EL DEBER DE LO BELLO. Amores y desamores en tiempos de Pandemia - Capítulo 4

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Unos tres meses después de haber empezado a ejercer mis nuevas funciones, doña Olga me envió uno de sus mensajes de voz diciéndome: Espero que pasado mañana estés libre, y, si no, te liberas, que te tengo montado un encuentro de alto nivel con una que, junto con la mexicana, se cuenta entre nuestras principales clientas. Pero ésta es de aquí; cuídala bien, guapetón, que me ha pedido que le dé el mejor de todos. Ni siquiera ha querido ver las fotos, de modo que la cita será totalmente a ciegas, que es lo que la pirra. Le vuelve loca la sorpresa, el morbo ante lo desconocido, esas cosas, ya sabes. Será en nuestros propios salones a las siete de la tarde, pero esta vez no te voy a acompañar. Zámpatela tú solito, que tu trabajo te dará, pero te lo pasarás de muerte, pues se trata de un pájaro de mucho, muchísimo cuidado. Basta decirte que tiene más aguante y vicio que la mexicana, tú y yo juntos. Ah, y algo más: es joven y está hecha una beldad. Ya ves cómo te mimo, ya ves. Es tan guapa que hasta deberías ser tú quien me pagase el servicio. ¡Ja, ja, ja! Ah, se me olvidaba. Correctamente vestido: nada de vaqueros agujereados como a algunas les gusta. Pero tampoco nada de traje y corbata: un ligero toque informal y ya está.

Vestido según las instrucciones recibidas, llegué unos minutos antes a la cita y esperé, intrigado, a que hiciera su aparición quien parecía el más singular personaje de la fauna que aquella profesión me estaba haciendo descubrir. Llegó con bastante retraso, atolondrada y disculpándose por ese retraso que lamento tan­to, no sabe cómo (y me llamaba de usted…, aquí uno ve de todo). El retraso se ha debido a un accidente que acabo de tener con el coche, nada grave, sin embargo, nada grave…, seguía diciendo hasta que fue a darme un beso.

Entonces palideció y enmudeció.

También yo me quedé mudo. Durante unos segundos que nos parecieron siglos, un silencio, duro como plomo, se nos quedó anudado en la garganta.

Todo lo que conseguí balbucear fue:

—¡No! ¡No es posible!

—¿Qué? ¿Tú… aquí? —remachó ella, olvidándose definitivamente del usted.

Nos encontrábamos en uno de los lujosos salones que la empresa pone a disposición de sus distinguidos clientes y clientas. Disparatadamente lujoso incluso, con una excesiva acumulación de mullidas alfombras persas, pesados cortinajes de terciopelo granate, esbeltas lámparas y floreros de cristal de Murano, contorneadas mesitas y cómodas Luis XV, completadas con un envolvente sofá Chester de cuero negro y un elegante tresillo isabelino tapizado de muaré rojo.

Y en medio de todo aquello, pasado el primer estupor, brotó de mi garganta un grito de fiera tras el cual abracé y besé a doña Marie-Margot Dartigues.

Y ella a mí.

No hubo palabras. Sólo jadeos y gruñidos de fieras, cada una de las cuales se abalanzaba sobre la otra como si llevara meses sin capturar presa alguna. Nos devoramos sin medida, sin freno ni paciencia para pasar siquiera a la alcoba cercana, lo cual hizo que la alfombra persa, el tresillo isabelino y el sofá Chester tuviesen que asumir las funciones del campo de pluma que hubiese debido acogernos de haber sido fieles a aquello de Góngora de que a batallas de amor campo de pluma.

Habíamos concluido el primero de nuestros envites cuando unos brazos envolvieron mis hombros y una voz cálida me susurró al oído: ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué, Héctor, por qué? ¿Por qué desapa­reciste de aquel modo? ¡Ay, Marie-Margot, Marie-Margot! Si supieras. Tengo tantas cosas que contarte. No sabes todo lo que me pasó cuando… Pasara lo que te pasara, no entiendo cómo pudiste desaparecer sin decirme nada, sin responder siquiera a mi mensaje. ¿Qué mensaje? (mentí). El que te envié, tan desesperada como estaba. ¡Te ju­ro que no me llegó nada! (solté un perjurio). ¿Por qué ese silencio después de aquella noche en que, apartándonos de los otros…? Olvidándonos de Angélica, de tu marido y del negro aquel… Te llevé a mi dormitorio… Y nos amamos tan juntos y tan solos… Sola es lo que me he quedado todo ese tiempo en que te he echado tanto, pero tanto de menos… Todo ese maldito tiempo de silencio… Ya hace casi dos años, imagínate… Parece como si hubiese sido ayer… Tantas veces como me he preguntado: ¿estará vivo, estará muerto?… ¿Estará contenta al menos con ese marido que…? ¿Estará feliz con Angélica, con quien había montado todo aquello (lo sabes, ¿no?) y de quien nunca más he vuelto a saber nada? ¡Oh, Angélica, Angélica! Lo que me hizo, y lo imbécil que yo fui. Ya te contaré, ya. Pero mi silencio aún fue más imbécil.

