El deber de lo bello - Fragmento

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Había como un olor pastoso (¿desinfectante, quizás?) que envolvía la sala en la que todavía se podían ver, aunque eran pocas, algunas personas protegidas con mascarillas. Las llevaran o no, hubieran olvidado o no que ya hacía cinco años que se había proclamado el fin de la Pandemia iniciada en el año 2020, algunos rostros estaban marcados por gestos de dolor mientras que en otros (¡bien poca gente ha venido, la verdad!) empezaban a aflorar señales de aburrimiento ante las palabras que nos decían que siempre fue nuestro hermano un alto ejemplo de bondad, simpatía y solidaridad. No le concedió la Señora (así llamaban ahora al Señor) la dicha de llegar a formar una familia, y quizás por ello aún era mayor su desvelo por la suerte de los desfavorecidos y desfavorecidas que…

Así decía un cura rechoncho y entrado en años que compensaba su calvicie con una juvenil coleta que descendía, oscura (el teñido saltaba a la vista), desde su cogote. Ni siquiera había revestido un alba; sólo una estola roja (así me enseñaron en el co­legio que se decía) colgaba sobre un jersey gris de cuello alto y llegaba hasta unos pantalones vaqueros de marca que, desteñidos y agujereados en fábrica, le daban el aire de un hippy empeñado en luchar contra el tiempo. Contra el implacable tiempo que nos llevará un día, tanto a él como a quienes le escuchábamos, al mismo lugar en el que ya se hallaba Rosendo.

Rosendo García Medina: pequeño funcionario del Ministerio de Igualdad y Multiculturalidad, cuarenta y cuatro tacos de una vida gris que un buen día, estábamos saliendo juntos de la oficina, y zas, de repente… Fue, dijeron, el corazón. No se pudo nada, se intentó todo… Y Rosendo ahí se quedó.

Dondequiera, amigas y amigos, que se encuentre nuestro hermano Rogelio, seguía diciendo el de la coleta, que acababa de confundir su nombre; pero nadie se inmutó, y Rosendo aún menos. Donde­quiera que se encuentre… Si ni siquiera éstos saben ya dónde se encuentra uno, pensé. Cómo ha cambiado todo, hay que ver.

Lo que no había cambiado nada era el tono meloso de la voz que se desgranaba por aquella sala del tanatorio a la que nunca hubiese llegado de no ser por el letrero que, colgado en su puerta, decía Capilla. Hacía demasiado tiempo que no entraba en ninguna, y aunque sabía que habían cambiado mucho, no podía imaginarme que fuera tanto. Las paredes estaban desnudas, sin ornamentos, los ladrillos sin rebozar, y sólo unas inscripciones, pintadas a modo de grafitis, decían: Amor y humildad. Justicia e igualdad. Demos refugio a quienes por el mar nos llegan. Cuanto más pequeños y pequeñas sean, más iguales seremos.

Entrecruzadas, dos vigas de acero, cada una de igual longitud, se alzaban desde el suelo en el centro de la sala con la intención de significar (me costó algún tiempo entenderlo) el símbolo por excelencia de la religión que había sido durante siglos la de nuestros pueblos. Al lado de las vigas, dos soportes sostenían una pieza de mármol sin desbravar: el altar, en torno al cual, formando un círculo tan informal como irregular, se amontonaban las sillas de formica en las que nos sentábamos como una veintena de parientes y amigos.

¿Amigo?… ¿Había sido realmente yo amigo de Rosendo? ¿Cómo no lo íbamos a ser si en el ministerio —y aún más en la Dirección General de Diversidad Sexual y Derechos LGTBIQ a la que pertenecíamos— éramos casi los dos únicos representantes de nuestro sexo, hoy denominado género? Y sin embargo, no: Rosendo, aquel tipo raro y taciturno, no tenía amigos, que se supiera al menos. No pasaba de ser un buen compañero de trabajo, alguien con quien no me llevaba ni espe­cialmente bien ni particularmente mal. Sólo lo típico: Hola, qué tal… ¿Cómo estás?… ¿Viste ayer el partido?… ¡Uf, qué calor!… ¡Tres meses sin llover!… Y yo seis sin ligar… (alguna vez, aunque rara, Rosendo se abría un poco). No es normal tanta sequía, tú… Qué le vamos a hacer, ¿nada entonces, tío?… Algo por Tinder, alguna vez.

Ese tipo de cosas, en fin.

Aunque ligeros, me asaltaban aquellos recuerdos, me zarandeaba aquel zarpazo de su muerte, tan brutal, casi en mis propios brazos; y me abrumaba aquella cosa entre siniestra y dulzona que rondaba por la capilla, con aquel olor como a descomposición. No, no era sólo el desinfectante, era también… ¿Será que la fealdad hasta puede llegar a oler? Fuese lo que fuese, todo aquello acabó haciéndome sentir mal, rematadamente mal, como si una bola dura, apelmazada, una mezcla de asco y angustia se me estuviera agarrotando en la boca del estómago.

Fue aquella bola (¿qué, si no?) lo que hizo que, al tardar yo tanto en reaccionar, no le quedase a Karim más remedio que llamarme la atención. Karim, aquel moro tan simpático gracias a cuya ayuda había conseguido encontrar un miserable puesto de interino en el ministerio. Karim, a quien le había tenido que ocultar las razones por las que yo, Héctor Vega Romero, andaba, a mis cuarenta y dos años, deses­perado y sin trabajo. Karim, aquel avispado conserje del ministerio (su abuelo, gran amigo del mío, había sido miembro de la Guardia de Franco antes de pasar al ministerio, y su puesto había ido pasando de padre a hijo; el puesto de conserje, quiero decir). Fue Karim quien me advirtió con un codazo y me guiñó el ojo cuando íbamos a despedir el duelo (Mi más sentido pésame… Los acompaño en el sentimiento… No somos nada… A todos nos llegará un día).

