privada han alcanzado tales niveles, que resultan imposibles de pagar. Por otra parte, la deuda es necesaria para la producción del dinero, dado que el momento en que se contrae una deuda con un banco es también el momento de la creación del dinero prestado: pues, en efecto, ese dinero no existía en ningún sitio antes de ser prestado. Naturalmente, este sistema se basa en estimular el consumo a través de la publicidad, de crear ese universo de sueños y necesidades ficticias que tan bien ha representado, en el mundo de las series, el personaje de Don Draper en Mad Men. Consumismo desaforado, aumento desbocado del crédito, medios de pago electrónicos (como saben los psicólogos, el gasto del dinero en efectivo es mucho más prudente y conservador), Estados también cada vez más endeudados. La creación mágica del dinero por parte del Banco Central Europeo y la Reserva Federal hacen confiar en que siempre será posible un nuevo reciclaje monetario, una nueva ronda de financiación, una nueva vuelta de tuerca al ilusionismo de la prestidigitación financiera. Sin embargo, economistas como Niño Becerra avisan de que el tic tac de las leyes económicas corre de manera inexorable. De que llegará un momento, en medio de esa fiesta de inconciencia en la que llevamos décadas viviendo –un nuevo crédito para irnos de vacaciones, un nuevo dispendio de dinero público fiado a la impresora infinita del BCE–, la orquesta de los magos y aprendices de brujo de la economía dejará abruptamente de tocar.

Hubo un tiempo en el que incluso convertimos a Mario Draghi en nuestro gran héroe europeo, cuando dijo aquello de que, para salvar el euro, el Banco Central Europeo haría lo que hiciese falta, whatever it takes. Por un instante, pareció que realmente había alguien al timón de una nave en la que, en realidad, no existe timón alguno, pero sí una nutrida marinería de burócratas bruselenses, cada uno aplicado a su negociado en su confortable covachuela. Tal vez no pudiésemos confiar demasiado en Bruselas, pero sí en Frankfurt. Los países más prudentes, como Rusia, reducían mientras tanto a un mínimo su deuda pública, conscientes de que el endeudamiento significa pérdida de autonomía y de independencia. Mientras tanto, las grandes familias financieras europeas –los Rothschild, los Warburg, los Agnelli– vigilan atentamente desde el Banco de Pagos Internacionales de Basilea. El mantenimiento del sistema de dominación anglo–sionista es una tarea compleja y exige un delicado juego de equilibrios. No se puede permitir que haya actores económicos y geopolíticos que pretendan ir por libre. De ahí al Delenda est Rusia sólo media un paso.

La magia financiera dominada desde hace dos siglos por la familia Rothschild contrasta fuertemente con la ignorancia supina de la población sobre la naturaleza de la savia que nutre la totalidad del sistema económico. Por supuesto, todos creemos saber lo que es el dinero: esos papelitos tan codiciados que salen por el dispensador del cajero de nuestro banco. Sin embargo, lo realmente decisivo es lo que hay detrás de ese trozo de papel, aquello que lo respalda. Pongamos un ejemplo: una universidad permisiva y complaciente puede expedirme, tras los correspondientes cursos aprobados, el título de ingeniero; pero, si detrás de ese título no existe una formación rigurosa y sólida, el puente que construya tal ingeniero no será muy de fiar. La misma universidad puede conceder a otra persona un título de maestro de análogo valor. Gracias a él tal vez me contraten en una escuela; pero a tal tipo de maestro no le confiaría la formación de mi hijo. El título en sí no vale nada. Lo que vale es la capacidad y competencia reales que lo respaldan.

Y aún otro ejemplo, relacionado con el mundo del lenguaje. El idioma que hablamos no tiene valor porque lo valide oficialmente una autoridad central (nuestra Real Academia de la Lengua, análoga a los Bancos Centrales en el ámbito monetario), sino por la continua validación informal y descentralizada que realizan todos los hablantes mediante su uso cotidiano. Si las palabras se mantienen, y si algunos neologismos se van incorporando al caudal lingüístico, se debe a que su uso las sanciona como legítimas y válidas. Para que ello ocurra, debe haber una relación suficiente de correspondencia con la realidad (es decir, con la cosa designada por la palabra), por lo que quedan descartadas las arbitrariedades estrafalarias; y, a la vez, las palabras reciben algo así como un vigor estructural del propio interior de las personas que las emiten (de ahí proviene, por ejemplo, la solidez, mayor o menor, de una promesa). Ahora bien: en la sociedad posmoderna contemporánea, que sigue los principios filosóficos de la antigua sofística griega, hemos asistido precisamente a una crisis de la relación entre palabras y realidad: recordemos el “caso Sokal”, o la ya lejana pero aún relevante polémica entre Umberto Eco y Richard Rorty sobre los límites de la interpretación. Pues bien: en el ámbito financiero ha sucedido un fenómeno análogo. También aquí ha tenido lugar un desligamiento entre la riqueza económica efectiva existente en el mundo y la cantidad de dinero circulante, gran parte del cual consiste en un mero apunte contable dentro de un ordenador y ha sido “creada de la nada”. Mientras tanto, y como esa creación del dinero dentro del sistema vigente exige la paralela creación de deuda, ésta ha crecido y crece de una manera incontrolada. Según explican reputados economistas como Niño Becerra, está situación no es sostenible ad infinitum y, antes o después, desembocará en un crash financiero global, en el derrumbamiento de un castillo de naipes que se sostenía en un algo absolutamente delicuescente que se parecía mucho a la nada. Los alambicados y casi incomprensibles instrumentos financieros creados en la década de 1990, y que condujeron a la crisis de 2008, son el ejemplo más conocido de tales entelequias del capitalismo de casino, donde el dinero aspira a generarse a sí mismo y las inversiones en la economía real se convierten en algo vulgar, trasnochado, frente a la economía cátara de los puros que saben que el dinero es una ilusión, un hechizo, el resultado de una hipnosis colectiva. El secreto mejor guardado de los Rothschild, dinastía sacerdotal del capitalismo anglo–sionista que piensa que el mundo necesita un dueño, un ilusionista, un hipnotizador.

