Frente al atomismo que nos disgrega (y masifica), la identidad colectiva es hoy más indispensable que nunca. Pero esta identidad no es la de nuestras pequeñas aldeas. Es la de Europa. Sólo Europa, yendo más allá del modelo del Estado-nación, puede a la vez afirmar la grandeza de nuestro destino y reconocer nuestras mil particularidades (de lenguas, costumbres, idiosincrasias…). ¿Cómo unir ambas cosas, cómo sentir y vivir nuestra patria común, cuando ésta no tiene lengua común?
Decir “Europa” es tanto como decir “las lenguas europeas”. Pensar en Europa es pensar en la multitud de lenguas que desde la caída del Imperio en 476 d. C. se han ido esparciendo por nuestra tierra; una riqueza (para los lingüistas y los traductores, sin la menor duda) que hace, sin embargo, que se alcen altas barreras ante nuestro destino.
No es éste el caso de los demás grandes “imperios” (o espacios asimilables). En los Estados Unidos se habla inglés; en Rusia, ruso; en Hispanoamérica, español. Pero no nos engañemos. Los grandes beneficios de tal unidad lingüística no consisten en la facilidad de comunicación o en las ventajas que acarrea para el desarrollo del turismo, el comercio y la industria.
La unidad lingüística facilita obviamente tales cosas. Pero como ninguna de ellas es esencial… No es ahí donde estriba su gran beneficio. La gran ventaja de la unidad lingüística consiste en las barreras que alza contra la plaga que durante los dos últimos siglos ha envenenado a nuestra patria europea: el odio nacionalista, el envilecimiento patriotero, el enfrentamiento entre pueblos que, teniendo un gran destino común, no poseen una lengua común.
Es cierto, los mil enfrentamientos que han ensangrentado nuestro suelo europeo no pueden reducirse —el ejemplo de las guerras entre polis griegas es el más notorio— a la pluralidad de las lenguas habladas. La sed de poder y de conquista ha constituido el factor clave de nuestras luchas intestinas. Cuando las tropas de los reyes de Francia luchaban en Italia, cuando las de los reyes de España ocupaban Flandes, cuando las tropas de ambos se batían entre sí, no eran ni los italianos, ni los flamencos, ni los franceses, ni los españoles quienes se enfrentaban, como pueblos, unos contra otros. El “sentimiento nacional” poco o nada tenía que ver en ello. La cacofonía de nuestras entremezcladas lenguas, aún menos.
Tomemos, en cambio, otros ejemplos más recientes. Cuando las tropas de Napoleón ocupan una España cuyo pueblo se alza espontáneamente al grito de “¡Muerte a los franceses!”; cuando la guerra franco-alemana derrumba en 1871 el Segundo Imperio francés en una especie de preestreno del “Siglo 1914”, como diría Dominique Venner; cuando comienza de veras dicho siglo con las dos Grandes Guerras que saquearon Europa y su espíritu… Cuando todo ello sucede, son los pueblos —no sólo las potencias— quienes se enfrentan movidos por el odio en el que queda aniquilado su destino común. Es “el sentimiento nacional”, ahora sí, lo que se despliega a fondo; es el corazón de los pueblos —no sólo la maltrecha carne de los combatientes— lo que se desgarra tanto en las guerras como en los tiempos de paz que las preparan.
¿Qué ha ocurrido? ¿Cuál es el gran corte que separa estos dos grandes momentos históricos? Este corte tiene un nombre: advenimiento de la modernidad, y con ella, entrada de los pueblos en el primer plano de la escena. Pero entrada que sólo es aparente. No es el pueblo: son las masas las que, sustituyendo y embruteciendo al antiguo pueblo, se colocan en el primer plano de una escena… que tampoco es tal. Lo que aquí se representa es la gran comedia en la que se supone que las buenas gentes dirigen el mundo a través del sufragio y de la opinión denominada pública (“publicada”, debiera decirse, pues dirigida por los medios de comunicación que elaboran su cotidiana cháchara).
Son entonces las pasiones colectivas las que laten en el corazón de unas masas que pasan a desempeñar, por primera vez en la historia, un papel político de primer plano. Y es ahí donde la cacofonía engendrada por la multitud de nuestras lenguas desempañará, a lo largo del siglo XIX y de la primera mitad del XX, un papel “identitario” propiamente decisivo, un papel de contraposición entre Nosotros (nosotros, los que sólo nuestra lengua hablamos) y los Otros (los que, habiendo nacido al lado quizás, pero fuera, sólo su lengua hablan). Papel identitario de la lengua que, es cierto, no crea por sí mismo la animadversión entre los pueblos —pero papel que la fomenta, la refuerza, la encabrita.