Entonces la vi. Pero me tuve que pellizcar. No podía ser, en un sitio así, en un día así. A primera vista, es cierto, no se le podía reprochar nada; pero cuando prestabas más atención… Cómo desentonaba en aquel lugar alguien vestido de una forma tan provocativa que hasta le hacía perder la elegancia de la que parecía alardear. Iba toda ella de punta en blanco. De punta en negro, mejor dicho: desde los zapatos (pero ¡qué tacones!) hasta el top (sin escote, pero con transparencias debajo de las cuales nada sujetaba nada), pasando por unas medias negras y una minifalda tan corta como ceñida. ¿A quién pretendía provocar? Todo resultaba aún más extravagante al observar el rostro de aquella mujer: seco, imperturbable, sin un gesto, ni una mueca, ni una lágrima. Hasta que de pronto se derrumbó. Hasta que se desencajó y se echó convulsivamente a llorar.

Guapa, lo que se dice guapa, de esa belleza hecha de finura y armonía —me decía días después, mientras le daba vueltas y más vueltas al recuerdo que había guardado—, no puede decirse que lo sea. Hay en su rostro irregularidades, salientes que no impedían, sin embargo, que en aquella cosa medio asilvestrada latiera una especie de encanto peculiar, raro, extraño. Tan extraño como toda ella, como aquella Angélica de la que había conseguido que me soltara su nombre y me diera sus señas antes de salir casi corriendo de un funeral al que había acudido vestida como para ir a una orgía y entre cuyos asistentes no conocía a nadie. Salvo al muerto.

Me enteré tiempo después, cuando acabamos encontrándonos. No sé por qué, pero presentía que me estaba metiendo en un pozo tan hondo como peligroso, y sin embargo me lancé. Me lancé pese a todos mis desengaños, pese a toda la desazón que me despellejaba el alma desde que me había quedado sin casa ni mujer, sin familia ni hogar. ¿Para qué? ¿Para qué, imbécil? ¿Para qué te vas a romper de nuevo la crisma? ¿Para qué te vas, idiota, a volver a enamorar? Si siempre es lo mismo, si al final todas…

¿Todas? La inmensa mayoría, en fin. Pero aquélla me atraía como un imán. Cualesquiera que fuesen los riesgos, la mera posibilidad de conquistar a alguien como Angélica ya me estaba infundiendo nuevas fuerzas; parecía como si la vida quisiera volver a ser generosa conmigo, como si se dispusiera a abrirme otra vez las puertas. Por eso la busqué como un loco, por eso la llamé, le escribí, le insistí, la acosé.

Corría mis riesgos, pero me daba igual. Si las cosas se torcían y le daba una de esas ventoleras que a veces les dan a ellas, aquella mujer podía agarrar todos los mails y wasaps con que la había estado bombardeando y adulando. Con ellos en las manos, podría presentarse en el REAG, el Registro Estatal de Acosadores de Género que desde la aprobación de la nueva ley funciona en mi propio ministerio. Y para el que trabajo precisamente yo. Una vez ahí, Karim, el conserje, volvería a abrir los ojos como platos y se encargaría de indicarle el camino. Y a mí se me caería el pelo.

Había tomado una sola precaución: verificar que su nombre no figurara entre todas las que habían interpuesto denuncias desde que se abrió el REAG. Suspiré aliviado al comprobar que no había nada a nombre de Angélica Paredes Ramírez. Y aunque ello no era ninguna garantía de cara al futuro, entonces sí, me lancé envalentonado y decidido en pos de aquellas piernas y de aquella sonrisa tras las que crepitaban, me decía, mil incendios. Su resistencia fue larga, enconada, mucho más de lo que permitían presagiar las vestimentas del día del entierro. Sólo después de haber estado asaltando la fortaleza durante tres meses conseguí quemarme.

—Lo hice por él —me confesó Angélica, hablando de Rosendo—. Sabía que, dondequiera que estuviese, le encantaría que me presentara vestida así.

—¿Le encantaría? ¿Qué locura es ésa?

—¡Ah! Si supieras cómo era… Endemoniadamente voluptuoso.

—¿Rosendo? ¿Tan mosquita muerta como parecía?

—No seas malo, anda. Sí, mosquita muerta de puertas afuera. Pero si lo hubieras visto aquí, conmigo, en esta misma cama… Lejos quedaba el pobre diablo, el tipo apocado, insignificante, por el que todos lo tomaban. Fue eso lo que me llevó a decirme que era de justicia que al menos el último día quedara claro ante todos qué clase de mujer había sido la suya. Rosendo había sido incapaz (no me preguntes por qué: ni él mismo lo sabía) de mostrar todo lo que realmente era; de modo, me dije, que si él no había conseguido salir del armario, ya saldría yo. Algo de su vida oculta me tocaba mostrar a mí.

Me quedé helado. ¡Rosendo!… ¿De modo que nada de nada en tu vida, eh, bribón? ¿De modo que una larga sequía, eh, pillín? Cómo me engañabas… Sin ton ni son, además. Realmente, no hay quien entienda a los humanos.