Vivimos hoy en una época en la que numerosas teorías de la conspiración se hallan en trance de convertirse en puras y simples conspiraciones: recordemos que el mismo término conspiracy theory fue creado en la década de 1960 por la CIA para desacreditar y ridiculizar a quienes insistían en la tesis –hoy cada vez más aceptada y en trance de alcanzar el status de tópico mainstream– de que Kennedy fue asesinado por orden del Deep State norteamericano, es decir, de un poder anglo–sionista internacional que no puede permitir que ningún presidente de los Estados Unidos discuta el sistema de dominio global que ejerce el consorcio de los bancos privados estadounidenses a través de la Reserva Federal. Vivimos hoy en una época en la que están en trance de abrirse los sellos que guardaban hasta ahora los más arcanos secretos. A este respecto, por cierto, resulta sumamente intrigante que el final de la lista de ciento once lemas latinos contenidos en las profecías de San Malaquías coincida precisamente con un momento histórico tan excepcional como el que actualmente atravesamos. En ella, Juan XXIII es Pastor et nauta; Pablo VI, Flos florum; Juan Pablo I, De medietate Lunae; Juan Pablo II, De labore Solis; Benedicto XVI, De gloria olivae. En cuanto al último lema de la lista, Petrus Romanus, existe en los círculos tradicionalistas católicos división de opiniones acerca de su asignación a Jorge Bergoglio, el Papa Francisco, al que en tales ámbitos no pocos consideran un papa ilegítimo y falso, casi un antipapa. Y ponemos en cursiva su nombre porque éste, en su misma formulación, esconde tal vez, cifrada, la problemática espiritual de nuestro tiempo. En efecto, su predecesor, Joseph Ratzinger, al elegir para su pontificado el nombre de Benedicto XVI, se situaba dentro de la tradición benedictina, en consonancia con la espiritualidad personal de este papa alemán. Sin embargo, el papa Bergoglio, al elegir el nombre de Francisco, no usado por ningún pontífice anterior, y además sin número ordinal, expresaba, bajo el pretexto de una máxima humildad, una secreta voluntad de ruptura que luego ha ido manifestándose durante su pontificado. Las decisiones pastorales del papa argentino expresan el propósito de fundar una especie de cristianismo de nuevo cuño y están llevando a la Iglesia Católica a una situación límite, peor incluso que en los tiempos más convulsos del Posconcilio tras el Vaticano II; la tentativa de aprobar una bendición eclesial de las parejas homosexuales –primer paso hacia un proyectado matrimonio gay eclesiástico– sólo es el último capítulo –por ahora– dentro de una larga serie de polémicas y desencuentros. Y resulta en extremo llamativo que el final de la serie de papas en las profecías de San Malaquías coincida con un momento histórico como el que hoy estamos viviendo. Es como si tuviera que cumplirse en nuestro tiempo aquel pasaje evangélico de Lucas 18: 8 en el que Jesús se pregunta si, cuando venga el Hijo del Hombre, encontrará todavía fe sobre la tierra. En lo que antaño fue la cristiandad, la fe cristiana atraviesa hoy un nivel más bajo que nunca. Se ha desplomado el número de bautismos y bodas religiosas. Las vocaciones al sacerdocio se encuentran bajo mínimos y los obispos deben acudir a la importación de sacerdotes africanos o hispanoamericanos para cubrir unas parroquias de cada vez más escasa afluencia. Juan Pablo II intentó detener la hemorragia y Benedicto XVI sólo consiguió retrasar unos años más un proceso inevitable. La dinámica radicalmente secularizadora de la cultura occidental contemporánea, que ha convertido en bares y peluquerías las antiguas iglesias de Ámsterdam, actúa como un poderoso disolvente para toda creencia religiosa, y muy señaladamente para la fe cristiana. Las iglesias protestantes degeneraron hace décadas en asociaciones culturales y ONGs; de la mano del Papa Francisco y cumpliendo de manera póstuma los deseos de Hans Küng, la Iglesia Católica emprende hoy el mismo camino (aunque no sin contradicciones: por un lado casi se prohíbe la misa tridentina en latín fomentada por Benedicto XVI, mientras que por otro lado Doctrina de la Fe publica un documento como Dignitas Infinita, que enfurece a los extremadamente progresistas obispos alemanes y al colectivo trans) . Parece obvio que una gran crisis de la civilización occidental, como la que se está produciendo en nuestra época, debe ir acompañada por una crisis paralela dentro de la Iglesia, vinculada causalmente con aquélla. Porque, en efecto, ¿acaso se podría desplegar el plan masónico y anglo–sionista de dominio sobre el mundo (Nuevo Orden Mundial, Gobierno Mundial) sin una previa descristianización masiva de Occidente? Por supuesto que no: se precisa una anuencia de las masas, una conversión del creyente en hombre–masa orteguiano y en maleable individuo posmoderno, un obsequioso acatamiento de los gobiernos nacionales dimitidos de todo orgullo patriótico, rendidos hoy al nuevo Leviatán tecnológico. El increíble papado que está llevando a cabo el Papa Francisco casa bien con la naturaleza alucinatoria de los tiempos que vivimos.