El nihilismo, el yoíto y la identidad colectiva
Ya no es el caso. Ya nadie se odia hoy en tierra europea. O casi: el odio entre nuestros pueblos se encuentra reducido a los sempiternos Balcanes y a algunas regiones que, tomándose por naciones de pleno derecho, sólo sueñan en convertirse en nuevos Estados jacobinos (Cataluña, el País Vasco, Flandes, Escocia…). Congratulémonos: no de estos restos de la pesadilla nacionalista, sino de su casi desaparición. Congratulémonos… si no fuera porque, desaparecida la fiebre del nacional-patrioterismo, tal parece como si éste se hubiera llevado en sus alas todo aliento, todo entusiasmo, todo proyecto colectivo: hasta el sentido mismo de la identidad colectiva. Tal parece como si, no habiendo ya ningún Otro enfrente, se hubiera roto el espejo en el que nos mirábamos para afirmar —a contrapelo— nuestro Nosotros.
No tenemos proyecto, identidad, aliento colectivo. Sólo nos queda nuestro pequeño yo, ese yoíto que, sumado a la multitud de los otros yoítos, engendra el gran abotargamiento que nos ahoga. Si se ha desvanecido la pesadilla nacionalista, también es porque en el desierto nihilista no caben los antiguos enfrentamientos en los que se dirimía el destino de los pueblos. ¿Qué destino podría guiar los pasos de los hombres que andan sobre un suelo blando, fláccido, fangoso?
Se trata es de revitalizar este suelo: no de regresar a los antiguos enfrentamientos entre nuestros pueblos. Se trata de darnos… y que la suerte nos dé un gran proyecto colectivo que, rompiendo el abotargamiento de nuestros yoítos, nos permita reencontrar un Nosotros en el que la persona pueda recuperar su dignidad perdida; un Nosotros que ya no tenga necesidad de mirarse en el Otro para, rechazándolo, afirmarse.
Una sola palabra puede encarnar este “Nosotros”: Europa. No esa negación del espíritu europeo que es “el trasto de Bruselas”, como lo llamaba De Gaulle: sólo la Europa como destino político, cultural, afectivo…; sólo la Europa como patria. No la Europa de los mercaderes y burócratas, sino la Europa de la alta cultura; la Europa que ha llevado la civilización al más alto esplendor de todos los tiempos; la Europa que, nacida en Grecia y expandida por Roma, ha proseguido durante tantos siglos su camino interrogándose, buscando, innovando…
Pero la Europa también que, después de la caída del Imperio romano, jamás ha logrado recuperar su gran designio colectivo. Pese a toda la nostalgia que la ha embargado. Pese a todos los intentos que por recuperar tal designio ha emprendido: Carlomagno, el Sacro Imperio Romano-Germánico, Napoléon…
Basta, sin embargo, evocar este último nombre para comprender hasta qué punto el intento estaba condenado al fracaso. El imperio napoleónico, antes de ser el imperio europeo que habría podido ser, encarnaba la supremacía que una sola nación intentaba imponer a las demás. Es cierto que también Roma ejercía su supremacía sobre los pueblos a los que sometía. Pero la cultura, el arte, la lengua… todo el gran proyecto que las legiones romanas llevaban en la punta de sus lanzas era incomparablemente superior al de los pueblos que Roma conquistaba. No había igualdad, no había punto de comparación —lingüístico, cultural, artístico, jurídico…— entre Roma y los galos, entre Roma y los celtíberos…: una igualdad que, en cambio, ya en el siglo XIX se había expandido por completo entre nuestros diversos pueblos.
Si —retomando la sentencia de Heidegger sobre lo divino— sólo Europa “puede salvarnos”, semejante “salvación” sólo puede proceder de la Europa entendida como gran patria en cuyo seno queden integradas —sin supremacía de ningún tipo— todaslas demás patrias, naciones o regiones, más pequeñas, más cercanas.
