Plebe rica y plebe pobre

Olvidemos el engaño igualitario y su aplanamiento por abajo. Reivindiquemos con todo vigor al pueblo —pero también a las élites. Pronunciemos sin sonrojo la palabra maldita: elitismo.

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Se habla cada vez más de esta pareja mal avenida: las élites y la buena gente. O, dicho con otras palabras, de la buena gente… y las malvadas élites.
 
Malas —calamitosas—, claro que lo son nuestras élites, esta Nueva Clase mundialista, desarraigada, compuesta de tecnócratas y oligarcas que ejercen por doquier su dominio. Es sobre ellos sobre quienes pesa, ante todo, la responsabilidad por el hundimiento de nuestros principios y valores, por la reducción del mundo a un montón de objetos, dinero y diversiones, por la reducción de nuestros pueblos a un conjunto de átomos tan gregarios como individuales.
 
El problema es que nuestra élites son cualquier cosa… menos élites. Lo calamitoso, en efecto, es exactamente lo opuesto de lo mejor. Quienes han substituido a nuestros antiguos aristoi (“los mejores”, en griego) no son ni los más excelentes ni los más grandes. Pequeños cual enanos, desprovistos del menor sentido de grandeza, se complacen chapoteando en lo bajo y rastrero.
 
También en lo hipócrita, pues a la vez que usurpan el sitio de los mejores, fingen no ocuparlo. Pretenden que nada es, en sí, superior o inferior. La tabla rasa de la igualdad es su lema, al igual que el elitismo es el pecado capital de la bienpensancia que los bienpensantes expanden.
 
¿Y el pueblo, en todo ello? El pueblo desapareció, se esfumó. “Ya no hay clase alta ni pueblo —dice Nicolás Gómez Dávila en uno de sus aforismos—; sólo hay plebe alta y plebe baja.” ¿Qué ocurre, pues, con la plebe pobre y baja? ¿Qué ocurre con el pueblo, o con lo que de él?… ¡Oh, el pueblo!… El pueblo deja que le den. Incluso se complace en ello. O se complacía, mejor dicho, cuando iba recogiendo las migajas del gran festín en que parecía haberse convertido el mundo. Pero la fiesta se ha acabado. A base de llevar su codicia más allá de todos los límites, la Nueva Clase ha terminado matando la gallina de los huevos de oro: el reino de jauja gracias al cual hacía creer a todos que todo iba de lo mejor en el mejor de los mundos.
 
Ahora bien, para que pueda establecerse semejante consenso entre “la plebe rica y la plebe pobre”, también ha tenido que cambiar radicalmente la trama social de esta última. Ha hecho falta que, prestando oídos al llamamiento igualitario lanzado no sólo por la plebe alta: soplando a través del aire mismo del tiempo, una fracción sustancial de las clases populares —fracción hoy mayoritaria: las clases medias— se pusiera a escalar denodadamente con ánimo de alcanzar la cumbre.
 
El llamamiento igualitario era por supuesto un engaño. Ni los de abajo (salvo excepciones individuales) han llegado a cumbre alguna, ni llegarán jamás. En los planos económico y social, quiero decir. Porque en el plano de la ideas, ahí sí; ahí es donde ambas plebes se encuentran y abrazan. Ahí es donde una misma visión del mundo llena con su vacío tanto a la plebe rica como a la pobre: a la fracción intelectual de esta última, sobre todo, a esa franja que, amontonada en lo que Éric Zemmour llama “las Ciudades Mundo”,[1] se halla compuesta por una multitud de profesionales, prestatarios de servicios, enseñantes, universitarios, periodistas… Poderosos o insignificantes, son ellos quienes soplan en el gran molino de viento en el que va machacándose el aire vacío del tiempo.
 
Al desvanecerse el pueblo, ¿ha pasado éste al otro lado de la barrera? No, pues quienes agitan y machacan el aire vacío del tiempo sólo son una franja —inmensa, es cierto— de las antiguas clases populares. Quedan todos los demás, quedan todas las buenas gentes que, casi siempre mudas, son los únicos que han conservado en el fondo de su corazón el sentido de cosas tales como la patria, la familia, lo sagrado, el comedimiento, la honestidad… —“la decencia común”, decía Orwell.
 
Son nuestra esperanza. Sin ellos nunca nada cambiará. Y ahí están, empezando a moverse, a romper el silencio, a sublevarse contra el infinito desprecio con el que las falsas élites los han aplastado. Pero no nos engañemos: si se mueven, es porque otros —un embrión de auténticas élites— han empezado a indicarles el camino.
 
Olvidemos el engaño igualitario y su aplanamiento por abajo. Reivindiquemos con todo vigor al pueblo —pero también a las élites. Pronunciemos sin sonrojo, con orgullo, la palabra maldita: elitismo. Entregado a sí mismo, el pueblo se convierte en la masa estúpida y amorfa que conocemos. Necesita élites —pero verdaderas. Se necesita esa “aristocracia del espíritu” que un Dominique Venner ansiaba con toda su alma. Sin ella, sin los mejores, sin su entrega y acción y un Dominique Venner algo sabía de lo que significa la entrega, nada jamás se podrá lograr.


[1] Éric Zemmour, Le suicide français, Paris, 2014. Libro que es mucho más que un libro: todo un fenómeno de sociedad. Con 15.000 ejemplares vendidos diariamente desde que salió a la calle hace unas semanas, se está despertando en torno a él un auténtico clamor popular. Es tanto más importante este clamor cuanto que las 500 páginas de este detenido análisis histórico (desde la Francia de De Gaulle hasta hoy), constituyen uno de los más decididos ataques contra los valores feminizantes, apátridas —nihilistas, en suma— que conducen a lo que el autor denomina “el suicidio” de nuestras sociedades. Huelga decir que este iconoclasta pensador, a la par que mordaz polemista, está recibiendo (pese a que sus orígenes judíos dificultan que se le efectúe la habitual reductio ad Hitlerum) una desaforada ola de ataques e injurias por parte de los medios de comunicación oficiales. Por primera vez desde hace muchos años; por primera vez, como mínimo, desde mayo de 1968, los mandarines bienpensantes sienten temblar la tierra bajo sus pies. No sólo por este libro: por toda la gran cantidad de libros, iniciativas y autores parecidos que, desde hace unos cuantos años, se están desplegando… al otro lado tan sólo (ni siquiera hay que precisarlo) de los Pirineos.

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