Hoy entierran en la iglesia de Santa María de Viana
a César, Duque de Valentinois. Preside el duelo
su cuñado Juan de Albret, Rey de Navarra.
En el estrecho ámbito de la iglesia
de altas naves de un gótico tardío,
se amontonan prelados y hombres de armas.
¿Por qué, si alguien me pusiera en el brete de tener que elegir uno solo de los poemas de don Álvaro, me quedaría sin vacilar con «Funeral en Viana»?[1] La palabra vida (junto con su hermana muerte) explica mi elección. Ante lo que estamos aquí es ante un gran poema de la vida y de la muerte… si se me permite la perogrullada. Todo poema —de ahí, don Perogrullo— es de algún modo poema de la vida y de la muerte. Todos (si son grandes: si son poemas) giran, lejana o cercanamente, en torno al eje que funda al mundo y marca el destino de los mortales. Pero «Funeral en Viana» lo hace de manera abierta, radical, central: con la condensación quintaesenciada de su palabra.
En valerosa lucha con sus enemigos ha muerto…
César, Duque de Valentinois, Duque de Romaña,
Gonfaloniero Mayor de la Iglesia,
digno vástago de los Borja, Milá y Montcada,
nobles señores que movieron pendón
en las marcas de Cataluña y Valencia
y augustos prelados al servicio de la Corte de Roma.
Ha muerto César, «hijo de Alejandro VI / Pontífice romano y de Donna Vanozza Catanei»:César Borgia, príncipe renacentista que «huyendo de la prisión de Medina del Campo había llegado a Pamplona para hacer fuerte / a su cuñado contra Fernando de Aragón».
¿Ha muerto?… ¿Realmente ha muerto alguien que, quinientos años después, está más vivo, más presente en la memoria viva de los hombres —en la única que importa: la del gran poema, la del gran arte, la de la alta cultura— que todos los seres de carne y hueso que van arrastrando por el mundo sus tristes vidas?
Pero no es sólo por eso por lo que la vida y la muerte se abrazan tan estrechamente en este poema. Es por otra razón. Estamos en un funeral, es cierto.
Termina el oficio de difuntos. El cortejo
va en silencio hacia el altar mayor,
donde será el sepelio. Gente del Duque
cierra el féretro y lo lleva en hombros
al lugar de su descanso.
Estamos en un funeral. En él se celebra la muerte. Y, sin embargo, es el gran aliento de la vida lo que, a lo largo de toda la ceremonia, exhala su poderío. «César yace en actitud de leve asombro, / de incómoda espera.» No cabe duda. Pero:
… el rostro lastimado
por los cascos de su propio caballo
conserva aún ese gesto de rechazo cortés,
de fuerza contenida, de vago fastidio,
que en vida le valió tantos enemigos.
La boca cerrada con firmeza parece detener
a flor de labios una airada maldición castrense.
La estamos oyendo, esta voz. Hasta más claramente que si hubiéramos estado presentes en la iglesia entre cuyos «altos muros y delgadas columnas» resuena todo el fragor de la existencia «de quien siempre vivió / entre la algarabía de los campamentos, / el estruendo de las batallas y las músicas / y risas de las fiestas romanas»,al mismo tiempo que, «movido por la ebria energía de sus pasiones», «murmuraba al oído de las damas una propuesta bestial».
No sólo la vida y la muerte gravitan en el centro del poema. Lo hace también la otra díada en torno a la cual todo gira en el mundo: la sensualidad voluptuosa de las cosas y la transparencia inconsútil del espíritu. Estamos en una iglesia. En su ámbito, «las voces de los monjes llegan / desde el coro con una cristalina serenidad sin tiempo». Es cierto. Salvo que es el tiempo, su presencia viva, carnal, lo que envuelve las naves en las que retumba el eco de la vida de César mientras «un olor a cirio, a rancio sudor, a correajes / y arreos de milicia, flota denso en la lluviosa / madrugada».
Y junto con ello… No, «junto» no. Plasmando todo ello, la esplendorosa, majestuosa música del poema. La música… Otra perogrullada. ¿Quién ha visto un poema —uno verdadero— que no estuviera mecido en su alma por la música y el ritmo? Lo que sucede es que, aquí, la música, aparte de majestuosa y solemne, no sólo es música, no sólo es ritmo. Es rito.
El rito y sus ceremonias. He ahí lo que hace que la muerte derrote su escándalo, venza su sinsentido, nos salve de algún modo de su inanidad. El rito y su fulgurante figuración simbólica: he ahí lo que ha abandonado miserablemente esa Iglesia católica que pretende (dirá mil veces don Álvaro en textos y entrevistas) asemejarse a la protestante. El rito, sus símbolos y su grandeza: he ahí lo que «Funeral en Viana» hace revivir de dos maneras complementarias. Por un lado, reproduciendo la solemne belleza de los textos del Oficio de Difuntos: Requiem æterna dona eis, Domine; / et lux perpetua luceat eis. Etcétera. Por otro lado, haciéndonos sentir —palpar— más intensamente que si hubiéramos estado en Viana el 13 de marzo de 1507 toda la atmósfera de la ceremonia a cuyo término:
Juan de Albret y su séquito asisten
al descenso a tierra sagrada de quien en su vida
fue soldado excepcional, señor prudente y justo
en sus estados, amigo de Leonardo da Vinci,
ejecutor impávido de quienes cruzaron su camino,
insaciable abrevador de sus sentidos
y lector asiduo de los poetas latinos.