Y a las humanas aún menos. A Angélica, por ejemplo… Ya han transcurrido, me decía, más de dos meses desde aquel primer incendio y ya me está quedando claro todo el saco de contradicciones con el que esa mujer anda por la vida. Lo hace con gracia y garbo, eso sí (y no, no pienso sólo en sus piernas). Anda por la vida como si se la fuera a zampar cual fruta madura: con fruición, con ganas, con encanto. Tiene chispa, simpatía… Y humor, un enor­me sentido del humor que hace que le empiezas a decir algo, y ¡zas!, no sólo lo pilla de inmediato, sino que va y le da la vuelta y se pone a vacilarte.

También es honesta. Tanto como para haberse creído en la obligación de montar toda aquella chifladura destinada a reivindicar la memoria del bendito Rosendo. Es cierto que lo hizo fatal: de forma tan estrafalaria que nadie siquiera captó sus intenciones. Pero éstas eran rectas, nobles.

A sus treinta y un años Angélica ya se ha forjado solita una más que brillante carrera profesional. Tiene, es cierto, un trabajo tan estúpido como el mío, pero incomparablemente mejor pagado y prestigiado. ¡Bravo, muy bien!, le digo. Si no te queda más remedio que pasar por el aro (todos, de una forma u otra, tenemos que pasar por él), más vale que lo hagas sonriendo y de buen talante, sin esa cara de mala leche que tantas veces se me pone a mí. Lo que pasa es que una cosa es eso, y otra que ese trabajo de mierda te colme y te fascine.

Porque hay que ver cómo le encanta a Angélica lo que hace en su multinacional del marketing y la publicidad, lo cual no es otra cosa que publicitar, o sea, vender, vender, vender, cuanto más mejor, lo que sea, cualquier cosa, qué más les da. Me supera semejante entusiasmo. Por más vueltas que le doy no consigo entenderlo. En todo caso, no en alguien como ella.

Y eso es sólo una parte, porque hay más cosas, bastantes más. Resulta que esa mujer lanzada y audaz también es como una delicada flor que necesita ser regada y mimada sin parar. Se me pega como una lapa, no me deja respirar, tengo que llamarla a todas horas, enviarle veinte wasaps al día: Buenos días, cariño, ¿has dormido bien?… ¿Qué tal, amor, con tu jefe hoy?… ¿Mucho trabajo esta tarde?… ¡Que pases una feliz noche, mi vida!…

Y pobre de mí si alguna vez dejo de hacerlo. Entonces me llueven llantos, escenas, histerias: ¡Siempre te olvidas de mí!… ¡No me haces caso!… ¡No me quieres, no me amas!… ¡Tú sólo quieres una cosa, lo de siempre, lo de todos!… ¡Todos los hombres queréis lo mismo! ¡Eso y nada más que eso!

Pero hay una forma rápida de calmarla: darle eso. ¡Claro que Angélica también lo quiere! Si se lo das, pero a fondo, bien dado, las aguas vuelven remansadas a su cauce. ¿Cómo no va a quererlo? ¿Cómo no van a quererlo todas, si están vivas, si están sanas, si están…; no, si son tan hermosas, maldita sea? Lo quieren, pero tienen la maldita manía de no querer reconocerlo, de dejarse llevar por esa especie de miedo ancestral de que sólo sea por eso, por la carne, por lo que uno está con ellas.

Como si uno fuera un carnicero. Como si con la sola carne pudiera alguien abocarse al tumultuoso esplendor de la carne. Como si no hiciera falta otra cosa. Como si el sexo y su incendio pudieran alumbrarse sin que los prendiera la más refinada imaginación del espíritu. Como si el sexo (el de los humanos, no el de los cuadrúpedos) no fuera la cosa más espiritual del mundo. Y la más salvaje. «Con todo mi amor animal», me escribió una, una vez.

Me embalo pensando en esas cosas; pero más me valdría no hacerlo. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene? Son sólo cosas que van dando vueltas por mi cabeza, pero que no digo a nadie, ni siquiera a Angélica. He intentado decírselas alguna vez, pero no ha habido forma: no le interesan. Todo lo que tenga que ver con ideas («paridas», las llama) le aburre sin remedio. No tienen sitio en su hermosa cabeza, que discurre por otros derroteros. Vale, muy bien, cariño, me ha dicho alguna vez; creo que tienes razón…, sí, claro, pero deja de enrollarte tanto, amor.

Y mira que es inteligente: lista, para ser más exactos. Pero para otro tipo de cosas, para las de la vida práctica, como le gusta decir. Ahí su habilidad es prodigiosa, y si a esa habilidad le añades su ambición, su capacidad de trabajo y algún que otro trapicheo (hubo camas por las que le tocó pasar), se comprende que haya conseguido realizar una carrera de tanto éxito en la Worldwide Action Marketing, la gran multinacional de la publicidad que tiene en Madrid su sede europea. Entró ahí sin ser nadie, y ha pasado a ser en menos de un año directora adjunta (y espera ser pronto directora sin más) en el Departamento de Administración de Recursos Humanos.

Recursos Humanos… Siempre me ha hecho gracia este nombre que equipara a los humanos con recursos como los de las máquinas, los materiales, los edificios. Pero si cometiera, por ejemplo, la estupidez de decírselo a Angélica, estoy seguro de que ni siquiera entendería el problema. Abriría sus grandes ojos negros y me preguntaría: pero ¿qué le ves, amor, de malo?

¿Qué puede fascinarle tanto en dirigir sus recursos humanos? ¿El poder? ¿El poder de manejar esos recursos que tiene ahí, desplegados a sus pies? Quizás, pero no me cuadra con lo que es ella. ¿Qué tiene que ver la sed de poder con ese chisporroteo de gracia que esa mujer va esparciendo por la vida?

