El deber de lo bello. Amores y desamores en tiempos de Pandemia - Capítulo 2

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Enlace con el Capítulo 1

Siempre me había dicho que aquello podría acabar pasando un día. Y al final pasó. Acerté, pero nunca me habría imaginado que pudiera ocurrir tan pronto y, aún menos, en tales circunstancias. Tan pronto: cuando Angelica y yo llevábamos tan sólo unos cuatro meses saliendo como pareja más o menos informal. Y en aquellas circunstancias: después de haber perpetrado, semanas después de lo ocurrido en casa de los franceses, uno de nuestros asaltos más grandes y desaforados.

No sé qué extrañas fuerzas se apoderaron de nosotros aquella noche en que Angélica y yo, tan juntos, nos fuimos tan lejos. Llegamos mucho más allá de todo lo que hasta entonces habíamos imaginado y osado mientras rompíamos diques y saltábamos barreras: buscándonos, perdiéndonos, hallándonos. Hallando todo lo que a un hombre y a una mujer les es dado hallar mientras con nuestra carne husmeábamos la tierra y con nuestras uñas arañábamos los cielos.

Arañábamos los cielos vacíos que intentábamos alcanzar como si tal cosa estuviese dada a los mortales. Fue bajando de aquellas cimas a las que habíamos ascendido, fue pisando de nuevo la tierra tibia pero insípida que no conoce ni sueños ni desenfrenos, cuando ocurrió lo que tanto había temido. Pero aquel día no; aquel día me esperaba cualquier cosa menos que, de repente, Angélica me soltara: ¡Oh, lo que hicimos, lo que hicimos! ¿Cómo pudimos llegar tan lejos, amor? Oye, ¿y si nos casáramos?, añadió como el que no quiere la cosa.

Me dejó mudo. Balbuceando frases entrecortadas, sólo acerté a recordarle que sabes muy bien que…; conoces de sobra la historia de esa mala pécora que…; no hace ni un año que salí de la cárcel donde…; ni siquiera estoy aún divor…

No me dejó acabar.

—Sí, claro, amor. Hasta que no tengas el divorcio no se puede hacer nada. Pero vivir juntos sí. Anda, vente a vivir aquí, en mi ático del barrio de Salamanca, tan grande, tan luminoso, y donde siempre estarás infinitamente mejor que en tu estudio de Tetuán, tan pequeño, tan incómodo. ¿No te hace ilusión, amor?

No, no me hacía ilusión.

¿Seré imbécil? Mira que hace falta ser idiota para que no me haga ilusión, me decía a mí mismo, cons­ciente de que lo que se me estaba ofreciendo era un braguetazo con todas las de la ley, un chollo que ni siquiera me había buscado yo. Quien me lo ofrecía, me lo suplicaba casi, era aquella Angélica que debía de estar ganando…, no sé, como unas diez veces mi mileurista sueldo de mierda. Tenía que estar rematadamente loco para no abalanzarme sobre lo que hubiese significado la solución de todas mis estrecheces y miserias, algo que, además, me estaba siendo propuesto ahí, en aquella misma cama en la que acabábamos de asaltar los cielos.

Y sin embargo, no. Estaba excluido establecer por mi parte el menor proyecto firme, serio, de emparejamiento. Ya no digamos de enlace matrimonial.

El problema era: ¿cómo decírselo? Cómo decírselo sobre todo después de aquella noche a la Angélica nocturna, a la de asaltos y desenfrenos con la que…

Con ella sí, claro que sí, con ella todo lo que quieras, toda la vida, toda la muerte. Pero ¿cómo decirle que el problema es que la Angélica nocturna no está sola? Tiene otra metida dentro de su piel, otra Angélica con la que comparte vida y ser: la Angélica diurna, tan práctica, tan eficiente. Y tan mortal­mente aburrida: la Angélica que se pasa la vida hablando de empresas, negocios y recursos humanos.

Por no hablar de lo otro. Por no hablar de cuando juré y perjuré mil veces que a mí no, a mí ninguna me lo volvía a hacer más.

Por no hablar, quiero decir, de Cristina y de aquella devastación en la que dejó mi vida. Cristina, mi ex. Cristina, la que me condenó a una definitiva soledad, la que me amputó la posibilidad de tener familia, hijos, casa, hogar. A mí, que después de lo que pasó… Pero ¿cómo puede imaginarse Angélica que voy a volver a…? Poco me conoce si no se da cuenta de que ando por la vida como gato escaldado que va huyendo de todos… y de todas. De todas esas hechiceras de las que me defiendo alzando barreras que levanto, en últimas, contra mí mismo. Contra mí, sí. Contra ese desgraciado al que las hechiceras siguen sin embargo embrujando y encandilando, incapaz como soy de desprenderme de ellas como se desprende uno del tabaco, de la cocaína, del alcohol, de cualquier gran adicción.

Por eso, porque no puedo dejar de correr tras ellas, ando saltando de una a otra, de batacazo en batacazo, de fracaso en fracaso, de frustración en frustración, yo que soy tan idiota como para que cada vez, ahora mismo, al empezar con Angélica, no pueda dejar de hacerme ilusiones diciéndome que esta vez quizás sí, esta vez a lo mejor, esta vez por fin.

—¿Esta vez qué, Héctor? ¿Lo de siempre? ¿Nada, al final? —me preguntó Álvaro, mi mejor amigo, el único capaz de aguantar mis historias y miserias, el único que se las conoce de memoria. Álvaro de Torquemada Garrido, uno de los últimos ejemplares de una especie en vías de extinción, alguien a quien habría que dar un premio, concederle una medalla, otorgarle una condecoración. Cinco hijos tiene el hombre, cinco. Y lo más extraordinario: los tiene todos con la misma mujer con la que se casó a la tan inaudita edad de veintipocos años y de la que a sus cuarenta y tantos parece igual de enamorado, ese tío chapado a la antigua, ese paterfamilias, ese baluarte de la patria, dirían con una sonrisita de asco quienes se quedarán para vestir santos o santas.

—Pues mira —me decía Álvaro—. Si con todas las maravillas que me has contado de Angélica, ni siquiera ésta te conviene… Apaga y vámonos, oye. ¿No será que, en últimas, tú tampoco quieres comprometerte, vincularte, arraigarte? Lo de todos, en fin.