¿Cómo lograrlo? La cosa aún parece más difícil en los sombríos tiempos de un nihilismo que, sin embargo, propicia paradójicamente el acercamiento entre nuestros pueblos. Hundidos en las arenas movedizas del nihilismo, privados de memoria y aliento colectivos, agotados tras dos siglos de escalada nacionalista, anonadados por todos los muertos de todas nuestras guerras fratricidas, he ahí que hemos descubierto algo sumamente valioso: más allá de nuestras particularidades, todos los europeos nos parecemos como gotas de agua. El desarrollo de las comunicaciones y de los viajes, incluida esa plaga que es el turismo y sus rebaños, ha traído consigo un beneficio indudable: al facilitar que nuestros pueblos se acerquen unos a otros, ha saltado a la vista la evidencia de nuestra identidad común.
Se ha puesto de manifiesto nuestra identidad común. Pero también el alto muro que se alza frente a ella. Ya podemos sentir, ya, lo mucho que se parecen a nosotros esos alemanes, o esos franceses, o esos holandeses, o esos italianos… con los que nos hemos topado durante nuestros viajes y con quienes, a trancas y barrancas con nuestro mal inglés, hemos mantenido bien agradables conversaciones. Careciendo de un idioma común, ni ellos ni nosotros podremos nunca sentir que somos compatriotas que habitamos la misma casa y compartimos la misma lengua.
Europa como patria… ¡Hermoso, sí! Pero ¿qué patria común puede haber donde no impera una lengua común? ¿Que lazo carnal puede tejerse entre unos pueblos que, sin traductores ni intérpretes, están abocados a la cacofonía? ¿Qué casa común podremos habitar cuando la lengua —“la morada del ser”, decía Heidegger—, es lo que teje los lazos básicos que mueven las emociones, la sensibilidad, la memoria…? La lengua: el aire mismo —aire del mundo y aire de un pueblo— gracias al cual somos.
Las lenguas minoritarias y las lenguas de alta cultura
La cuestión parece tan inamovible como un hecho natural. No es posible ninguna marcha atrás a partir del momento en que los europeos, después de la caída del Imperio, apostaron por la particularidad de sus pueblos y de sus terruños, lo cual les llevó a desmantelar también, algo más tarde, la lengua —el latín— que los había mantenido unidos durante siglos.
No se puede remediar, está claro, pero sí se pueden buscar remedios paliativos. El más importante, por no decir el único, es que acabe arraigando una auténtica lingua franca europæ que, cual águila poderosa, planee por encima de la multiplicidad de nuestras lenguas particulares.
El problema es que una lingua franca artificial —como lo es hoy el americano— puede resultar sumamente útil para el desarrollo de los negocios, pero semejante lengua nunca podrá convertirse en “la casa del ser” que, manteniéndonos unidos, nos haga sentir —es de sentimientos, de emociones, de lo que se trata— que formamos parte integrante de una patria, es decir, de una comunidad que, superior a la suma de sus partes, se enraíza en el tiempo y la historia.
La cuestión es entonces: ¿podemos conocer una lingua franca europæ que, siendo otra cosa que un banal medio de comunicación, nos haga sentir nuestra identidad propia? Parece más que difícil. Y, sin embargo, algo así existió antaño. Durante siglos, la aristocracia europea, o más bien, la aristocracia de Rusia y del conjunto de Europa central hablaba francés como lengua propia, a la vez que tenía un excelente conocimiento de las lenguas locales que acabaron imponiéndose.
Es legítimo que se hayan impuesto. El problema es que lo hicieron de forma única, exclusiva: excluyendo esta especia de lingua franca en que se había convertido el francés, no por los beneficios que proporcionaba a turistas y mercaderes, sino por la relevancia de su alta cultura. (Y si esta relevancia hubiera sido la de cualquier otra gran lengua europea —cosa, desde luego, perfectamente posible—, habría que congratularse por ello exactamente igual.)
¿No podría el inglés desempeñar hoy un papel similar? El inglés (el de Shakespeare, Byron, Pound…) ¡por supuesto que sí! El americano (el de, digamos, un Henry Ford o un Georges Bush), mucho más difícilmente. La dificultad no estriba en la lengua como tal. Estriba en el símbolo en que se ha convertido el americano: esa cosa utilitaria, casi tan artificial como el esperanto, que va expandiéndose por todo el planeta a fin de satisfacer las necesidades de un mundo que, por desgracia, también Europa ha tomado como modelo. Y ese mundo es el que se trata precisamente de erradicar.