Como el otro día, cuando íbamos por el barrio de los Austrias y pasamos delante de la Torre de los Lujanes, en la plaza de la Villa de Madrid, ahí don­de Carlos V, ¿sabes, Angélica?, encerró a Francis­co I, el rey de Francia al que había capturado guerreando en Pavía en 1525. Y ella: ¡Ah, Pavía!… Sí, ahí cerca de Milán, donde tenemos nuestra sucursal italiana. ¡Ay, amor! Ya sabes, yo y la Historia… Y entonces fue y, como para hacerse perdonar su desinterés, se me abalanzó, me abrazó y me besó ante una manada de turistas chinos que, provistos de sus mascarillas (las llevaban ya antes del Virus y las han seguido llevando después) estaban bajando de su autobús de dos pisos y nos miraban como si formáramos parte de una atracción cuya figurante femenina apretujaba a su comparsa contra los seiscientos años del glorioso muro de la Torre de los Lujanes, el edificio más antiguo de Madrid, mientras se frotaba contra él, piernas contra piernas, boca contra boca, hasta que conseguí apartar su zarpazo final gritándole: ¡Espera, por Dios, espera! Aquí no, es imposible. ¡Loca, más que loca! Vámonos donde sea, donde quieras, pero aquí no. Palabras ante las que Angélica se desternillaba de risa mientras en su boca bailaban otras que me decían: ¡Tontaina más que tontaina! ¡Inocente, inocente! Te has creído que iba a llevarlo hasta el final… Ay, qué gracia. Estoy chalada, pero no tanto. Venga, anda, vámonos a casa.

Todo un personaje, en fin. Y al que no hay forma de encasillar. ¿Quién es Angélica, en realidad? Por un lado, es la loca desmelenada de la Torre de Lujanes; pero, por otro lado, es la exitosa, la modélica ejecutiva entregada cuerpo y alma a un trabajo que la absorbe horas y horas cada día, diez, quince, las que sean, las que deba efectuar la eficiente directora (adjunta) que te dice que hoy, cariño, ay, cómo lo siento, hoy no podremos vernos, y mañana tampoco, pues me he tenido que traer unos documentos para trabajar en casa, ay qué pena, pero qué pena…, y los fines de semana a veces también se los trae, y ya se verá qué pasa cuando lleguen las vacaciones, si es que llegan, si es que todavía aguanto yo.

Pero lo más increíble ni siquiera es eso, porque currantes compulsivos los hay en todas partes, salvo en mi ministerio y en sitios parecidos, es cierto. A lo largo y ancho del mundo hay miles de ejecutivos que trabajan como mulas y hacen que Angélica no sea ninguna excepción. Lo único excepcional es que, además de trabajar así, ella lo hace con auténtico placer, proclamando ante quien la quiera oír toda una perorata en la que explica que ésa es mi forma de realizarme, de ser verdadera, auténtica, feliz; pero, cuidado: feliz no sólo yo, sino todos y todas (le ha dado la manía del lenguaje inclusivo) los que trabajamos en la Casa (la Casa, la llaman), donde estamos implementando una nueva forma creativa, gozosa, de trabajar.

Una forma…, ¿cómo era aquello que me impactó tanto cuando lo oí? Ah, sí, la forma posmoderna de trabajar: una forma festiva, hasta aventurera de acabar con la antigua maldición bíblica que el trabajo ha sido siempre.

Pero no fue Angélica quien pronunció tales palabras. Fue Laurent-François… no sé qué, pues a nadie se le ocurrió indicarme su apellido cuando me lo presentaron en la cena a la que habíamos sido invitados Angélica y yo.

Menudo personaje, el tal Laurent-François: el Gran Manitú, el Jefe Supremo, el Director General de la Worldwide Action Marketing Spain, y uno de los principales accionistas de la matriz estadounidense. Se trata de un individuo de… ¿Cuántos años tendrá? Difícil decirlo: aparenta entre cincuenta y sesenta, pero pasa de largo de los setenta. Da el pego a la perfección: alto, bronceado, atlético, luciendo larga y entrecana melena cuyos implantes son tan perfectos que nadie los podría detectar. Nadie…, salvo su directora (todavía adjunta) de Recursos Humanos, quien me decía, chismosilla ella, que sí, amor, sí, seguro que lleva implantes; si no, ya me explicarás dónde fue a parar la calvicie —la vi en fotos de hace años— que coronaba entonces su rostro.

Un rostro de facciones sorprendentes: largo y bien proporcionado, anguloso, y en el que sus estilistas han tenido el detalle de dejar algunas arrugas que dan un aire hasta profesoral a unas facciones que pueden pasar con gran facilidad de una adustez seca a una jovialidad tan afable que hasta resulta empalagosa.

—Francés de origen, pero no de sentimientos, ¡que quede claro! —insistió nada más recibirnos el día de la cena—. No se confundan, amigos, porque nací en Francia, sí, ¿y qué?… ¿Es tan importante el lugar donde nace uno? Naciones, patrias, identidades… ¡Bah! Palabras, palabras, palabras.

—La patria —traté tímidamente de aventurar— es ese destino que nos une espiritual y carnalmente con…

Me cortó (había pasado al tono seco, grosero casi).

—¡El destino, el destino! ¡Por favor, amigo, por favor! El único destino que conozco es el de mis viajes. Y el de mis puestos, claro, claro —y estalló en una risotada.

Viajes y destinos había conocido muchos aquel ciudadano del mundo que había desempeñado los más altos cargos en diversas compañías multinacionales hasta acabar dando con sus huesos en la central europea de la Worldwide Action Marketing. Era sin duda el último de sus destinos antes de ir a visitar el lugar donde se encontraba, como diría el cura aquel, nuestro amigo Rosendo.