♦
¿Perdón? ¿Cómo ha dicho? ¿Lector asiduo de los poetas latinos?… ¿Puede darse semejante cosa en un hombre político? Poderse, sí se podía. Pero en el Renacimiento, en aquellos tiempos gloriosos en que el mundo renacía. Hoy, en cambio…
El mundo renacía en el Renacimiento —o parecía que lo iba a hacer. Dejemos a don Álvaro un instante y recordemos a Nietzsche. Escribe éste:
¿Se entiende por fin, se quiere entender qué fue el Renacimiento? La transvaloración de los valores cristianos, la tentativa, emprendida con todos los medios, […] con todo el genio, de llevar a la victoria los contra-valores, los valores aristocráticos […]. Atacar en el punto decisivo, en la sede del cristianismo, poner en el trono papal los valores aristocráticos […]. Yo veo ante mí una posibilidad tan fascinante y embriagadora […] que en vano se rebuscará en los milenios una segunda posibilidad como ésta: yo veo un espectáculo tan lleno de sentido, tan prodigiosamente paradójico a la vez, que todas las divinidades del Olimpo habrían podido lanzar una carcajada inmortal: ¡César Borgia papa! […] ¿Y qué ocurrió? Ocurrió que un monje alemán, Lutero, fue a Roma. Y ese monje, que llevaba en su cuerpo todos los instintos vengativos de un sacerdote fracasado, se indignó en Roma contra el Renacimiento […]. Lutero vio la corrupción del papado, cuando era precisamente lo contrario lo que podía tocarse con las manos. ¡En la silla del papa no estaban ya sentados la vieja corrupción, el peccatum originale, el cristianismo! ¡Sino la vida! ¡Sino el triunfo de la vida! ¡Sino el gran sí a todas las cosas elevadas, bellas, audaces![2]
Todo eso es evidente. Aunque sin compartir, probablemente, el rechazo visceral de Nietzsche contra el cristianismo, todo eso es lo que late en el fondo de «Funeral en Viana», así como en otro texto de don Álvaro: el artículo titulado «En favor de César Borgia».[3] En él figura este encendido alegato:
César Borgia dejó entre la gente que gobernara una reputación de príncipe severo pero justo. Protegió las artes, fue amigo de Pinturicchio y de Leonardo da Vinci. Sirvió de modelo al texto más importante y duradero que se ha haya escrito sobre política: El príncipe, de Nicolás Maquiavelo.
Bien. Es indudable que nuestro hombre fue valeroso guerrero, avispado príncipe y amante de la belleza femenina al igual que del gran estremecimiento en que consiste el arte. Sin duda. Pero ¿cómo se puede calificar de «señor prudente y justo en sus estados» a quien, habiendo matado, y no precisamente de forma ejemplar, a un buen puñado de sus enemigos, fue «ejecutor impávido de quienes cruzaron su camino»?
¿No fue César Borgia la negación personificada de cosas tales como la igualdad y la bondad, las libertades democráticas y los derechos humanos? ¡Por supuesto! Y precisamente porque lo fue, precisamente porque nada tenía que ver con la santurronería que hoy nos engaña, es por lo que corresponde tributar a semejante señor semejante alegato.
Nada tenía que ver el duque de Valentinois con quienes —«casta política», los llamamos— son capaces, si la necesidad se tercia, de matar mucho más abundantemente de lo que César Borgia lo hiciera jamás. Lo hacen masiva, industrialmente. Como en las guerras modernas, cuyo horror se abate sobre las poblaciones civiles.
Sobre ellas se abate también un poder incomparablemente más eficaz que el que nunca ejerciera ningún césar antiguo. Ni César Borgia, ni su padre, el papa Alejandro VI, ni ningún príncipe antiguo pudo disponer de la coartada perfecta: esa que pretende que el poder no radica en quienes en realidad lo ejercen. Radica —dicen, y la idea ha colado— en «el pueblo soberano», ese que cada cuatro años no hace otra cosa que zanjar las diferencias entre quienes, por razones mediáticas, financieras o burocrático-políticas, ya están sumidos de coz y hoz en el tinglado del poder. Además de la coartada, disponen así de otra ventaja nada desdeñable: en la carrera «democrática» por el poder efectivo, las diferencias se zanjan entre los pretendientes sin que pueda mediar envenenamiento o asesinato alguno.
En el fondo, todo es una cuestión de hipocresía. O se juega con las cartas boca arriba o boca abajo. Puestas boca arriba jugó César Borgia. «Jamás engañó a nadie sobre sus intenciones, que fueron siempre bien claras y simples: obtener el poder y conservarlo a toda costa», escribe Álvaro Mutis. No otra cosa pretenden los dirigentes modernos. Toda la diferencia entre ellos y un César Borgia consiste en que este último, como señala el propio Mutis:
• Jamás dijo a los pueblos que gobernara que su único compromiso era con los desvalidos y con su patria amada.
• Jamás prometió garantías a los banqueros e industriales para desarrollar sus actividades dentro de las normas de la ley y en beneficio de todos.
• Jamás dijo que la liberación de la clase obrera es el gran objetivo a que debe supeditarse cualquier movimiento político.
Toda la diferencia radica en ello, desde luego. En ello y en que, además del poder, alguien como César Borgia también buscaba otra cosa. Buscaba, como dice Nietzsche, «el triunfo de la vida. ¡El gran sí a todas las cosas elevadas, bellas, audaces».
[1] En nuestro artículo,«Textos de Álvaro Mutis» se halla reproducida la totalidad del poema.
[2] Nietzsche, El Anticristo, XI.
[3] En el artículo «Textos de Álvaro Mutis» de este número especial se reproduce en su totalidad este texto publicado por primera vez en el periódico Novedades, México, 10 de mayo de 1980 y compilado en De lecturas y algo del mundo, Seix Barral, Barcelona, 2000, pp. 166-168.