«O sea, que de las Tablas de la Ley esgrimidas por Moisés hemos pasado a las tablets de la ley que esgrime el hombre de hoy», exclamó soltando una carcajada Mauricio Wiesenthal, tan agudo como siempre, cuando le conté el despropósito.
Estuve hace poco en Roma, esta ciudad a la que tan apegado me siento. Tanto por lo que es como por lo que fue, por lo que representa. Ir a Roma es como volver a las fuentes, al origen. Es como regresar a casa. No por Italia, que en esto nada tiene que ver. Tampoco por el Vaticano, o por el Papa.
Si volver a Roma es como volver a casa, es por la Urbs, por el Imperio: por esa cuna ancestral de la que venimos todos y sin la cual nada seríamos —o seríamos algo inimaginablemente distinto… Volver a Roma es volver a sentir el pálpito lejano de esa civilización admirable que, habiendo conquistado a nuestros antiguos pueblos, nos dio aliento, configuró a Europa, nos hizo crecer, ser, afirmarnos.
(¿Por qué se empeñarán nuestros buenistas tiempos en que toda conquista de un pueblo por otro es, por principio, cosa abyecta, deleznable? Todo depende de quién conquista a quién. Bienvenida sea la conquista si una civilización superior es la que, triunfando, aporta sus virtudes y grandeza. Lo siento por nuestros bravos, heroicos defensores numantinos, ese símbolo de la Celtiberia conquistada. Si hubiera que elegir entre ésta y Roma, si hubiera que optar entre la lengua, la literatura, el arte, la ingeniería, el derecho… de Roma, por un lado, y… ¿y qué, por otro? Ah, sí, La Dama de Elche (y alguna que otra obra), la verdad es que, francamente… No todas las culturas valen igual. La misma Roma lo reconoció en su propia carne: esa Roma que, habiéndose impuesto políticamente a Grecia, tuvo la grandeza de inclinarse y dejarse conquistar —colonizar es la palabra— por la superior cultura helena.)
Volvamos a mi viaje. Todo había partido de una idea de mi hija, que confabulándose con mi mujer, quiso depararme tal sorpresa. Lo que no constituyó, en cambio, ninguna sorpresa —salvo la que luego se dirá— fue Roma: siempre la misma, siempre luciendo su aire de vieja dama digna, de aristócrata venida a menos que, pese a los achaques de los años y de los hombres, sigue conservando su clase, su elegancia, su saber estar: ahí, en medio de una luz mediterránea tan densa y tan nítida que hasta parece que la vaya uno a tocar; esa luz que conocemos de sobra en nuestros lares, pero que en Roma —ya sea por las piedras, por los mármoles o por los años— parece como si se adensara aún más, como si se hiciera aún más aterciopelada, más cálida, más nacarada.
La vieja dama, es cierto, ha perdido su grandeza de otros tiempos. A veces parece tan decrépita… Las ruinas —Foro romano, Coliseo, Arcos de Triunfo, Circo Máximo, Termas de Caracalla…, ¡son tantas!— no dejan de ser eso: ruinas, restos de palacios y templos que te sobrecogen por su belleza a la vez que te estrujan de rabia por lo que el tiempo…; no, por lo que sus vencedores —hablemos claro— les han infligido.
Y, sin embargo, con todas sus arrugas y achaques, la vieja dama aún deja sentir lo que fue su antiguo esplendor: tanto el de la Roma imperial como el de la que acabó con ésta. Hay un lugar —por ello, sin duda, lo llevo tan hondo en mi corazón— donde las dos Romas se conjugan de forma admirable: la piazza Navona y su casi inmediato Panteón, el único templo que, gracias a haber sido transformado en iglesia, no ha acabado convertido en gloriosa ruina.
¡Cómo se respira en la Piazza Navona el aire del Renacimiento! Quiero decir: el de ese renacer cuyo espíritu, entroncándonos con la Antigüedad grecorromana, se mantuvo —durante siglos siguieron los poetas invocando dioses y mitos— mucho más tiempo que el que corresponde a sus formas canónicas. Y así Bernini, el célebre artista barroco, será, junto con Borromini, el gran artífice de la plaza. Bernini, con su Fontana dei Quatri Fiumi, que coronada por un obelisco romano de imitación egipcia, le imprime todo su aire al lugar. Bernini, con sus formas pletóricas, henchidas, desbordantes de jubilosa, gozosa voluptuosidad.
¡Ah, esos éxtasis —en otras partes de Roma— de santa Teresa y de la beata Ludovica Albertoni! ¿Cómo se los permitieron, por cierto? ¿No se dieron cuenta de que el éxtasis de esas mujeres, además de místico, es descarnadamente carnal?… ¡Ay, esas duplicidades de la Iglesia! Celebrémoslas, pese a todo. No sólo le dieron durante siglos su gran fuerza a la Iglesia: también contribuyeron a que en el mundo se pudiera respirar mejor.
Y si hablamos de Bernini, y de su columnata en la plaza del Vaticano, y de su Baldaquino en San Pedro, y de su Fontana di Trevi —otro barroco desbordamiento de agua, dioses, mármol, voluptuosidad…—, ¿cómo no hablar también del otro, de ese otro monstruo —estrictamente renacentista esta vez— que lleva por nombre Miguel Ángel?