—Muchos han sido mis puestos y mis destinos —seguía diciendo Monsieur Laurent-François—. Pero siempre al servicio del Gran Capital…, je, je, como habría dicho yo en mis tiempos de trotskista, allá en el París de mayo del 68. ¡La de vueltas que da la vida!, ya veis ustedes —no conseguía aclararse con el uso del usted en español—. Cuando pienso en aquellos tiempos, en aquellas luchas… y en aquella juventud. Qué jóvenes, pero qué jóvenes e ilusos éramos todos.

Y ahora también lo eres: joven, quiero decir, le replicó una voz cálida procedente de una especta­cu­lar criatura cuyo marido debe de llevarle fácilmente…, no sé, unos treinta o cuarenta años, me había chismorreado Angélica antes de advertirme de que mucho cuidado con ella, ¡mi niño!, que esa víbora te va a deslumbrar. Ya verás, ya verás.

La víbora respondía, por sus orígenes, al aristocrático nombre de Marie-Margot de Domegnac-Angoulême: histórico linaje de la Vendée por el cuello de cuyos nobles antepasados se había deslizado, más de dos siglos atrás, el frío filo de cierto instrumento inventado por el doctor Joseph-Ignace Guillotin. Uno de sus últimos descendientes era aquella mujer de alto cuello, esbelta figura de estatua griega y brillantes ojos de luz. Fallecidos sus padres siendo ella niña, había quedado al cuidado de sus tías, quienes rompieron casi toda relación con ella cuando, oveja negra de una familia de estrictas costumbres, tuvo la idea, a los dieciocho años, de emprender una vida de aventuras y disolución por toda Europa, la cual la había llevado, hacía tiempo, a España, donde ahora vivía prendida a los brazos… y a las arcas —pensé— de aquel hombre con el que se había casado unos dos años atrás.

Seguía el hombre diciendo que hay que ver, hay que ver cómo consiguió cambiar el mundo aquel mayo del 68, aunque, por fortuna, las cosas no cambiaron. o sólo en parte, como nosotros ansiábamos. Lo más importante, en cualquier caso, es el nuevo espíritu que hoy lo anima todo; un espíritu que se enfrenta, claro está, con escollos y resistencias, pues el viejo mundo se resiste a morir. Pero son sus últimos coletazos, vanos esfuerzos por levantar barreras, como hacen esos derechistas que se han aprovechado de lo de la Pandemia para coger fuerzas y tratar de renacer de sus cenizas al tiempo que despliegan ese racismo que se ceba con las personas migradas que día tras día se juegan la vida para venir a Europa y traernos su trabajo.

—Y su multiplicidad cultural, mon chéri —completó la misma cálida voz de antes. Lo dijo esbozando una sonrisa que podía significar dos cosas: o que suscribía lo que decía el otro, o que se burlaba de aquel manual de lo políticamente correcto que seguía desplegando su marido, quien ahora precisaba que he de reconocer, sin embargo, que todo eso del país de uno, del terruño, de sus canciones y bailes, sus comidas típicas y trajes regionales, todas esas cosas, en fin, no dejan de estar muy pero que muy bien… para la industria turística, a la que favorecen tanto. ¡Claro que sí, claro que sí! Y se echó de nuevo a reír.

Satisfecho con aquella conclusión, el hombre hizo una pausa, alzó la copa del jerez (un oloroso) que estaba tomando, contempló su cálido color caoba y se lo llevó a los labios. Ello permitió que pudiera hablar por fin una criada de marcados rasgos indígenas que, vistiendo un estricto uniforme negro con cofia almidonada y delantal blanco, estaba esperando que el señor concluyera su parrafada para declarar que la cena, señora, está servida.

Pero no fue la señora sino el señor quien, haciendo un gesto a la india, le dio a entender que esperara aún mientras él nos explicaba que más vale que no se hagan ilusiones los carcamales de la identidad y la nación: nada conseguirán por más barreras y fronteras que se empeñen en levantar. Basta ver cómo han cambiado las cosas en todas partes: en la empresa, en la calle, en la escuela, en los medios… Y hasta en la publicidad. Por cierto, ¿habéis visto ustedes nuestra última campaña?

Y como nadie decía nada, nos explicó que es una de las que me siento más satisfecho por la gran dificultad del producto: la lencería femenina, una de las cosas más complicadas de publicitar. Sí, sí, no me miréis así. Es difícil, es complejo, porque obliga a conciliar dos cosas en realidad inconciliables. Por un lado, la inmensa sensualidad —y sus ojos se clavaron en Angélica y en su mujer— que emana de vuestros encantos, los cuales atraen como a moscas a todos los machiru… ¿Cómo es? Sí, esa palabra tan graciosa de la que siempre me olvido.

—Machirulos y machistorros —le contestó sonriendo Angélica.

—Eso. Los cuales machi…, como se diga, disfrutan de lo lindo mientras os devoran con los ojos al veros revestidas… o desvestidas con esas refinadas prendas que realzan vuestra feminidad, razón por la cual nos vemos obligados a lanzar una publicidad agresivamente machista al tiempo que promovemos la imagen antimachista de una mujer libre, emancipada, empo…, empoderada, ¿no? ¡La cuadratura del círculo, en fin! Una cuadratura que, sin embargo, conseguimos resolver difundiendo las imágenes más que sensuales de la gran modelo rusa Tania Todoroska, por encima de las cuales destacaba el gran lema de la campaña:

Vive tu libertad. Mañana será femenino.

—¿Mañana?… ¿No lo es ya hoy? —me atreví a preguntar.

