En la primera parte de esta entrevista, Portella hablaba del trasfondo social y político de su novela, así como de cuestiones literarias relacionadas con ello. Hoy nos habla de los amores (y desamores) apasionados, lujuriosos y desbocados (un tío de derechas, ¿habla de tales cosas?, ¡cómo se atreve!) que componen su otro eje.
Enlace con la primera parte de la entrevista
Al acabar el otro día nuestra conversación habíamos quedado en que nos hablarías hoy de los amores apasionados y desbocados —lujuriosos los llamas también— que configuran la trama de tu novela. ¿Qué tiene que ver una historia amorosa, y de grueso calibre, con el deber de lo bello, que constituye el otro eje de la novela?
Lo tiene todo que ver. Como te decía en la primera parte de nuestra conversación, lo que busco es la Belleza. Esa Belleza que, no teniendo casi nada que ver con lo bonito, lo agradable o delicado, estalla en lo álgido, intenso, palpitante. En lo verdadero. En lo intensamente verdadero tanto del gozar como del penar (¿o acaso son bonitos y agradables los horrores que en forma de asesinatos, matanzas e iniquidades de toda clase envuelven la vida que se despliega en tantas y tantas novelas, incluida ésta?). Si la Belleza es ese gran pálpito, esa gran intensidad vital, ¿dónde encontrarla en su forma más álgida, sino en los júbilos y quebrantos del amor?
No se trata, por supuesto, del amor que une a padres, hijos y demás miembros de una familia. Tampoco del amor a la patria, o del que late en los lazos de la amistad. Se trata del que palpita entre el cuerpo y alma de un hombre y de una mujer (o de dos personas del mismo sexo; pero la cuestión aquí es indiferente). El amor que corre por las páginas de El deber de lo bello es esa embriaguez en la que crepita, decía Garcilaso, el amoroso fuego ardiendo en el que yo no nací sino para quereros; yo que por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir, y por vos muero.
Y ese amor, o es carnal o no es. O es lujurioso o es una filfa. O arde en las llamas del deseo, o es un engaño, una impostura. ¿Con qué intensidad y de qué forma arde el amor entre los tres protagonistas —dos hombres y una mujer— que viven, exultan y penan en los amores y desamores de esta historia? Para responder a tal pregunta debería desvelar demasiadas cosas de una trama que resulta —eso sí te lo puedo adelantar— sorprendente y palpitante. Más vale dejarle al lector el placer de descubrir por sí mismo en qué consisten tales historias.
Si de amores y desamores se trata, también se tratará, ¿no?, de celos e infidelidades.
Tampoco aquí te puedo contestar de manera clara y concreta. Sólo puedo decirte que el ogro de los celos —«¡Maldito Otelo!», exclama en un momento dado uno de los personajes— anda suelto por tales andurriales (son varios, por cierto, los andurriales por donde discurre la novela: Roma, Venecia, los Alpes...; y Madrid, sobre todo, que goza de una buena dosis de protagonismo). ¿Será derrotado el monstruo de los celos? ¿O acabará imponiendo su habitual y desoladora ley? Lo siento, pero no te lo puedo decir. Te diré tan sólo que, en un momento dado, uno de los protagonistas —un «facha libertino», como se define a sí mismo con humor— invoca a Nietzsche. Lo hace con estas palabras: «Mujeres y hombres a quienes los celos dominan y envuelven: no hagáis como el escorpión de Nietzsche. Recordad lo que éste dice: “Al igual que el escorpión, aquel a quien los celos envuelven en sus llamas acaba volviendo contra sí mismo el envenenado aguijón”».
¡Vaya! ¿Hasta hay citas de grandes autores en tu novela? Ya nos has dado una de Nietzsche y otra de Garcilaso. Eso sí que parece raro.