Le corté diciéndole que no, de ninguna manera, no sabes hasta qué punto estoy harto de flotar en medio de esa cosa gaseosa, fofa, en la que vivo o malvivo. Qué más quisiera yo que enraizarme, arraigarme, trascenderme; pero no hay forma, y me pregunto si algún día la habrá. Porque, mira, es evidente que estoy más que escaldado por todo lo de Cristina; pero, vamos a ver, si no lo estuviese, ¿cambiaría realmente algo? No, no cambiaría nada. Seguiría sin encontrar a ninguna: sólo los mil dese­chos que a uno le caen siempre por ahí. Aunque no, exagero. En realidad, tampoco son dese­chos: son simplemente tías… atractivas, vale, guapas incluso, hasta buenas folladoras a veces, con buenos sentimientos la mayoría; pero tías que humanamente, espiritualmente hablando, carecen de mayor interés. Es lo que me ha pasado con Angélica, quien me deslumbró con toda la chispa que en ella relampaguea. Una perla rara, Angélica, eso está claro. Pero el problema con las perlas raras que me han caído en suerte es que te pones a hurgar más y descubres que la perla está en una cáscara, y la cáscara, medio vacía o llena de mierda.

En el sentido que sea. Porque también puede pasar lo que me ocurrió una vez con una con la que tenía una gran connivencia intelectual, espiritual, política incluso. Todo lo que quieras. Pero en la cama… ¡Ay, hijo mío, lo que era aquello! Patético. Fría, indolente, reprimida…, como si hubiese salido de otros tiempos.

Y viendo que Álvaro se aprestaba a replicarme, me adelanté y le reconocí que sí, vale, de acuerdo. Ya sabemos que nada es perfecto en la vida, siempre hay cosas con las que se debe transigir, concesiones que toca aceptar. Y que yo acepto, pues tampoco estoy tan loco como eso. Pero las acepto con una sola condición: que aquello con lo que transijo no se dé de patadas con las dos cosas que tengo por esenciales, innegociables: mi voluptuosidad y mi espiritualidad. Punto.

Y como Álvaro seguía poniendo cara de querer objetar algo, le precisé que no pretendo, vamos a ver, que en una pareja todo deba coincidir a la perfección, como en un engranaje bien aceitado donde cada muesca encaja al milímetro, clic, clac, con su par. No, en absoluto. Sólo pido, y tampoco es mucho pedir, que en mi pareja no nos demos de patadas en esas dos cosas —lo sensual y lo espiritual— en donde todo se juega. Ni siquiera pretendo alcanzar un tan gran entendimiento erótico como el que tenemos Angélica y yo. Con menos me conformaría con tal de que no nos opusiéramos brutalmente en todo lo demás. Pero como nos oponemos, sé muy bien que tarde o temprano acabará pasando lo de siempre, lo de tantas veces. Adiós, muy buenas, ay, qué pena, querido Héctor, me dirá ella. O adiós, muy buenas, ay, qué pena, querida Angélica, le diré yo, conscientes ambos —o peor, consciente uno solo— de que lo nuestro no tiene remedio, de que más vale dejarlo correr. Sosegadamente, civilizadamente. O a hostia limpia. Todo depende.

Y sin embargo, fíjate, Álvaro, lo que son las cosas. Sé muy bien que cuando se haya acabado todo con Angélica, mi hiel y mi amargura seguirán estando ahí y hasta habrán subido un peldaño más. Seguro. Pero también sé que seguirá palpitando en algún rincón de mi alma una pequeña llama; nada, como una chispita que me hará seguir anhelando, esperando que algún día, donde sea, como sea, aparezca alguna que…

—Estás muy enganchado, hijo mío.

—Sí, es una adicción, qué quieres. Espero que al menos te haya quedado claro que no es, o no es sólo una adicción sexual. Es una adicción general, global. Es la adicción que hace que, pese a todo lo que sé de ellas, pese a todo lo que me han hecho y me pueden hacer, todo cambia tan pronto como aparece una cuya belleza, hiriéndome, va y se me clava ahí, en lo más hondo.

Su belleza, hiriéndome… Se me ocurrió entonces que la belleza de la mujer, al igual que la Belleza en general —la del Arte, la de la Naturaleza—, es algo que se te clava como una herida que en lugar de malherirte te embriaga. Y te sana. O te mata, todo depende. Pero la cuestión no está ahí. La cuestión es: ¿cómo entenderlo? ¿Cómo explicar la herida de una belleza que, como en el caso de Angélica, va mucho más allá de la guapeza? Es la herida de esa gracia, de ese encanto con que saben moverse como desplegándose por el aire; es la herida de esas sonrisas que estallan como granadas, de esos ojos que revolotean como palomas, de esos cuellos que giran como cisnes, de esos hombros que se deslizan suaves y redondos como cantos rodados, de esas pier­nas cuyo vértigo se alza hasta el vértice mismo del que cuelga el mundo.

Son tan bellas, las malditas. Con ese encanto, esa atracción que despiertan a su paso: esas sonrisas, esos ademanes, ese aleteo con que embelesan el aire y que constituye la única belleza viva que, junto con la de la Naturaleza, aún nos queda hoy.

¿O es que no lo ves?, le decía a… ¿Cómo se llamaba aquella con la que estuve saliendo algún tiempo, bastante antes de Angélica? Ni siquiera me acuerdo de cuándo pasó exactamente. Fue antes de la Pandemia, eso seguro, antes de esa hecatombe que se ha convertido en el eje del tiempo que desde enton­ces lo mide todo. Pero ¿cómo se llamaba aquella bendita que decía estar tan locamente enamorada de mí hasta el día en que, de repente…? La víspera habíamos ido a cenar, ningún gran conflicto enturbiaba nuestra vida, pero de pronto, el día siguiente, sin comerlo ni beberlo, ¡zas!, arguyendo ya no sé qué pretexto, fue y me echó con cajas destempladas de su casa.

