No me asusten, no me asusten...
“Ha vuelto”… “Er ist wieder da”. Bastan tan escuetas palabras, acompañando a una caricatura aún más escueta —el mejor diseño de portada que he visto en muchos años— para que todo el mundo, sobre todo en Alemania, sepa de inmediato quién está de vuelta. Y para que la novela de Timur Vernes arrase.
Sólo él, la figura más emblemática, odiosa y odiada del siglo XX, podía permitírselo: aparecer en portada en todo el mundo y no necesitar siquiera que su nombre esté impreso en ella. Y sólo él podía hacer las cosas que hace cuando un buen día del año de gracia 2011 se produce el milagro —ése que toda obra de arte encarna— y Adolf Hitler regresa al mundo de los vivos.
¿Qué pasa entonces? Pasa que el Führer del III Reich vuelve a triunfar, a imponerse, a ser escuchado, seguido por las masas. Pero esta vez el triunfo le llega… como actor cómico en un programa (¿dónde, si no, en el siglo XXI?) de televisión. Pasa, en una palabra, que nadie le toma en serio; salvo él mismo, que sigue soltando, imperturbable, el mismo discurso de siempre ante la hilaridad de los espectadores y el regocijo de los promotores del programa de telebasura que lo contrata. Pasa, en suma, que por una vez Marx tenía razón: cuando la historia se repite, lo que antes había ocurrido como tragedia se produce ahora como farsa.
Sólo una farsa —pero no lo que está debajo— verán en esta novela la mayoría de los habitantes de nuestro mundo convertido en tragicomedia. Sólo verán una mordaz sátira que lanza sus sarcasmos tanto contra los delirios del nazismo como contra los despropósitos —tan aparentemente inocuos, tan livianos, tan soft…— de nuestro tiempo: esa época en que, si no fuera por la Crisis, todo sería comedia, entretenimiento y placentera diversión.
Y tendrán razón. Pero sólo en parte. Porque por debajo de su divertida sátira —uno se ríe hasta las lágrimas—, esta novela es ante todo un alegato. Alegato, por supuesto, contra el nazismo y todo lo que de él sabemos de sobra. Pero alegato también contra una época que —entre otros motivos y como reacción ante los delirios nacionalsocialistas— desdeña toda idea de Pueblo, toda grandeza, toda belleza, todo vínculo superior.
Ocurre, sin embargo, que este segundo alegato hay que saberlo leer entre líneas. Contrariamente al otro, sólo está levemente perfilado, someramente esbozado. La censura de lo políticamente correcto —censura mediática y económica, no jurídica— es implacable y hay, en efecto, que saberla sortear.
Lo hace hábilmente Timur Vermes en esta novela tan distinta en su forma pero tan parecida en su fondo a mi reciente El escritor que mató a Hitler. Lo hace en realidad tan endiabladamente bien que sólo en la última línea del libro aparece la frase que lo compendia: “No todo fue malo” (esa frase que habrá hecho que se desgarren hipócritas vestiduras).
¿Que es lo que no fue malo?
No fue malo —hablo yo ahora; no Timur Vermes, que lo hace sólo entre líneas— todo aquello que impregnaba el aire de la Alemania de la posguerra y de la Revolución conservadora. No fue malo —fue todo lo contrario— el afán por afirmar valores superiores al simple y material vivir. No fue malo el empeño por hacer prevalecer cosas como el destino de un pueblo, su vinculación con la historia, su arraigo en la cultura. No fue malo, en suma, todo aquello de lo que el nacionalsocialismo se adueñó… para mancillarlo y destruirlo ipso facto al envolverlo en la brutalidad, la vulgaridad, el sectarismo y el delirio racista.
¡Si al menos sólo lo hubieran destruido para sí mismos!… Pero no. La locura fue de tal envergadura que lo destruido —la idea de un vínculo histórico, cultural y comunitario superior al inmediato vivir— quedó hecho añicos para largos años. Bien lo sabemos nosotros, que lo experimentamos en nuestra propia carne… y ante el regocijo de los grandes empresarios de la farsa: ellos que, en su propaganda, tanto se aprovecharon y siguen aprovechándose de aquella locura que encarnó un individuo tan famoso que basta hoy, para reconocerlo, con perfilar su caricatura en la portada de un libro.