Y más que hay. De Quevedo, de Lope, de Machado, de Calderón, de Cervantes, de Gómez de la Serna… Hasta de Virgilio y de Homero. ¿Raro en medio de la trama de una novela? Probablemente. Inhabitual, seguro. Es una de esas rarezas, de esas transgresiones que me gusta cometer. Siempre y cuando —pero te aseguro que no es fácil— te salga bien. Aquí me la jugaba, y mucho, porque citar a semejantes monstruos en un contexto que no está hecho en absoluto para citas, imagínate cómo puede chirriar. Es algo que sólo cabe resolver mediante eso de lo que hablábamos el otro día: el estilo. Es decir, mediante una determinada forma de traer a colación las citas. Espero haberlo logrado.
¿Hay algún otro reto que te hayas planteado en El deber de lo bello?
Sí, hay otro, y que reviste para mí la mayor importancia. Se trata del reto, por ponerle una etiqueta, de la literatura erótica. Siempre me he preguntado por qué en prosa (en poesía es distinto) abunda poco la literatura erótica. La literatura de alto vuelo, quiero decir, la que responde —siempre volvemos a lo mismo— a las exigencias del deber de lo bello. Por supuesto que existen obras en las que el erotismo vuela por altas cumbres. Por ejemplo, en Cortázar, en D. H. Lawrence, en Miller... Y si me pides nombres de escritores españoles o afincados en España, te puedo dar, por ejemplo, los del cubano Juan Abreu o del poeta y también prosista José María Álvarez. Pero pocas cosas más —cosas que me convenzan, quiero decir—, y que me disculpen aquellos que haya podido dejar en un lamentable olvido.
Mi reto, pues, consistía en probar que «sí se puede» (¡ay, la dichosa frasecita!). Sí se puede hacer literatura eróticamente explícita, lujuriosamente descarnada, sin caer en los páramos de lo vulgar o pornográfico (páramos que no me molestan en absoluto por cuestiones morales, sino por exigencias exclusivamente literarias). Sí se puede plasmar la gran pasión de la carne sin ese gusto a plástico que te deja lo pornográfico. Sí se puede hacer literatura que sepa a carne, que huela a semen, que se relama de placer y reviente de arrebato. Sí se puede, sin caer tampoco en otros páramos (peores, aunque limpios y blanditos): los páramos de lo sexualmente higiénico y divertido por los que vaga, risueño y bostezante, el Homo Festivus de nuestros días. ¡Por los dioses todos! ¿Una apacible diversión, un agradable entretenimiento, el desenfreno erótico? Sí, claro que también hay de eso (aunque «apacible» desde luego no) en la carne arrebatada del amor. Pero ¿nada más que eso, eso ante todo? ¿Eso es acaso lo que refulge cuando se desboca la carne y arrebata el alma de los amantes a los que el hijo de Venus asaetea?
Hay otro punto que a uno le intriga nada más ver el título de la novela. ¿Qué pintan esos «tiempos de Pandemia» en los que se desarrolla la acción? ¿Por qué la has situado ahí?
Qué bien. Qué bien que al lector le intrigue. Y para que pueda seguir intrigándole sólo te voy a contestar con algunas indicaciones sobre una Pandemia que, por lo demás, tampoco es la actual. Es la que se origina unos pocos años después de la que acabamos de padecer, lo cual permite imprimirle un cierto aire distópico al mundo en el que transcurren los amores y desamores, las vicisitudes y aventuras que viven mis personajes. Que vive mi gente, iba a decir: imagínate hasta qué punto uno toma en serio a esos entrañables seres a los que se suele calificar de ficticios. ¿De verdad lo son tanto como parece?
Volvamos a la Pandemia. Cuando hablo de un «mundo distópico» quiero decir: un mundo donde lo que hemos conocido a lo largo de esta maldita Pandemia es contemplado mediante una especie de lente de aumento que da mayor visibilidad a sus rasgos fundamentales. O a los que más me importa destacar.
Enlace con la primera parte de la entrevista
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