Pero se salió por la tangente aquel malabarista del marketing que se limitó a decirnos que mañana, si seguimos en este plan, aún estaremos charlando aquí, muertos de hambre. Pasemos, amigos, al comedor.

Empezó entonces un prodigioso desfile de platos. Habían sido elaborados por un discípulo de Ferran Adrià que acababa de abrir un restaurante en pleno barrio de Salamanca y al que se precipitaba el todo Madrid. Hubo desde una tempura de salicomia al azafrán con emulsión de ostra y su perla (rezaba el menú), hasta unos raviolis de mejillones de roca con pica deconstruida que se hinchaban y estallaban en la boca (se atragantó y casi se ahogó Marie-Margot), hasta una aleta de tiburón ecológica en su calabaza, igualmente deconstruida, de cabello de ángel.

Lo que, en cambio, no estaba nada deconstruido eran los vinos. Para los blancos, el predominio francés fue total: sólo champagne, y nada menos que un Dom Pérignon Vintage 2003. Como genios huidos de la botella revoloteaban en las copas las burbujas largas y finas que danzaban por entre un amarillo ocre con reflejos verdes que dejaba en la boca un sabor de almendras tostadas, ciruela y flor blanca. Su éxito obligó a descorchar una segunda botella antes de pasar al tinto, donde el anfitrión quiso compensar el anterior predominio francés sirviendo un inmenso Vega Sicilia Único de 1965. Elegante y voluptuoso, pleno de cuerpo y desbordante de sutilezas, emergían de su aterciopela­do rubí aromas de trufa y cereza negra envueltos en perfume de vainilla con toques de roble tostado.

La conversación (si puede llamarse así aquel monólogo que estaba protagonizando el jefe de Angélica) pasó del burbujeo en el que se habían ido entremezclando política y marketing, feminismo y femini­dad, a otro por el que cabrioleaban palabras como: ¿Adaptados ya a la vida en esa España que…? Oh, llevo ya tantos años aquí que… Madrid y su vitalidad me… Los horarios, en cambio, sí que… Pero esa luz, ese sol es tan… ¿Un poco más de…? No, muchas gracias; es exquisito, pero… ¿Vais a viajar ahora que la Pandemia ya… Calla, calla, con lo de la Pandemia… ¿Sigues entonces con ese analista que…? Junguiano, ¿no?… Pero qué mona, Marie-Margot, con ese vestido tan sexy y tan… Pues mira que el tuyo, Angélica… Cómo te marca los… ¡Cuidado, cuidado! ¡No te atragantes!… ¡Ay, que se ahoga, que se ahoga!… ¡Agua, pronto, agua!… A ver si… ¡Ay, esos raviolis!… Le han estallado y… ¿Estás ya mejor?

Mejor, mucho mejor estábamos acomodados de nuevo en el salón, donde Angélica —ya Baco empezaba a soltar las lenguas— tuvo la idea de preguntarle qué piensas entonces, oh, mi muy amado y reverenciado jefe, de todo eso de lo que estábamos hablando, de ese empoderamiento femenino que…

A lo que el amado y reverenciado le contestó que, ya que te empeñas, mira, os voy a ser sincero: todo eso me importa un bledo. Y se echó otra vez a reír.

Sentada al lado de Marie-Margot y de su vestido tan sexy que te queda tan bien, Angélica se lo miró igual de asombrada que yo mientras el otro añadía que sí, sí, lo habéis oído muy bien. Claro que defiendo los grandes, poderosos, empoderados —engoló la voz— derechos alcanzados por la mujer de nuestro tiempo; y los defiendo… no porque crea en ellos, sino porque eso es lo que hay, lo que toca; porque así es y así fluye el flujo de ideas que hoy predominan sobre las demás, aunque también debo reconocer que ese predominio de lo femenino aún no ha llegado adonde tarde o temprano acabará llegando, adonde tiene que llegar, pues todavía son muchas las rémoras del pasado, aún es demasiado grande el poder de lo androcéntrico y heteropatriarcal. ¿No os parece, queridas?, añadió sin que quedara claro si estaba pontificando o choteándose.

Mientras iba hablando, su mirada no dejaba de envolver a las dos mujeres, arrellanadas en un mismo sofá de cuero blanco. Era tan hondo y bajo aquel sofá situado frente al que ocupábamos los dos machirulos, que bastaba cualquier movimiento de las altas piernas de ambas —que se cruzaran, por ejemplo, como lo acababan de hacer las de Marie-Margot— para que, entreabriéndose la falda larga y hendida que ésta lucía, o subiéndose la más corta que llevaba Angélica, pudieran vislumbrarse como entre sombras las prendas que, como decía el dueño de la casa, adornan vuestra feminidad: rojas en un caso, negras en el otro.

Sentados frente a tales sombras, nuestro anfitrión y yo ocupábamos otro sofá igual de bajo y hondo, pero de cuero negro: el color que junto con el blanco presidía aquella casa situada en la prestigiosa urbanización de La Moraleja, a unos veinte kilómetros de Madrid

No había en toda la mansión ni un solo objeto, ni un solo mueble que no fuese de diseño. Si hubiera habido bibelots, también lo habrían sido. Pero no los había en una casa que había hecho del minimalismo su opción. De la madera no se tenía noticia, de la ornamentación tampoco: todo era mármol, metal, cristal… Liso, frío, vacío, hasta con espacios dejados expresamente sin muebles. Sólo algún cuadro colgaba de sus paredes.