Una pequeña histérica, ni que decir tiene. Pero antes de que le diera aquel ataque, le había dicho muchas veces: ¿No ves todo lo feo que se nos ha vuelto el mundo? ¿No ves lo anodinas que son nuestras casas, calles, ciudades? Mira, vete a los barrios antiguos de cualquiera de las muchas ciudades de arte que hay, ve y compáralos con sus barrios modernos, por no hablar de cómo están nuestros montes, campos, playas…, tan asaltados, tan devastados. Sólo una belleza se ha salvado: la de las mujeres. Sí, sí, y no me mires con esa cara; tu belleza también, por supuesto, pero ahora no hablaba de ti, sino de las mujeres en general. Me imagino que con los hombres pasará algo parecido, pero qué quieres que le haga, yo de eso no entiendo. De lo que sí entiendo es de esos cuerpos de mujer cada vez más esbeltos, más altos, más bellos. Venga gimnasios por aquí, cuidados médicos por allá, desvelos estéticos por acullá. Muy bien, muy bien, nada que objetar. Salvo que de lo otro…, nada, oye. De dejar inscrita nuestra marca en la Belleza que estremece y permanece, de eso olvídate. Sólo importa la de los cuerpos que al cabo de dos días se pudrirán o se quemarán.

¿Tú crees, Héctor? ¿No estás exagerando?, me decía ella. ¿Cómo se llamaba?… ¡Ah, sí, ya lo tengo! Carlota se llamaba aquella bendita que parecía tener ciertas ideas en la cabeza, pese a lo cual me sentía obligado a preguntarle cómo es posible que no sientas el zarpazo de esa fealdad que nos envuelve, tú que a veces hasta lees alguna poesía o te llegas al Prado. Sal a la calle, por Dios. Sal y contempla esa amazacotada masa de cemento y hormigón de nuestro devastado Madrid, contempla esa masa sobre la que ondea, aquí como en todas partes, la bandera gris de lo útil y lo vulgar, de lo feo y lo funcional, esa bandera que, como la excepción que confirma la regla, sólo deja de ondear sobre alguna que otra excepcional construcción contemporánea.

Sobre las mujeres, en cambio, ahí sí que no ondea la bandera de lo feo: sobre ellas y sus sonrisas que chispean, y sus bocas que prometen, y sus aires de felino que a veces ronronean.

Y otras arañan.

Arañan hasta la sangre. Destellan dulzores sus ojos, se abren sus sonrisas…, pero se cierran también. Surgen entonces gestos hoscos, huraños, feroces incluso, en los que la emotividad —esa permanente, constante emotividad— sigue a flor de piel. Todo en ellas baña siempre en sentimiento y emoción; pero ahora en forma de iras, furias, llantos.

Iras y furias que, desbordándose, pueden ane­garlo todo. Como lo anegaron en el caso de Cristina, mi ex, quien llevó las cosas tan lejos que consiguió que acabara diciéndome: ¿Volverme a casar, a re­hacer mi vida, yo? No, mi querida Angélica (Angélica o la que sea). Una vez y no más, que a mí no me volvéis a pillar. Lo siento por las que puedan venir con buenas intenciones, pero deberán disculparme, gentiles damas: Héctor ha sido derrotado. Y no precisamente por Aquiles. Héctor Vega Romero ha levantado altas barreras para que ninguna de ustedes lo pueda volver a pillar y encerrar, ya sea en la jaula dorada de un ático tan agradable como el de Angélica, o en la jaula con barrotes en la que Cristina Sentmenat i Gutiérrez, aquella catalana, consiguió enchironarme durante más de un mes, suponiendo, me decía entonces, que no me caigan los cuatro años que me pide su abogado.

Su abogada, mejor dicho, pues ésta se lo montó todo a base de abogadas, magistradas, periodistas y asociaciones LGTBIQ que actuaron contra mí, tomando represalias por algunos artículos que había escrito sobre el feminismo y la ideología de género, esa metástasis a través de la cual se solidifican nuestras sociedades líquidas, recuerdo que decía en uno de ellos; total, nada, un par o tres de artículos publicados en pequeños periódicos de Internet, que pese a no tener el menor eco bastaron para que alguien de dicho mundillo me conociera o le sonara mi nombre, lo cual facilitó que entre todos y todas consiguieran no sólo que la juez me metiera en el trullo, sino que en el Instituto de Enseñanza Media Santiago Carrillo, de Vallecas, don­de enseñaba, me pusieran de patitas en la calle ante la evidente imposibilidad —decían en el burofax de despido— de mantener en nuestro cuerpo docente a quien, además de hacer alarde de comportamientos machistas y de haber cometido un presunto delito de violencia de género contra su pareja, fue incapaz de atajar con adecuada actitud dialogante el conflicto que había estallado en su clase de Literatura.

Arma virumque cano, les había soltado antes de traducirles el célebre hexámetro con que arranca la Eneida y en el que Virgilio canta las armas y al varón que, huyendo de Troya por culpa de los hados… ¡Chaaaaf!, hizo de repente un chicle que, disparado desde el fondo de la clase, fue a clavarse en el fato profugus que acababa de escribir en la pizarra al tiempo que empezaban a volar toda clase de objetos que apuntaban directamente a mi cabeza. ¡Toma, gilipollas! ¡Tío facha! ¡Eso sí que son armas! ¡No esas chorradas! ¡Que ni entendemos ni nos interesan una mierda!…, gritaban los alumnos y alumnas en medio de una algarabía que me recordaba la que se había montado semanas atrás cuando intenté abordar el gran soneto de Quevedo, ése que habla del alma que su cuerpo dejará, no su cuidado, y de las venas que serán ceniza, mas tendrá sentido, y de las médulas que polvo serán, mas polvo enamorado; un soneto ante el que una gran parte de mis alumnos y alumnas (lo siento, se me ha pegado el tic del lenguaje inclusivo, ya obligatorio en toda la enseñanza) reaccionaron con gritos y risas de ¡Polvo, polvo…, un buen polvo es lo que necesitas, tío!

Pero sólo fueron una parte los que se me rebelaron entonces. Ahora, en cambio, se trataba de toda una clase compuesta (sólo había un españolito y algunos panchitos) por muchachos que respondían a nombres como Abdel, Mohamed, Mared, Humam, adolescentes ya talluditos la mayoría, pues habían ido repitiendo curso tras curso hasta llegar a aquel último año en el que compartían pupitre con las Fátima, Farah, Ghada, Kala, las cuales se pusieron de pronto a sacar sus tetas al aire, agitándolas ante mis narices mientras mantenían cubiertas sus cabezas por un casto hiyab. Contrastaba éste con aquellos pechos que sólo me era dado contemplar de refilón, pues bastante tenía con tratar de contener una revuelta que no conseguí sofocar más que con un seco grito de autoridad (¡Se acabó esta clase y se acabaron todas las demás! ¡Quedáis todos suspendidos y suspendidas! ¡Nadie pasará!) al tiempo que dando un sonoro portazo me largaba de aquella aula convertida en jaula.