Según el célebre dictum atribuido a André Malraux y hoy bastante olvidado, “el siglo XXI será religioso o no será”. La sentencia parece de fácil exégesis: si el siglo XX ha sido devastado por el conflicto entre ideologías que son realmente religiones seculares, formas secularizadas de la religión (cientifismo, progresismo –religión del progreso–, nacionalismo, comunismo, fascismo), entonces sólo un retorno al centro perdido, a la fuente unificadora, puede resolver las contradicciones entre los ciegos actores de la Historia, que luchan entre sí con un denuedo trágico y estéril, como hacen todos los elementos del mundo en la noción schopenhaueriana de la voluntad de vivir. En su momento, la figura de Teilhard de Chardin significó una esperanza para gentes como Pauwels y Bergier, autores del célebre El retorno de los brujos. Más adelante, ya en la década de 1990, algunos filósofos posmodernos, ahítos de desencanto, comprendieron la necesidad de volver a interesarse por el horizonte religioso, bien que fuera bajo una forma desmitologizada y despojada de dogmas. Ahí está el caso de Gianni Vattimo. Mientras tanto, Umberto Eco y el cultísimo cardenal Carlo María Martini dialogaban educadamente a través de diversos escritos, como debatirían poco después Jürgen Habermas y el ya papa Ratzinger. Sin embargo, se trató más bien de fenómenos aislados, paralelos a un creciente eclipse de la fe en las sociedades occidentales. A la altura de la primavera de 2024, momento en el que se redactan las presentes líneas, la fe parece estar alcanzando su punto más bajo (“Cuando vuelva el Hijo del Hombre…”). Las élites globalistas, utilizando instrumentos como la niña sueca Greta Thunberg, intentan imponer a unas masas manipuladas e ignorantes la nueva religión del cambio climático. Yuval Harari, con su religión transhumanista, seduce a las alucinadas minorías californianas de Silicon Valley. En África, la fe cristiana vive un momento pujante y se especula con la posibilidad de un futuro Papa africano. El panorama resulta confuso y en gran medida desalentador. Con el Papa Bergoglio, la Plaza de San Pedro está cada vez más vacía de fieles y la Iglesia Católica ha alcanzado su punto de máxima irrelevancia en el espacio público. Las apariciones marianas de Garabandal (1961–1965) anuncian para el mundo próximos acontecimientos (un aviso, un milagro, un castigo) de naturaleza inaudita y difícil interpretación. Mientras tanto, tal vez entramos realmente en esa Era de Acuario donde veremos y entenderemos muchas cosas que hasta ahora habían estado ocultas y veladas. El éxito internacional de un libro como Dios, la ciencia, las pruebas, de los franceses Michel–Yves Bolloré y Olivier Bonnassies, puede ser un signo de los tiempos: la ciencia contemporánea apunta claramente a la existencia de una Superinteligencia cósmica que ha creado el universo y lo ha ordenado de una manera precisa y artística (principio antrópico), a la vez que tal vez –sólo tal vez– actúa en él de una manera paradójica e incomprensible (la danza del sol en Fátima, presenciada también por numerosos testigos escépticos y ateos aquel 13 de octubre de 1917). Mientras tanto, resulta revelador el éxito entre los jóvenes occidentales más inteligentes e inquietos de un mitólogo como Joseph Campbell, signo de la necesidad de reencontrarse con lo religioso también por las vías del símbolo, el mito y la historia de las religiones.

 

 

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