¿Cómo podría arraigar entre nosotros una auténtica, una no artificial lingua franca europæ? He ahí una de nuestras cuestiones más decisivas. Cuestión nunca planteada, pero que, por ello mismo, requiere ser puesta resueltamente sobre el tapete. Pero también requiere algo más. Si resolver (o al menos paliar) nuestra cacofonía lingüística ya es tan complicado, ¡lo que jamás debería hacerse es agravar, encima, tal cacofonía! Y es esta agravación la que acarrean todos los proyectos consistentes en colocar en el primer plano a lenguas minoritarias “por fin liberadas de sus seculares cadenas”, como se pretende en Cataluña, en el País Vasco, en Escocia, en Flandes y también, aunque con menor fuerza, en Bretaña, Córcega u Occitania.
En sí misma, la reivindicación de las lenguas minoritarias es de todo punto legítima. En un mundo cada vez más uniformizado, feo y globalizado, el apego a las tradiciones y costumbres locales, el amor por la lengua y por la tierra en la que uno ha nacido, es absolutamente indispensable si se quiere hacer frente a la uniformización que se desploma, triste y gris, sobre el mundo.
El problema no está ahí. El problema ni siquiera está en la voluntad de romper el lazo político que, durante siglos, ha unido a la mayoría de estos pueblos con la nación de la que ahora quieren desprenderse. Si lo que se pretende es acabar con el Estado-nación, ¡acábese ya con él! Pero de una vez y de verdad: no para crear una multitud de otros Estaditos bien bonitos, jacobinitos y pequeñitos. Acábese con el Estado-nación para fundar el Imperio Europeo (e “Imperio” quiere decir: plena autonomía de sus partes integrantes, sin supremacía de ninguna). Reconózcanse sus derechos a cuantas lenguas minoritarias se quiera, pero hágase de tal modo que se mantengan dichas lenguas en su legítimo lugar: en el de lo próximo, lo íntimo, lo familiar. Evítese que las lenguas minoritarias, sustituyendo a las de alta cultura en torno a las que han crecido, vengan a agravar aún más una multiplicidad cuya cacofonía es obligatorio reducir.
Es todo lo contrario lo que pretenden los movimientos separatistas. Anhelan destronar las lenguas de alta cultura a las que odian —español, francés, inglés, alemán…— a fin de reemplazarlas por las únicas lenguas que laten en su corazón. Dondequiera que han triunfado los movimientos nacionalistas ha quedado aniquilado el bilingüismo que hasta entonces era moneda corriente. Nunca el triunfo nacionalista ha consistido en legitimar las dos lenguas propias de sus pueblos. Jamás han soñado en mantener cada una en su lugar: la lengua “por fin liberada” en el ámbito de lo cotidiano y familiar; la de alta cultura en el lugar predominante que le corresponde si es cierto que “la cultura de gran estilo”, como la llamaba Nietzsche, es primera respecto al ámbito de lo cotidiano y familiar.
Abundan los ejemplos. Cuando el antiguo Imperio austro-húngaro fue derrotado en 1918, sus pueblos no pensaron un solo instante en mantener, junto a sus lenguas, el alemán que hasta entonces habían hablado. La lengua de Goethe, Nietzsche, Kafka… ha desaparecido por completo en tales países, al igual que la de Montaigne, Baudelaire, Céline… se ha apagado en la Flandes donde se hablaba corrientemente no hace aún tantos años. Es posible que la lengua de Shakespeare, Dickens, Lawrence… acabe también desapareciendo de Escocia, al igual que, dentro de algunos años, los catalanes y los vascos que quieran conocer a Cervantes, Quevedo, Machado… deberán leerlos, si todo sigue así, en traducción catalana o vasca.
¿Y qué?, se dirá. ¿A santo de qué una tan desmesurada importancia otorgada a la literatura? ¿De qué estamos hablando aquí: de poesía o de lengua?
Estamos hablando de lengua: de las lenguas de nuestra patria común y de su indispensable lingua franca europæ. Estamos hablando, así pues, de poesía. De la poesía que es “la lengua original”, nos dice Heidegger, a cuya escucha se abre el mundo, de igual modo que la lengua es “la poesía original a través de la cual un pueblo poetiza el ser”.
© Nouvelle Revue d’Histoire, mayo de 2013