Me expedientaron, por supuesto. Me clavaron un expediente disciplinario por el que me infligieron tres meses de suspensión de empleo y sueldo por conducta desconsiderada hacia el alumnado y por falta de flexibilidad dialogante en la resolución de un incidente originado al no haber sabido el docente imprimir un carácter suficientemente atractivo y vivencial a sus demasiado anquilosadas enseñanzas; consideraciones que hasta algunos de mis colegas, amargados y probos peperos de toda la vida, trataban más o menos de justificar pretendiendo que es totalmente injusto, Héctor, es un escándalo, un bochorno lo que te han hecho, claro está, claro está. ¡Como lo siento, macho!, decía uno. ¡Qué pena me das, pobrecito!, añadía otra, una del Opus que cuando me la tiré una vez se quedó tan espantada que hasta se puso a blandir un escapulario y una medalla de la Virgen de Covadonga que le revoloteaba entre sus tetas. ¡Vade retro, Satanás!, parecía estar a punto de gritar antes de acabar chillando como una cerda mientras se retorcía entre espasmos. Pero ¿cómo se te pudo, tío, ocurrir?, añadían aquellos compañeros del Instituto. Arma virumque cano… ¿A quién se le ocurre, hombre de Dios, darles unos versos en los que se ensalza a las armas y al varón? ¡Cómo quieres que no los consideren belicistas y machistas! Y encima se los das a esos chicos y chicas que ya han sufrido lo suyo en la vida, pobres hijos e hijas de inmigrantes a quienes ni tu Virgilio, ni tu Eneida, ni nada de lo nuestro les dice ni les dirá nunca nada. Por supuesto, por supuesto que no les dirá nada, les respondía antes de añadir que precisamente por eso es por lo que se impone… Pero no, olvidadlo, dejémoslo correr. ¿Para qué discutir? Total, a vosotros mismos, ¿os importa, os habla, os dice algo Virgilio? ¡Un bledo es lo que os lo que os importa, un pimiento es lo que os habla!

Y como las desgracias nunca vienen solas, estaba aún cumpliendo mi suspensión de empleo y sueldo cuando fui imputado por un delito de violencia sobre la mujer, lo cual acarreó que la suspensión temporal de empleo y sueldo se convirtiera en definitiva.

No habían pasado ni tres años desde mi ilusionada boda con Cristina…, ¡tachín, tachín, tachín!, ¡sed felices y comed perdices!, cuando mi señora esposa me ponía una denuncia a raíz de la cual una juez me inculpó por un delito de violencia de género a causa de la hostia…, nada, una bofetada, sólo una y ligerita, que le di a Cristina en la última de nuestras peleas, después de que ella me hubiese soltado una patada en los cojones y pegado un puñetazo que me hizo sangrar la nariz y me dejó un ojo a la virulé. Una situación ante la que fui tan estúpido como para largarme de casa e ir a refugiarme en la de mi padre sin que se me pasara siquiera por la cabeza acudir a un médico para que me estableciera un certificado de lesiones.

Ella sí se fue a un médico, ella sí se las sabe todas. Lo tenía todo tan milimétricamente calculado que, media hora después de la pelea, mi bofetada, que como máximo le había dejado algo sonrosada la mejilla, se había convertido en lesiones maxilofaciales que, habiendo originado un entumecimien­to amoratado en torno al globo ocular derecho y en menor medida en torno al izquierdo, dificultan la visión de la paciente y requieren un periodo de reposo y consiguiente baja laboral de quince días (15) de duración, constatándose asimismo la presencia de tres incisiones cutáneas (3) ocasionadas por objeto cortante que, originando el consiguiente sangrado, se sitúan a la altura del hombro derecho, cada una de las cuales incisiones ha requerido cinco puntos (5) de sutura. Lesiones maxilofaciales e incisiones cutáneas que, o bien se las había hecho a sí misma (pero es demasiado cobarde para ello), o bien se las había inventado la médica del colectivo LGTBIQ a la que había acudido y de quien obtuvo un certificado que sólo sería presentado al juzgado un mes después de su expedición, cuando ya no quedaba ni podía quedar en el cuerpo de la víctima rastro alguna de la presunta agresión.

Todo aquel montaje hizo que la juez («jueza», me corrigió durante el interrogatorio) me metiera en la cárcel decretando prisión provisional que sólo conseguí eludir al cabo de más de un mes, cuando mi abuelo, malvendiendo algunas joyas de la biblioteca familiar (había libros que procedían hasta de la de mis tatarabuelos), logró reunir el dinero de la fianza. Gracias a ello pude salir del talego… con una mano delante y otra detrás, con la paga del paro casi dedicada a la pensión que debía pagarle a Cristina, sin trabajo y sin posibilidad ni ganas de obtener ningún otro puesto en el ámbito de la enseñanza.

Si conseguí sobrevivir fue de nuevo gracias a mi familia. En fin, familia… Hijo único, fallecida mi madre dos años antes de que estallara la Pandemia y con mi padre que, enfermo como estaba, poco podía hacer por mí, fue mi abuelo quien me sacó por segunda vez del atolladero. El hombre ya era muy mayor y nos dejaría poco después, pero no antes de haber hecho una milagrosa gestión con su amigo, el abuelo de Karim. Sí, Karim, aquel moro del ministerio que el día del entierro de Rosendo me advirtió, tío, de la presencia de una tía…, pero no veas qué tía y cómo anda vestida.