Y quedamos mirándonos, absortos el uno en el otro.

Mira —proseguí—, hablemos claro: no tengo excusa. Tuve, es cierto, una larga serie de desgracias que me fueron cayendo encima; pero no fue por eso por lo que me callé como un imbécil. Fue… porque lo que estaba era muerto de miedo, temblando de vergüenza ante la idea de que me vieras en la situación que era entonces la mía. Me habían echado del trabajo, no me llegaba el paro y me encontraba literalmente sin blanca.

No tienes —me interrumpió— nada que justificar. No te estoy haciendo ningún reproche; sólo te quería decir que después del milagro de habernos vuelto a encontrar hoy aquí, precisamente aquí, en este alucinante lugar, después de todo eso…

Después de todo eso hay que reconocer —la corté— que ya hemos perdido demasiado miserablemente el tiempo, de modo que para no perderlo más, la alcé en vilo y me la llevé a cuestas sin decirle ni adónde ni para qué, emprendiendo un recorrido en el que resultaba fascinante ver cómo aquel espléndido y obsceno animal de raza contrastaba con los elegantes salones por los que avanzábamos entre los sofás, estatuas, jarrones, lámparas y cuadros hasta alcanzar el campo de pluma que acogió, ahora sí, nuestras batallas.

El segundo asalto fue menos largo pero más feroz aún. Acababa yo de salir de las marismas buceando entre las cuales intentaba apresar su alma, cuando se cruzaron de pronto nuestras miradas. Fueron tan intensas, se nos fueron tan lejos nuestros ojos que no tuvimos necesidad de decirnos nada: estaba más que claro lo que ambos nos estábamos jugando. La vida misma, pensé.

Eran manifiestos los hilos que, engarzando nuestra carne, anudaban nuestra alma. Toda la cuestión era saber si aquellos hilos acabarían componiendo, o no, la compleja urdimbre de un tejido. Eran tantas las incertidumbres que planeaban sobre nosotros… Por segunda vez en nuestras vidas había sido fulgurante el incendio que se había alumbrado aquella noche. Pero de la noche había que pasar al día, y el día… El día y su blanca luz no se contentan con que la carne se funda con carne; no les basta con que encajen besos, impulsos, furores, olores, alientos. El día y su luz necesitan que encajen también las mil muescas de ese sutil trenzado de talantes, humores, gustos, afinidades que son dos vidas que se juntan, dos seres que se aúnan.

Si ello no se da, todo se acaba, como se había acabado con Angélica. ¿Se acabará un día… o no empezará siquiera con Marie-Margot? ¿Qué pasará con ella? ¿Qué ocurrirá, me preguntaba, con esa mujer tan deslumbrante como capaz de estar viviendo con alguien como el Director General de la Worldwide Action Marketing Spain, y todo lo que ello implica? ¿Cómo no va a estar marcada por lo que entre semejante gente se vive y se cuece? ¿Cómo puede alguien salir indemne de vivir, por ejemplo, entre cuadros como los que cuelgan en su casa? Todo ello sin olvidar que Madame Marie-Margot Dartigues no deja de ser, hasta que salga de estas cuatro paredes, mi muy distinguida señora clienta.

No eran nuevas aquellas preguntas. Me las había hecho tantas veces mientras pensaba en la mujer que, medio desnuda en la cama, se había quedado ahora adormilada a mi lado. Eran sobre todo aquellas preguntas las que me habían hecho callar como un muerto durante los dos años en que me había quedado sin ver sus ojos chispeantes de dulzuras y extravíos, sin oír el cascabeleo de su risa clara ni acariciar sus sedosos cabellos castaños, sin palpar las manzanas palpitantes de sus pechos ni aspirar el olor a almendras dulces de su piel.

Me estaba flagelando por todo ello cuando Marie-Margot, que había emergido del torpor de su duermevela, me preguntó directa y sin rodeos:

—¿Y con Angélica, qué?

—Supongo que ya sabes lo que pasó, ¿no? Todo se acabó, y de forma bien fea, la verdad. Angélica llegó a decirme cosas que… Pero no, dejémoslo, por favor. ¿Y tú qué sabes de ella, por cierto?

—Nunca supe nada más. Fue como si también a ella se la hubiese tragado la tierra. Sólo la volví a ver una vez, y en circunstancias más que excepcionales, el día del entierro, imagínate.

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