Sandro Botticelli, retrato de Simonetta Vespucci

El deber de lo bello

Es la indudable atracción, la belleza de la mujer lo que lleva al hombre a enredarse en los combates de la eterna guerra de los sexos, nunca acabada, nunca ganada.

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Hay quien ha definido a la mujer como una esfinge sin misterio, sin enigma, cuya fascinación se encierra en la apariencia. Con misterio o sin él, es su indudable atracción, la belleza, lo que lleva al hombre a enredarse en los combates de la eterna guerra de los sexos, nunca acabada, nunca ganada, repleta de batallas de desgaste, de algunos golpes de mano triunfales y de muchos meses y años de trincheras, alambradas y bombardeos constantes, monotonogámicos, embrutecedores. Tanto derroche y empacho de endecasílabos, tantos flamígeros y sublimados madrigales para acabar siempre en yerto y agrio Campo de Agramante: Dulcinea siempre es Aldonza y no viceversa. Tal es la fuerza y la seducción de una simple, imaginaria e irrealizable promesse de bonheur [promesa de felicidad], como escribiría el divino Stendhal. La amada es una pantalla en la que el enamorado proyecta sus sueños, ese es el quijotesco malentendido esencial en toda la lidia amorosa, donde se mezclan los impulsos del animal con las fantasías del espíritu: el centauro en demanda de su Palas.

Para el otro bando —el de las esfinges—, que es el que posee la superioridad estratégica y el designio más práctico, esta guerra se resolvía en un objetivo prosaico y vinculante, pero muy necesario para la sociedad: la familia, la casa, la polis, el mercado. Aquello de fueron felices y comieron perdices culmina todas las narrativas de Occidente y reviste de ilusión la inexorable necesidad de reproducir el cuerpo social, de dar continuidad a algo que es mucho más importante que la vana e imposible felicidad de los individuos. O, al menos, esto así había sido hasta que algunos miembros de las altas castas decidieron cambiar las reglas del juego y pervertir las inclinaciones naturales del ganado humano con la difusión de un veneno que ejerce de disolvente de sociedades y civilizaciones: la búsqueda de una imposible abolición de la realidad para que hasta las más delirantes fantasías, casi todas puramente corpóreas y eróticas, se hagan reales, cosa que, por supuesto, no se puede dar, pero que consigue que las esfinges dejen de pensar en su objetivo esencial y lo sustituyan por un fantasma que sólo les produce neurosis a ellas y grandes ganancias a quienes lo invocan. Y cuando uno de los bandos —el más fuerte— se trastorna, el otro queda desorientado, el sutil equilibrio se rompe. De esto, fundamentalmente, trata El deber de lo bello, la reciente novela de Javier R. Portella.

Desde el siglo pasado sabíamos que el absurdo era la nota esencial de la existencia, pero es en esta centuria cuando ha pasado de ser una simple referencia intelectual o histórica para convertirse en vida cotidiana, en el escenario habitual de una existencia cada vez más fea, más puritana, más histérica y más imbécil, producto importado de América pero con raíces europeas, especialmente anglosajonas.

De tales cosas trata 'El deber de lo bello', la reciente novela de Javier R. Portella.

El protagonista de la novela, Héctor, se ve avasallado (y de qué manera) por las pestes de nuestro tiempo: la corrección política, la superstición del género y el feminismo delirante. Héctor es el hombre fulminado, cuya verdadera vida amorosa fue aniquilada por Cristina, su antigua pareja, y que busca en aventuras extraordinarias el sentido a una existencia que se mueve en un campo de sombras donde él anhela la luz, pero tiene la manía de buscarla dentro de todos los túneles. Su epifanía erótica viene de la mano de Angélica, un prototipo del ideal femenino de nuestro tiempo, liberada pero seductora, cuyo nombre le viene que ni pintado si tenemos en cuenta que también los demonios son ángeles. La fantasía se hace realidad para Héctor, pero sólo le trae goces leves y cenizas constantes. Herido por la belleza e irremediablemente adicto a sus cuitas, nuestro Werther postmoderno se enreda en una madeja de laberintos sensuales que lo atormentan. Lo cual llegará al extremo cuando se tope con una sofisticadísima esfinge, Margot, con resonancias de Fausto y de Bulgákov, que le conducirá a su inevitable noche de Walpurgis.

Todo ello contado con humor y con un tono más francés que español, pues no es cosa castiza el describir con elegancia los extravíos de la carne, el desatar con cuidado tan tiernos lazos. Portella traza un humorístico pero hondo retrato de una sociedad vacía y ahíta, satisfecha hasta la estupidez, que nos traslada desde las aulas del patético instituto Santiago Carrillo o desde una sórdida covachuela del ministerio de Igualdad hasta las mansiones de la oligarquía europea; Héctor recorre todos los círculos del infierno amoroso de nuestro tiempo, de este desenfrenado caos, de

Esta vulgaridad glorificada que sólo puede redimirse por el culto de la belleza

esta vulgaridad glorificada que sólo puede redimirse por el culto de la belleza, algo que su protagonista echa de menos a lo largo de la novela y que sólo refulge en contados momentos. Como eso que llaman “felicidad”.


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