Viendo que mi mirada se perdía por una de ellas, nuestro hombre lo aprovechó para hacer alarde de lo que denominó ciertas deconstrucciones filosófi­cas que tomo prestadas —precisó— de mis grandes maestros franceses. Basándose en ellos, añadió que aquí tenemos, como puede apreciarse, una clara expresión del vacío espacial entendido como vector deconstructivo que, según dice…, sí, ese… —pero se quedó en blanco.

—Derrida, ¿no? —dije yo por decir algo.

—Eso, Derrida — mintió, aliviado, él.

Sólo el cuero de los sillones procedía del mundo orgánico en aquella casa donde todo olía a nuevo, a moderno. A posmoderno. Por no haber, no había ni una sola antigüedad. Un inmenso Tàpies presidía el salón: una mancha negra esparcida sobre fondo ocre y a la que acompañaban cuatro rayitas rojas (¿las barras de la senyera catalana?) que parecían caídas como por casualidad. Mañana nocturna, se llamaba aquello. Frente al Tàpies se alzaba un Barceló sobre cuya mancha de tonos blancos y grises caían, pero arracimadas esta vez, cantidad de rayitas verticales. Diluvio deconstruido, se titulaba. Estaba colgado en una pared negra. El otro, en una blanca.

¿Qué diablos pintaba yo en medio de todo aquello?

La pregunta era tan crucial como cruel, pero no tenía respuesta. O mejor dicho, sí tenía una y era muy sencilla: nada pintaba yo ahí. ¿Por qué entonces había ido? ¿O por qué no me levantaba, daba cualquier excusa y me largaba? Era evidente: había ido por Angélica y sólo me quedaba por ella, tan feliz como se la veía en su ambiente, en medio de su gente.

Pero entonces había otra pregunta: ¿qué diablos pintaba yo con Angélica?

Y como no tenía respuesta, o como la respuesta era demasiado evidente, todo entonces se me hundía hasta el punto de que, como en otras ocasiones, ya empezaba a sentir aquel nudo que el día del entierro se me había agarrotado en la boca del estómago. Todo me daba arcadas: desde aquella casa hasta las palabras de su dueño.

Poco se habían oído hasta entonces las de la due­ña, aquella víbora (la había llamado Angélica) cuya cara de chica buena se entremezclaba con aires de femme fatale. Estaba sentada frente a mí, que no conseguía quitarle los ojos de encima, como tampoco ella apartaba los suyos mientras sus piernas se iban cruzando y descruzando sin parar.

Me estaba provocando, era evidente. ¿Cómo se atreve?, me dije. Y además, con Angélica a su lado. ¡Qué jeta! Pero lo hacía con habilidad, hasta con elegancia, aquella mujer que era cualquier cosa menos zafia y vulgar. Había escogido, por ejemplo, unos pendientes cuyos zafiros hacían juego con sus ojos acuosos y zarcos, y se había envuelto en un vestido rojo —pero no cualquiera: un rojo pompeya­no— cuya elegancia quedaba resaltada con un punto, pero sólo un punto, de atrevido descaro.

Nos hallábamos sumidos en aquel juego de coqueteo y seducción que las circunstancias, ahí, ante todos, hacían realmente insólito, por no decir peligroso. Y mientras tanto iban vagabundeando por mi mente las ideas que la suelen asaltar sobre todo en esos momentos: cuando la bola va haciéndose cada vez más dura en mi estómago, cuando voy intentando espantar mis decepciones, mis frustraciones, mis…, hablemos claro: mi fracaso en la vida, en esa puñetera vida a la que, sin embargo, adoro con todas mis fuerzas.

Y porque la adoro y dejo de lado las bellaquerías que me hace es por lo que puedo dar tan bien el pego y mostrarme con esa pinta de tipo gozoso y jovial con la que me conocen tantos. Pero que nadie se engañe: son sólo apariencias que obtengo a costa de ensimismarme muy adentro, de vivir entre mis divagaciones y mis libros, mis músicas y mis clásicos. Casi como si estuviera solo en el mundo. Como si los demás no existiesen. Como si todos los de aquella cena, por ejemplo, se hubiesen esfumado ya.

Nadie, sin embargo, se había esfumado. Todos seguían ahí. Sobre todo el anfitrión, cuya voz me llegaba ahora entre las nieblas de un ronroneo del que sólo me quedaba claro que estaba hablando de negocios y dinero: lo suyo, por supuesto. Ensimismado como estaba en mis ideas, lo veía desde muy lejos, como desde una especie de nube, por más cerca que tuviese a aquel hombre cuya conversación sólo Angélica estaba siguiendo. Con considerable entusiasmo, por lo demás.

De pronto, un fogonazo me ardió en la cara. La víbora con pinta de ovejita me estaba sonriendo aún más descaradamente que antes, como si quisiera decirme que con la conversación de negocios que esos dos se traen, me parece, pobrecito, que te estás aburriendo tanto como yo.

Y para que el aburrimiento no se apoderase definitivamente de ambos, dejamos a los otros dos con sus cosas y nos pusimos a hablar de toda clase de asuntos relacionados con Francia y España: las costumbres, las comidas, las ciudades, los museos, los lugares, los paisajes que cada uno conocía o le gustaría conocer. Esas cosas tan propias de una cena como aquélla, pero que nos acabaron llevando a hablar de autores y artistas, de arte y literatura. Resultó ante mi sorpresa que la víbora, que sólo lucía ahora su cara de ovejita, tenía una cultura mucho más seria de lo que cabía esperar de alguien por cuya casa revoloteaban ideas de Derrida y en cuyas paredes colgaban cuadros de Tàpies y Barceló.

—Ah, y en el jardín —añadió— también tenemos un McCarthy.