Fue la amistad entre los dos abuelos lo que hizo que el mío hablara con el de Karim y éste le pidiera a su nieto mira a ver si no hay en tu ministerio algún puesto vacante, de lo que sea, da igual, hasta de botones, para un chico que está en la olla, el nieto de un buen amigo mío que…

Había uno. Por milagro, por uno de esos puñeteros milagros de la vida, había un mal pagado puesto de chupatintas que me obligaba a chupar pantalla todo el santo día. Pero era un puesto, al fin y al cabo, lo cual siempre es mejor que andar con más de cuarenta años comiendo la sopa boba en casa de tu padre, quien, además de estar enfermo, sólo tiene dos pequeñas pensiones, la suya y la que percibe desde que se murió mamá. Fue ello lo que me llevó a firmar un contrato que, al ser precario y temporal, hizo que en el ministerio nadie se enterase de mi situación judicial. Al menos de momento, pues pendía sobre mi cabeza la permanente espada de Damocles de que algún día alguien les pegase un chivatazo o les llegase una notificación oficial con la que me echarían a la calle y dejaría de cobrar los putos 1.003,87 euros mensuales, más dos pagas anuales, a cambio de los cuales me tiro todo el día ante la pantalla de un ordenador en el que voy catalogando las denuncias que por comportamientos, acciones o declaraciones machistas (en sus grados de Reincidente, Grave, Menos Grave y Leve) se reciben en el Registro Estatal de Acosadores de Género, más conocido como REAG. De modo que cualquier día podía ocurrir que tuviera que registrarme a mí mismo al interponer alguien una denuncia (la propia Cristina, por ejemplo), o al comunicarles el Juzgado la sentencia recaída en mi juicio, si es que algún día acababa abriendo juicio oral la Excelentísima Señora Juez del Juzgado de Violencia sobre la Mujer núme­ro XIII de los de esta capital.

Como al final ocurrió. Tardó una barbaridad, pero por fin hubo juicio y se dictó sentencia, que fue condenatoria, tal como me esperaba, pero a sólo dos años de cárcel, los cuales no tendré que cumplir salvo en caso de que reincidiera en mi delictiva conducta.

Cosa que pienso evitar de muy draconiana manera: taponándome los oídos y atándome como Ulises al mástil de la vida para hacer caso omiso de los cantos de sirena que aún me importunan a veces pretendiendo que a lo mejor, no se sabe nunca, alguna tiene que haber que…

Y aunque la hubiera, ¿de qué me serviría? ¿Qué ganaría si consiguiese dar con una mujer de excepción, una que fuese a la vez sensual y espiritual, refinada y salvaje, tierna y dura, dulce y enérgica? O áspera y tierna, liberal y esquiva, mortal y viva, que decía Lope. Aun suponiendo que semejante joya exista y yo la encuentre, ¿de qué diablos me serviría cuando no tengo nada que ofrecerle? Ni casa, ni forma de vivir, ni proyecto de vida podría proponerle yo, ese muerto de hambre que se ha quedado a dos velas, sin oficio ni beneficio, reducido como estás, Héctor, a la caridad de tu padre, como tan amablemente me recordó Angélica el día en que acabamos rompiendo definitivamente.

No sólo ocurrió lo de mi condena. Sucedió que, como me temía, la noticia acabó llegando —no sé por qué conductos, ni me importa ya— al Ministerio de Igualdad y Multiculturalidad, el cual procedió, ni que decir tiene, a mi fulminante despido.

¿Y ahora qué, Héctor, qué?, me preguntaba postrado en la cama y sumido en la depresión que me agarró después de haberme convertido definitivamente en un muerto de hambre. Me encontraba paralizado, sumido en una espiral de autodestrucción tanto mayor cuanto que, si yo estaba inmovilizado, parecía que también el país lo iba a volver a estar. Algún tiempo después del primer ataque del Virus que creíamos vencido, la Bestia ya había reaparecido una vez. Pero sólo lo hizo con el amago de un rebrote que, en aquella ocasión, quedó rápidamente circunscrito tanto temporal como geográficamente. Nada impidió, sin embargo, que durante el tiempo que duró el amago, se expandiera por todas partes el angustiado temor de que, volviendo a lo que ya habíamos padecido, aquello acarreara el fin definitivo de nuestro mundo hecho de cosas gozosas, leves, lúdicas, como las llamaba aquel bendito, el director de la Worldwide Action Marketing, cierta noche de orgías y despropósitos que, pese al tiempo transcurrido, seguía yo sin poder olvidar.

No era la orgía lo que no conseguía olvidar. Era aquella mujer…, aquella Marie-Margot Dartigues cuyo recuerdo seguía taladrándome incluso cuando me hallaba postrado en la cama de mi desidia y depresión.

Algo había ocurrido aquel día, algo muy grande tenía que haber sucedido para que, en medio de tan desenfrenada orgía, dejáramos que los otros —su marido, Angélica y el negro— siguieran en lo suyo mientras nosotros nos retirábamos a otra habita­ción. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Qué fue aquel arrebato, aquella atracción que nunca había sentido ni nunca, me temo, volveré a sentir? ¿Fue acaso el amor, el verdadero, el grande, el único?

Tal vez. Pero ¿puede el amor saltar así, tan de repente y en tales circunstancias? ¿Podía aquello ser el amor cuando, antes de lanzarnos por sus hondonadas, sólo nos habían rozado nuestras miradas y la espuma de una conversación mundana con ribetes culturales mantenida con la señora de una casa que parecía el museo de los horrores que más odio en la vida?

Y si aquello era el amor, ¿por qué entonces me quedé embobado, paralizado, incapaz de hacer nada para buscarla, escribirle, llamarla, los días sucesivos? ¿Por qué me quedé petrificado incluso cuando vi aparecer su nombre en lo alto de un mensaje que me llegó un par de semanas más tarde y que dejé sin contestar?, aquel mensaje que sólo decía Hola, Héctor: Me acuerdo mucho de ti.

Oh, sí, ya sé, ya sé… Tengo mil excusas que justifican mi silencio. Después de la madrugada en que salí de aquella casa de La Moraleja, mi vida quedó destartalada por toda una sucesión de conflictos, frustraciones, fracasos, el último de los cuales habrá sido ese hundimiento en la melancolía triste, en el abatimiento negro de mi depresión. Pasaron tantas cosas… Pasó aquel espejismo con Angélica la noche en que nos pusimos a arañar los cielos, y pasó luego nuestra bajada a la tierra, y mi rechazo a emprender la vida juntos, y pasaron todos nuestros enfrentamientos que acabaron dando al traste con lo que había parecido ser nuestro amor, y ocurrió luego mi despido del ministerio, y aquel convertirme en un muerto de hambre sin oficio ni beneficio, sin la posibilidad siquiera de invitar a Marie-Margot a un miserable café si algún día tenía acaso el tupé de llamarla.

