Una de las cuestiones clave en política consiste en saber quién es nuestro enemigo. En algunos casos, como en el de España, el enigma es extremadamente fácil de responder: Marruecos. Desde la lejana guerra del Ifni hasta los asaltos a la frontera de Ceuta y Melilla, pasando por las disputas acerca de nuestras aguas territoriales, el sultanato alauí siempre se ha dibujado claramente como un vecino hostil, taimado, malévolo y traicionero. En esto, todos los españoles más o menos informados coincidimos. También sabemos que España siempre ha cedido ante Marruecos; desde la Marcha Verde (organizada por Kissinger) hasta hoy mismo; de manera continuada y vergonzosa hemos claudicado frente a un enemigo aparentemente más débil. Si le preguntásemos a un diplomático o a un militar o a un político quién es el enemigo de España, sin dudar nos contestarían que Rusia, nación con la que no hemos tenido ningún gran conflicto, un país que no nos humilla con una colonia en nuestro territorio, al revés que nuestro aliado británico; ni ha apoyado al separatismo catalán, al contrario que nuestros socios belgas, fineses, lituanos y letones. Y no fue Rusia quien nos obligó a no ser una potencia nuclear ni a salir de forma indigna del Sáhara Occidental. Tampoco son directivas de Moscú las que nos fuerzan a abandonar nuestros campos, a matar a nuestro ganado o a destruir nuestra industria. Y es aquí donde no nos queda más remedio que hacernos unas preguntas: ¿por qué nos buscamos enemigos que no nos han hecho nada? ¿Por qué aceptamos las enemistades de otros?¿Puede España tener enemigos propios, es decir, que no sean impuestos por potencias externas? ¿El interés nacional cuenta algo a la hora de pensar en la defensa y en la integridad de nuestro territorio?
La característica esencial de la política internacional española es que no existe. Nuestra actividad externa viene dictada por Bruselas y Washington, lo cual resulta muy cómodo para la oligarquia “española”, que no tiene más que aplicar unos protocolos que le son dados por otros. Tampoco debemos olvidar que nuestra casta dirigente hace mucho que dejó de ser española para convertirse (y convertirnos) a la religión de “Uropa”. En 1986, cuando firmamos el diktat de adhesión al Tratado de Roma, rematamos un camino que se inició con la alianza de Franco con los Estados Unidos en 1953. Nuestras élites estaban hartas de ser españolas y el pueblo también, si hemos de hacer honor a la verdad. Desde el asesinato del almirante Carrero hasta la entrada en la OTAN, España hizo todos los deberes para convertirse en un Estado Libre Asociado de segunda categoría, un simpático reino bananero donde puede retozar a gusto todo el lumpen anglo de los dos hemisferios. Es lo que sucede cuando una vieja nación se somete al vasallaje de sus enemigos tradicionales: éstos no van a tardar mucho en desactivarla. Más aún si lo que quiere ese pechero renegado es dejar de ser él mismo. El famulato español de estos últimos cincuenta años ha hecho que miremos al mundo con los ojos de nuestros amos, que concibamos nuestras acciones en virtud de los intereses de nuestros patronos y que no tengamos en cuenta nuestras conveniencias particulares, sino que defendamos unos intereses ajenos que pueden ser incluso contrarios a nuestros objetivos vitales. Pero la oligarquía “española” no tiene los mismos intereses que una nación con la que ya no se identifica, lo que explica la aparentemente inexplicable debilidad española frente a Marruecos.
El PIB per cápita de Marruecos es quince veces inferior al de España, la diferencia en potencial económico, cultural y social es abrumadoramente favorable para nosotros, que además somos el primer socio comercial del sultanato alauí. Sólo en el campo militar nuestro vecino del sur parece acelerar el paso con la inestimable ayuda de dos de nuestros mejores “amigos”: Estados Unidos e Israel, de los que Marruecos es socio privilegiado, como también lo es de la Unión Europea. Las ventajas comparativas del país vecino son tan jugosas que hasta nuestra agricultura se ha deslocalizado y nuestros consorcios agrarios invierten en el Magreb contra el campo español. En principio, Madrid debería imponerse fácilmente ante Rabat y, sin embargo, en los últimos cincuenta años ha sucedido justo todo lo contrario. ¿Cómo ha sido posible esto? Muy sencillo: Marruecos es un Estado soberano y España, no. Marruecos es un agente de la política internacional y España es un paciente. Marruecos puede defender sus intereses gracias a que dispone de una acción diplomática propia, mientras que España tiene que obedecer los que le dicten países que tienen más en cuenta los intereses de Rabat que los de Madrid. El ejemplo más claro lo encontramos en nuestras relaciones con Argelia: dada la hostilidad permanente de Marruecos contra España, el sentido común y las constantes de la geopolítica nos imponen una estrecha alianza política y militar entre Madrid y Argel, en la que el gas debería de ser un factor estratégico esencial. Ningún país verdaderamente soberano dudaría de esto, pero la oligarquía “española” ha rechazado siempre y de manera radical esta opción por varios motivos. El primero, por supuesto, es la red de intereses exclusivamente privados que los negocios de las élites de Madrid y Barcelona mantienen con el Majzén, cuyo dinero riega abundantemente a los jerarcas políticos, empresariales y bancarios de nuestra atribulada patria. Sin duda, el partido más poderoso de la política española es el marroquí. Por otro lado, Argelia es un aliado de Rusia y de China; nuestros amos angloamericanos y sus cipayos “uropeos” jamás nos dejarían mantener una relación militar, política y económica de primer orden con una nación que es el principal enemigo de Marruecos y que no está controlada por ellos. En tercer lugar, tenemos un impedimento militar: si se da un conflicto en Ceuta y Melilla, será muy dudoso que nuestros socios, aliados y amigos de la OTAN nos permitan usar su armamento contra un partner preferencial y muy privilegiado. En cambio, esas restricciones no tendrán lugar en sentido contrario, ya que la presencia española al otro lado del Estrecho es considerada absurda por esa misma organización militar que nos obliga a sacrificar en la picadora de carne ucraniana dinero, armas y –con bastante probabilidad-- hombres.
Basta con revisar un poco de la reciente historia de España para saber dónde están nuestras verdaderas amenazas. Entonces, ¿por qué alimentamos a nuestro peor enemigo? En primer lugar porque la oligarquía se beneficia de ello. Ceuta y Melilla son un precio insignificante para la plutocracia borbónica, que prefiere los grandes negocios a la defensa de algo tan obsoleto como eso que llamamos el “territorio nacional”. Además, si ya no somos soberanos, ¿cómo podemos mantener plazas de soberanía en el África Española? Por otro lado, España está llena de epígonos del conde don Julián, dispuestos a entregar lo que sea al enemigo histórico, ya sea por conveniencia, por odio a la propia nación o por simple imbecilidad. Y, finalmente, porque no somos dueños de nuestros destinos, sino una colonia anglosajona sometida a los intereses de Londres y Washington, que raras veces han coincidido con los de la nación. Por eso atacamos a quien nunca nos ha atacado (Rusia) y defendemos a quienes siempre nos han ofendido (Inglaterra, Marruecos, Francia, etc.)
En definitiva, paciente lector, si este 9 de junio aún tienes algún interés en votar (lo que sería admirable, dado el panorama), ten cuidado con tu sufragio, procura que no vaya al partido de Marruecos, que se presenta bajo infinitas siglas.