—Espero que no sea tan grande como el Plug Anal que instaló una vez en la place Vendôme de París.

—No, qué va. Un plug tan grande no nos entraría jamás… En el jardín —precisó un segundo después. Sólo un segundo, pero suficiente para que, lejos de evitar la procacidad, la acentuara.

Dicho lo cual, se levantó de aquel sofá tan bajo y tan blanco, ajustó su falda, me pidió que la disculpara y salió contoneándose con gracia y salero del salón.

Ahí tenemos a otra, me dije, que anda por la vida con sus contradicciones a cuestas. Porque mira que ser tan culta, interesante y encantadora como parece, y andar compartiendo la vida con el pájaro este; mira que estar metida en semejante medio, vivir en semejante casa… Pero, vamos a ver, ¿quién soy yo para achacar contradicciones y criticar ambigüedades? Como si no me bastaran las mías, yo que estoy aquí y no pinto nada aquí, yo que no tengo nada que ver con esa gente, yo que no los soporto, yo que debería largarme ahora mismo ya.

Y yo que nunca me largaré. Yo que nunca seré capaz de hacerle eso a Angélica.

Angélica… ¿Estoy todavía enamorado de ella? ¿Qué es en realidad ella para mí? ¿Es ese magnetismo, esa luz que a veces aún me electriza? ¿O es ese ser del que tantas otras veces me pregunto cómo es posible, qué sentido tiene, qué hago yo con ella, que se me ha perdido ahí?

Me sacó de mis cavilaciones la voz firme y envolvente de Monsieur Laurent-François Dartigues (al final me había enterado de su apellido: era tan sencillo como abrir mi móvil y buscar en Google). Había dejado de hablar de ligueros para referirse al espíritu de lo ligero, gozoso, festivo, lejos de las rémoras y pesadeces del pasado. Pero lejos también de ese miedo que nos ha envuelto desde que llegó el maldito Virus y que aún nos envuelve por el temor de que pueda volver algún día. Un temor al que debemos combatir con tres cosas: con más ciencia, con mejor economía y con más y mejor fiesta, con una fiesta hecha de cosas leves y lúdicas, como los desfiles del Día Mundial de la Mujer, o los del Día del Orgullo Gay. ¡Ojo, ojo!… Yo no lo soy, que quede claro, aunque todos los años voy. Voy porque comparto ese espíritu hedonista, gozoso, festivo. Ese espíritu que, traducido en la empresa, implica el fin del trabajo como maldición bíblica, lo cual no está reñido en absoluto con el aumento de la productivi­dad y del rendimiento empresarial, ¿verdad, Angélica?

Alzando su copa concluyó: ¡Brindemos, amigos, por el triunfo de ese nuevo espíritu! Y dirigiéndose a su mayordomo, ordenó: Tráenos, Bautista, el carrito de los licores.

 ¿Bautista?…, pregunté con un tono por el que asomó mi asombro. ¡Bautista! Aquel emblemático, casi caricaturesco nombre de mayordomo en los tebeos de mi infancia. Ahí lo tenía. No como en las viñetas, sino en carne y hueso: la de un fornido negro de unos dos metros de alto que oficiaba con elegantes y exquisitas maneras.

—Sí, Bautista —me respondió su amo—. ¿Qué quieres? No iba a llamarlo con el enrevesado nombre que dio cuando, montado en una patera y procedente de Senegal vía Marruecos, llegó hace unos meses. Había sido recogido cerca ya de Tarifa por el Welcome to Freedom, el barco de una de las oenegés que financiamos entre la Open Society Foun­da­tion y nuestra propia empresa.

»Ya en el barco dos cosas habían llamado la atención del capitán, un buen amigo mío, por lo demás: su porte egregio y la elegancia con la que se movía. Algo que, según Bautista, tiene que ver con…, con eso que dicen en España, sí…, eso del galgo y la casta. ¿Cómo es, chérie?

—De casta le viene al galgo —respondió la chérie.

—Una casta que, según él, es la de sus orígenes, la de la aristocrática familia de la que proceden esas buenas maneras que van acompañadas, además, de un físico espectacular. Aquí donde lo veis, Bautista no es ningún cualquiera; es un príncipe de una de las tribus senegalesas de más alta alcurnia, pero venida a menos, pauperizada y desclasada, pese a lo cual sus genes se habrían seguido transmitiendo de generación en generación. O eso pretende el hombre, convencido como está de esas tonterías sobre la raza, la sangre, la herencia.

»Nunca sabremos —concluyó— si son ciertos o no esos orígenes de los que alardea nuestro neg… Perdón, nuestro subsahariano. Pero qué más da. Lo que importa es que hemos obtenido un colaborador fiel, leal, entregado, al que hemos ayudado acogiéndolo y dándole papeles. Es lo que se llama una sinergia multifuncional con la que…

Con la que, temía yo, iba el hombre a perderse de nuevo en sus divagaciones. Pero no. Dejando sin concluir la frase, se levantó del sofá y con su poderosa voz de mando nos invitó a enseñarnos las demás dependencias de la mansión.

Me atreví a insinuar que quizá no deberíamos abusar demasiado del tiempo y de la amabilidad de nuestros anfitriones, quienes… La mirada con que Angélica me fusiló me impidió sin embargo continuar.

Nos paseó y nos mareó por una infinidad de salones, dormitorios, despachos, bibliotecas, cocinas, piscinas (la de verano, la de invierno), baños, gimnasios…, cuyas puertas, luces y aparatos se ponían en marcha o se apagaban al simple conjuro de la voz. Al salir de una de las habitaciones,

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