Pero ¡no, Héctor, no! No te engañes, vamos a ver. Todo eso es cierto, claro que lo es; pero son sólo las excusas que te das para tratar de disimular esa cobardía gelatinosa que te atenaza desde que saliste de la casa de aquella mujer. Cobarde, eso es: te has vuelto un cobarde. Cobarde y temeroso de amarla como un loco y acabar sin embargo fracasando, incapaz como te sientes de arrancarla de los brazos de su marido que…

Oh, claro que aquel crápula no habría tenido el menor inconveniente en que me la tirara cuantas veces quisiera, ya fuera solo o juntándome con él o con cuanta gente me viniera en gana; pero una cosa es tirármela sin más y otra cosa muy distinta es…, eso que andaba yo buscando.

Buscaba hacerla mía, hablemos claro. ¿Y cómo iba a hacerla mía, yo, aquel pelagatos que además de ser un cobarde acabó encontrando la coartada perfecta? Una coartada consistente en decirme que más vale, Héctor, que no intentes nada, que ni pruebes tu suerte, porque en la vida uno puede hacer muchas, muchísimas cosas. Uno puede, por ejemplo, fracasar o triunfar; pero hacer el ridículo, no, eso jamás.

¿Cómo no iba a darme entonces aquella depresión que me tuvo postrado como un perro en una cama en la que me pasaba tirado el santo día? Incapaz de levantarme, ni siquiera me sentía con ánimos de seguir el tratamiento de antidepresivos a base de serotonina que me había sido prescrito, lo cual me dejó sumido en un letargo en el que me estanqué varias semanas o varios meses, ya ni me acuerdo, hasta que de pronto un día… Nunca entenderé por qué. Tal vez fuera por aquello que Sancho le dice a su señor de que la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. A lo mejor fue por eso por lo que un día, de buenas a primeras y sin que hubiese ocurrido nada que lo propiciara, logré liberarme de aquella melancolía cuyas arañas se me enzarzaban y devoraban, de modo que, arrancando de un manotazo las sábanas de mi cama de desidias, me levanté, me duché, me puse mi mejor vestido y me lancé casi corriendo a la calle.

¿Por qué toma uno (o deja de tomar) las grandes decisiones que como estallidos de luz o nubes de tormenta van hilando y deshilando la vida?

Pero ¿somos nosotros quienes realmente tomamos tales decisiones? ¿O son ellas las que lo toman a uno? Comoquiera que sea, la decisión que tomé o que me tomó el día en que me arranqué de la cama fue algo que me abocó a una de esas encrucijadas en las que todo se juega a una sola carta, uno de esos momentos en los que, según sea el camino que emprendas, toda tu vida se va a encarrilar de una forma o de otra. Y sin que haya, casi con seguridad, vuelta atrás.

Se abrían ante mí dos caminos. El primero era tan claro, tan sencillo. Lo componían la multitud de razones que me llevaban a considerar que toda mi vida estaba presidida por la desgracia, incluso por la Desgracia con mayúscula. Tanto, que basta­ba dar un paso más para ensimismarme complacido en mis desventuras y dedicar el resto de mis días a languide­cer como alma en pena, como uno de esos personajes que, desprovistos de nervio y de resorte, deam­bulan perdidos en las historias que nos cuenta, por ejemplo, un Michel Houellebecq.

Pero había también otro camino. Mucho más complicado, sinuoso, difícil. Un camino extenuante aunque exaltante. ¿Me atrevería a lanzarme por él? Y si me lanzaba, ¿me llevaría a buen puerto? No era seguro, pero desde aquel arrebato que me hizo saltar de la cama sabía que iba a intentarlo: por difícil que fuera sacar fuerzas de flaqueza, por duro que fuese escapar de aquel destino con que los hados se dedicaban a estrujarme.

¿Es posible escapar del destino? Sí, por complicado que sea. Nada es inexorable en la vida, ningún destino es inapelable salvo si, ayudándolo, dejas que te aplaste. Por negra que sea tu suerte, por más perrerías que te haga la vida, nunca podrá aplastarte con una losa tal que te impida lidiar, sortear, poco o mucho, tu suerte infame.

Pensando en mi suerte infame, me decía que bien poco, sin embargo, había conseguido hasta entonces burlar yo la mía. Pero la partida estaba lejos de haber concluido. En realidad, no había hecho más que empezar.

Mi suerte infame —me divertía llamarla así— consistía en tres cosas, pensaba una de esas mañanas madrileñas en que la luz cae afilada, cortante, esa misma luz diamantina que Velázquez ha bajado de los cielos para alumbrarla en sus cuadros. Me lo decía mientras iba paseando entre los cedros y castaños, olmos y encinas que pueblan el parque del Buen Retiro de Madrid. Tres cosas son las que me tienen desquiciado: Mundo, Dinero y Carne, me decía bromeando y pensando en los tres enemigos del alma (Mundo, Demonio y Carne) que en el colegio me habían enseñado a combatir. Poco se imaginaban aquellos benditos que acabaría adorando y gozando de la Carne, deseando y careciendo del Dinero y sintiéndome extraño y perdido en el Mundo.

Vayamos por partes, añadía.

En sí misma, la carne no me plantea mayor problema. Si sólo fuera sexo lo que buscase, todo sería bien fácil. Mujeres no me faltan, y si alguna vez me veo apurado, me meto en Tinder y saltan a borbotones. El problema es que no es sólo eso lo que busco, es otra cosa sobre todo…, esa cosa a la que, hecha de carne entrelazada de espíritu, llamamos amor. Lo que busco es esa embriaguez en la que crepita el amoroso fuego ardiendo en el que yo no nací (me acordaba de Garcilaso) sino para quereros; yo que por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir, y por vos muero.

Yo que sin embargo muero, me decía, de no tener ningún amor por el que morir. Yo que, de seguir eso así, de lo que realmente me voy a morir no será siquiera de Amor. Será del segundo de mis males, de ese Dinero cuya falta puede acabar con mi paciencia y con mis días, me decía en aquellos tiempos en que estaba pasando por una situación económica más que angustiosa. Y sin embargo, desde que conseguí salir de la depresión también me decía que aquellas angustias no dejaban de ser un problema bien concreto, un asunto tangible y totalmente distinto de encontrar una mujer a la que amar o un mundo en el que habitar. Angustias económicas… ¡Bah!, concluía, tarde o temprano alguna solución acabará encontrándose.