Miguel Ángel y su bóveda de San Pedro: la más perfecta, armoniosa bóveda jamás construida (hubo tiempos en que, al buscar lo bello, los hombres buscaban lo armonioso, no ansiaban lo deforme, lo contrahecho). Miguel Ángel y su Piazza di Campidoglio, con su escalinata que asciende majestuosa y en suave cuesta; con su museo Capitolino, entre cuyas maravillas —el augusto Marco Aurelio, la sensual Venus capitolina, el conmovedor Niño de la espina…— destaca también (pero no lo pude ver: estaba en una exposición temporal) ese Galo moribundo que tanto le gusta a Leddys; ese guerrero vencido por las armas de quienes, plasmándolo con tal belleza, supieron honrar al enemigo derrotado y, sin embargo, tan digno…: ese enemigo la grandeza de cuyo porte hace que casi parezca él el vencedor. Moribundo, está resignado a su suerte; pero se mantiene con la entereza de quien, en un último esfuerzo, parece que aún pudiera volverse a alzar. Moribundo como nosotros —me dijo cuando lo vi por primera vez—, moribundo como esa civilización nuestra que algún día, sin embargo, se volverá a alzar.
Y si hablamos de Miguel Ángel, ¿cómo no hablar de la Capilla Sixtina?, esa cumbre de la belleza que hace que, «después de haberla admirado —exclamó Goethe— ya no encuentro siquiera agrado en la naturaleza, puesto que no la puedo contemplar con ojos tan grandes como los de Miguel Ángel». Esa Sixtina para acceder a la cual —¡pillos que son!— el Vaticano, deseoso de congraciarse con los tiempos, le obliga a uno a pasar por todo un museo… de «arte» contemporáneo.
El contraste es despiadado, brutal. La fealdad resulta aún más insoportable que de costumbre. ¡Ahí, precisamente ahí!, al salir de las Stanze di Raffaello, donde uno ha recibido el impacto de La escuela de Atenas y de los demás frescos. (Un impacto que, ¡ay!, queda amortiguado, sin embargo, por otro: el de las masas de turistas que, apretujándole a uno hasta la asfixia, sólo permiten vislumbrar la belleza que llena las estancias que hiciera decorar Julio II.)
Es al salir de ahí y en el camino hasta la Sixtina donde el visitante recibe el otro impacto: el de las producciones de «arte» contemporáneo. Recuerdo que para no verlas —te obligan a pasar a su lado— llegué a ponerme las manos como orejeras a ambos lados de la cara. Era, por supuesto, el único que lo hacía, lo cual no significa que la demás gente prestara a aquellas cosas la menor atención. Al contrario, «todo el mundo pasa siempre de largo, no les interesa para nada», me comentó un conserje. Y uno no puede entonces sino congraciarse, un instante, con los turistas y sus rebaños.
¿Cómo siguen éstos, por cierto?, se preguntarán ustedes. Bien, muchas gracias. Ahí están, atiborrándolo, ahogándolo todo. Como siempre. Sin novedad en el frente, se podría decir… si no fuera por el novedoso hecho cuyo descubrimiento nos dejó boquiabiertos tanto a mi hija como a mí.
Nos encontrábamos en el famoso patio Octogonal de los Museos Vaticanos. Estábamos contemplando, absortos, toda la apolínea serenidad (valga la redundancia) del Apolo del Belvedere, a cuyo lado se desata el dionisíaco, estremecido grito del grupo de Laocontes. Y he aquí que de repente una guía china se puso a blandir una tablet en la que se reproducía —enterita, para que los turistas más rezagados no se perdieran detalle— la imagen del grupo escultórico que, ahí mismo, frente a ellos, desplegaba toda su tangible realidad de mármol —pero… ¿es mármol?, ¿no es carne viva aquello?, ¿no es carne aún más viva que la carne mortal? La increíble duplicación nos hizo estallar en una carcajada (estábamos al aire libre) que nadie, sin embargo, comprendió y que a nadie molestó. Ni a chinos ni a europeos, ni a amarillos ni a blancos les sorprendía en lo más mínimo la vejación que la vulgaridad electrónica estaba infligiendo a la más alta Realidad.
Tampoco nadie estaba sorprendido, el día siguiente, en la Basílica de San Pietro in Vincoli, donde no ya uno, sino tres o cuatro tablets —de turistas individuales, no de guías— alzaban su insolencia ante el Moisés de Miguel Ángel. No lo hacían para tomar la consabida fotito (papá, mamá y el nene ante «el tío ese, tan serio y con barbas», decía uno). Al menos, tomar la fotito sólo dura unos segundos, mientras que las tablets, no. Ésas duran todo el tiempo en que, alzadas ante el tío con barbas, se dedican a reproducir en forma de imagen la realidad del mármol que ya sabemos que es carne, que es Vida.
¡Ah, la hermosa contradicción! Porque esas formas inertes (el tío con barbas no se ha movido ni un milímetro desde 1509) ¡no sólo están vivas, sino que son la más alta expresión de la Vida! Todo el misterio del arte está ahí: en ese abrazo de contrarios, el más decisivo de todos; en ese abrazo estremecedor, sobrecogedor, grandioso… ¡Pero ellos son tan pequeños!… No lo soportan. Y como no soportan la confrontación —directa, sin ambages— con la más alta Realidad, no les queda más remedio que interponer ante ella sus imágenes, sus artilugios, sus gadgets.
«O sea, que de las Tablas de la Ley esgrimidas por Moisés hemos pasado a las tablets de la ley que esgrime el hombre de hoy», exclamó soltando una carcajada Mauricio Wiesenthal, tan agudo como siempre, cuando le conté el despropósito.