Y se encontró. Se halló gracias a algo tan insensato, tan estrambótico, que si mis circunstancias hubiesen sido distintas, jamás habría considerado siquiera su posibilidad. O sólo lo habría hecho para reírme, me decía mientras abandonaba las frondosidades del Retiro —esa especie de espejismo domesticado de la Naturaleza que es cualquier parque de cualquier gran ciudad— para volver al martilleante tráfago de coches que constituye su verdad.

Al llegar a la avenida de Alfonso XII me encontré con un tráfico particularmente denso aquel viernes de un mes de mayo en el que ya faltaban pocos días para que diera comienzo en el mismo parque la gran Fiesta de la Literatura y la Cultura, ese exponente anual —proclaman los medios— del alto nivel cultural de una sociedad cuyo público sacia su sed de saber y de distracción haciéndose con el autógrafo que los más prestigiados autores estampan en los más vendidos libros.

Tuve que esperar bastante a que pasara al verde un semáforo cuya imagen, compuesta por una pareja de varones cogidos de la mano, había sido instalada con ánimo de sensibilizar al público contra la hegemonía de lo cisgénero y heteropatriarcal. Cruzada por fin la avenida de Alfon­so XII, me adentré por el barrio de los Jerónimos. Cuajado de solera, con pocas tiendas y escaso tráfico, se remansa el tiempo en sus calles, andando por las cuales se llega a la Real Academia que cumple, entre otras nobles funciones, con la de limpiar la lengua, fijarla y darle un esplendor casi tan grande como el de la cercana iglesia del monasterio de San Jerónimo el Real, único gran templo gótico de una ciudad que, creada demasiado tarde, sólo pudo dar escasa acogida al gran arte del Medioevo.

Y al lado de la iglesia, la joya mayor: el Museo Nacional del Prado. Pensé en ir a perderme una vez más entre los Bosco, Durero, Rafael, Tiziano, Rubens, Velázquez, Greco, Goya… que nos siguen mirando y turbando desde su tiempo de más allá del tiempo, desde el único tiempo que aun estando hecho de carne, emoción y vida, obra el milagro de no abocarnos a la muerte.

No entré, sin embargo. ¿Cómo iba a entrar cuando los otros estaban ahí, agolpados en masa, brincando de impaciencia? Cientos, miles tal vez, más, muchos más que antes de la Pandemia, desde cuyo término, y como para resarcirse de tanto constreñimiento y confinamiento, las muchedumbres se habían lanzado como locas a abordar aviones, trenes, coches, barcos con los que viajar lejos, muy lejos, hasta los más remotos pero cada vez más semejantes confines de la tierra.

Ahí estaban, apiñados en masa a las puertas del Museo: japoneses del Japón, chinos de la China, moros de la morería, indios de la India y de las Indias, europeos de Europa toda. Uniformados. Como si fueran a la playa, con sus gorras, chanclas, calzoncillos, camisas floreadas. Y sus ojos de pes­cado hervido. Abandonadas las antiguas cámaras llevadas en bandolera, empuñaban los móviles y tablets donde miran las reproducciones de las obras que tienen delante mientras dejan de ver cómo los van taladrando los ojos de las meninas que Velázquez plantó dentro del tiempo y fuera del tiempo, o la mirada del Carlos V que Ticiano retrató, soberano y vencedor en Mühlberg, o los ojos de la Diana y sus ninfas que Rubens sorprendió perseguidas por sátiros, o los ojillos del Cardenal en cuya mirada aviesa y retorcida se sumergió Rafael, o los ojos negros de la Maja que Goya desnudó y que se sonroja ahora ante el vocerío de la muchedumbre que llega hasta ella después de haber hecho durante más de una hora la cola que caracolea entre los pinos, magnolios, cipreses y perales de flor del vergel con que la Naturaleza homenajea en el Paseo del Prado al otro, al vergel aún más esplendoroso que, elaborado por los hombres y honrado por los dioses, se despliega dentro de los muros neoclásicos.

Cambié de rumbo. Me encontraba ante la fuente de Neptuno, el dios que, en los tiempos en que lo divino aún representaba algo, había sido honrado con una estatua y una fuente similares a las levantadas algo más lejos en honor de Cibeles y de Apolo; imágenes en las que se disuelve, entre coches que avanzan a razón de cinco carriles por banda, cualquier hálito sagra­do que hubiesen podido guardar, siendo sustituido por los gritos e himnos (¡Alirón, alirón! ¡Viva el Campeón!) que atruenan cuando las aficiones del Real Madrid y del Atleti festejan, los primeros en Cibeles y los otros en Neptuno, los triunfos que sus héroes han conquistado en noble y valerosa lid.

Dejando Neptuno atrás, me adentré en el venerable Barrio de las Musas o de las Letras. Anduve ensimismado por las mismas callejuelas por las que habían vivido y andado aquellos monstruos que tenían por nombre Cervantes, Lope, Quevedo, Góngora, quienes, al cruzarse por la calle —afir­ma Ramón Gómez de la Serna— evitaban mirarse a los ojos a fin de no quedarse deslumbrados por la luz (o por el odio, en el caso de los dos últimos) que de ellos irradiaba. De ahí pasé al Barrio de los Austrias, así denominado en honor de aquellos Habsburgos que hicieron grande a España, de modo que de la Grecia y Roma que evocaban Neptuno, Apolo y Cibeles salté al Renacimiento y al Barroco, mientras que del tumulto enfebrecido de coches pasaba al sosiego de callejuelas por cuyos recovecos deambula el tiempo y en cuyos palacios de piedra y fachadas blasonadas se engarza la historia.

O se muere, como ocurre cuando los muros de iglesias, palacetes y palacios no logran sobrepo­nerse a las afrentas que les infligen los grafitis con que los pintarrajean y el desmadejado desbarajuste de edificios que los rodean y asfixian.

—La fealdad, Álvaro, la fealdad, y añádele la vulgaridad: ahí está el mal, ahí tienes —le decía a mi amigo— el cáncer que nos corroe. Porque, vamos a ver, al lado de esa cosa fea y gris que rezuma el aire del tiempo, al lado de los mil adefesios que este aire envuelve, esperpénticos unos, insul­sos otros, al lado de todo eso, ¿qué son, ya me dirás, cosas como los bajos salarios, la carestía de la vida, toda esa precariedad, en fin, que es como los finolis llaman ahora a la pobreza? ¡Zarandajas son a su lado!

Mi amigo se quedó escandalizado.

—¡¿Zarandajas?!… No te pases, hombre, no te pases. Y tú aún menos, tan metido como estás en asfixias y miserias.

—No entendiste nada, Álvaro. Claro que la pobreza es insoportable, claro que es intolerable, claro que hay que acabar con condiciones tan degradadas de vida como las que hemos conocido sobre todo a raíz de la Pandemia y que volveremos a conocer, mucho me temo, si acaba llegando esta otra que ciertos agoreros ya nos están anunciando.

»Mira, a ver si nos entendemos. De lo que se trata es de criticar, de impugnar ese aire del tiempo que nos envuelve y asfixia. Pero también se trata (y ahí te voy a chocar de nuevo) de efectuar, a la vez, el más arrebatado, el más encendido elogio de los tiempos que nos ha tocado en suerte vivir. Sí, sí, te lo digo muy en serio, no me mires así. Hay que festejar, tirar cohetes, todo lo que quieras, ante un bienestar y unas condiciones materiales de vida que, pese a la degradación actual, son las mejores, y con diferencia, que los hombres han conocido a lo largo de su grandiosa y miserable historia.

»Ahí todos estamos de acuerdo, y yo el primero. Todos: tanto los empresarios más eficientes como los más ineptos, tanto los políticos más desaprensivos como los más honestos que aún pudieran quedar, tanto los más pobres de los pobres como los más ricos de los ricos, quienes saben muy bien que si los pobres siguieran siendo pobres, nada les podrían comprar.

—¡Qué dices! ¿Cómo que todos estamos de acuerdo?

—Por supuesto que nos oponemos, claro que nos enfrentamos, y a muerte incluso, sobre la forma de aumentar la riqueza o de reducir la pobreza. Pero la pobreza…, ah, no, la pobreza —y es totalmente lógico— nadie la defiende, nadie la propugna ni la ensalza, de igual modo que nadie considera que las cuestiones económicas sean cosa nimia y baladí.

»La fealdad, en cambio… No la llaman así, claro que no; pero hay que ver cómo les encanta a quienes difunden lo feo, promueven lo ramplón, expanden lo vulgar, lo espantoso incluso. ¡Oh, qué bien, pero qué bonito que ha quedado!, dicen, y hasta lo piensan cuan­do inauguran cualquiera de los incontables adefesios urbanos. Y quienes no inauguran ni crean nada, quienes sólo se topan, pero cada día, con la fealdad que les rodea, quienes en el mejor de los casos no hacen más que vivir entre lo anodino y vulgar, éstos se limitan a callarse y encogerse de hom­bros sin darse cuenta siquiera de lo que en torno a ellos está desplegado.

»Y esto sucede, en un grado u otro, con todo el mundo: con los ricos y los pobres, con los cultos y los incultos, con los de arriba y los de abajo. Y, si no, mira a los pobres, medio pobres o precarios de nuestros días, míralos y toma a cualquiera de los pobres de otros tiempos, toma incluso aquél de Calderón que tan pobre y mísero estaba que sólo se susten­taba de las hierbas que cogía; tómalo y dile a cualquiera de aquellos pobres de antaño que, en lugar de acudir a los templos griegos (y todos acudían), en lugar de apiñarse (y todos se apiñaban) en los foros y circos romanos, en lugar de agolparse (y todos se agolpaban) en las catedrales y plazas medievales, en lugar de orar en las iglesias y de andar por las calles renacentistas y barrocas (y todos oraban y andaban), diles que en lugar de eso vayan y entren…, no, si hasta me da vergüenza decírselo, en cualquiera de las iglesias con pinta de depósito industrial de nuestros días, diles que vayan e intenten orar en ellas, que anden y se paseen por la marabunta de coches de nuestras autopistas urba­nas, que penetren en nuestros polideportivos, que compren en nuestros supermercados, que se alojen y vivan (¡oh, claro que el confort, claro que las comodidades les fascinarían, y cómo y con cuánta razón!) en las colme­nas de hormi­gón armado que se alinean, macilentas y tristes, en cualquiera de los barrios periféricos o centrales de cualquier monstruo urbano de cualquier país del mundo. Ve, anda y diles a los pobres de aquellos tiempos que hagan tales cosas, que entren y se paseen por ahí, que vivan por ahí, oren o dejen, mejor dicho, de orar por ahí. ¡Ni uno solo lo haría!

—¿Estás seguro de que no lo harían? —objetó Álvaro—. No sé, no sé… Son tan tentadoras, tan admirables (tú mismo lo acabas de decir) nuestras comodidades, nuestros conocimientos, nuestras condiciones sanitarias.

—No sólo son tentadoras y admirables. En cierto sentido, hasta son fascinantes. Piensa, por ejemplo, en la fascinación que embargó a los futuristas. Y eso, ¿ves?, eso es precisamente lo que me desespera, lo que me desca­la­bra: el que tengamos todo lo que tenemos… y carezcamos de lo más importante. Porque, vamos a ver, ¿de qué nos sirve gozar de tan espléndidas condiciones de vida si hemos perdido la belleza, si se nos ha roto el espíritu, si se nos ha apagado el fuego de lo sagrado? ¿De qué sirve, si nos moriremos sin dejar nada que nos recuerde, nada grande, nada noble, nada bello?

Hice una pausa y añadí:

—Mira, es algo que me desespera tanto que a veces hasta me dan ganas, te lo juro, de desen­tender­me de todo, de encerrarme en una torre de marfil y hacer como el Quevedo aquel que quería retirarse en la paz de sus desiertos, con pocos pero doctos libros juntos.

—Ya, y manteniéndote en conversación con los difuntos y escuchando con tus ojos a los muertos. Muy bien, Héctor, muy bien. ¿Y de qué vivirías en tan docto desierto, ya me dirás?

—Si te digo de qué viviría, te vas a quedar helado, pero helado de verdad. Viviría… No, viviré de… ¿Te acuerdas de aquel trabajo tan estrafalario, de aquella locura esperpéntica que te pareció tan indigna que, cuando te lo conté, hasta te lo tomaste a pitorreo? Es lo que acabo de aceptar esta misma mañana.

(Continuará)

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