Puesto que así se ha planteado la cuestión en estas páginas, abordemos el nacionalismo desde el punto de vista de la lengua, que en Cataluña es, en efecto, el determinante. La pregunta es la siguiente. Sin el socorro de papá Estado (el por otra parte tan denostado papá); mejor dicho, sin un socorro aún mucho mayor que el que ya está dando, ¿puede acabar desapareciendo la lengua catalana?
La pregunta es absurda. ¡Si ni siquiera durante el franquismo desapareció!… ¿Cómo va a desaparecer una lengua en la que se imparte la totalidad de la enseñanza de un país, salvo unas míseras horas dedicadas a la gramática española y las dedicadas —en mayor cuantía— a un inglés que se desearía que un día sustituyera al español como lengua para el comercio, el turismo y la industria?
Pero la pregunta que ayer un querido amigo hacía en estas páginas no era ésta. Aun sin formularlo explícitamente la pregunta era la siguiente. Si se concretaran las intenciones del ministro de Educación Juan Ignacio Wert de obligar a que existan algunos centros —algunos guetos— en los que el español sea la lengua vehicular, ¿significaría ello un riesgo de muerte para el catalán?
En lo más mínimo, vista toda la historia de Cataluña. Afortunadamente… para los propios nacionalistas. Pues si fuera cierto el gran miedo que esgrimen, apañados estarían. Si el catalán sólo pudiera sobrevivir prohibiéndose a una parte significativa de la población la enseñanza en la lengua y la cultura que le son propias (propias de ellos… y del conjunto de Cataluña: el español, histórica e identitariamente hablando, es la otra lengua propia de Cataluña); si hiciera falta semejante coacción estatal para que se mantuviera una lengua…, ¡que se muera, oiga! No merecería existir una lengua que sólo pudiera sobrevivir merced a tales cadenas.
Pero no es el caso, como los separatistas, por lo demás, saben muy bien. Saben que, incluso si se permitiera la libre existencia del español como idioma vehicular en la enseñanza, el catalán seguiría existiendo por los siglos de los siglos.
Pero existiría —ahí está la cuestión— de una manera probablemente muy distinta de la que ellos desean. Porque lo que está en juego no es la presencia como tal de la lengua catalana. Lo único que aquí está en juego es su presencia (o no) como lengua dominante. O más exactamente, como única lengua, al lado de la cual se tolera (¡somos tan pequeñitos!) la presencia de una lingua franca —idealmente el inglés, y si no hay más remedio el español— que, sin latir en el corazón de nadie, sirva para cubrir las necesidades del turismo, el comercio y la industria.
¿Que tal hipótesis no es posible? ¿Que en Cataluña el español nunca desaparecerá ni del corazón de su gente ni como lengua de arte y cultura? ¿Que una cantidad considerable de catalanes siguen hoy expresándose corrientemente y a la perfección en español?[1] ¡Por supuesto! Así lo hace toda la población (aún es mayoritaria) que pasó su infancia y su juventud en las aulas del franquismo o de los primeros tiempos de la Transición. Pero ¿y cuándo nos hayamos muerto? Escúchese el español que hablan (¡y léase el español que escriben!) los desventurados muchachos (de)formados en la inmersión exclusiva en catalán. Genios tendrían que ser para que, en las condiciones que conocen, lo hablaran de otra forma. Sí, vale: para entenderse con los guiris, su español es más que suficiente. Pero ¿para leer a Marsé, a Wiesenthal, a Mutis, a a Machado, a García Lorca, a Quevedo, a Lope, a Cervantes… (y para evitar todo agravio comparativo evito poner cualquier otra lista al lado de ésta)? Día llegará en que, para entenderlos, tengan que ser traducidos al catalán.
¿Que nunca llegará tal día? ¡Pregúntenselo a los flamencos de Bélgica que hace cincuenta años hablaban corrientemente una lengua como el francés que hoy (pese a los cursos aún impartidos en la escuela) es ya casi ignorado. O pregúntenselo a los checos, a los eslovacos, a los húngaros, a los croatas, a los eslovenos, a los moldavos…; pregúntenselo a las poblaciones todas del Imperio austrohúngaro que hasta hace un siglo (hasta 1918)[2] compartían dos lenguas propias: una íntima, familiar, popular (la que decidieron convertir en lengua exclusiva) y otra: la lengua de gran cultura… que hoy ya nadie habla y que, en su caso, era nada menos que la lengua de Goethe, Schiller, Nietzsche, Kafka, Mann, Zweig…
Ésta es la alternativa. En los países bilingües, o bien la lengua predominante es la lengua de gran cultura, pudiéndose mantener perfectamente la otra lengua —la popular, íntima, familiar—, pero a la sombra de la primera y en el lugar que le corresponde. O bien —visto que el bilingüismo perfecto parece imposible: ni un solo país lo ha conseguido realizar— es la lengua popular y familiar la que se convierte en predominante primero y en exclusiva después (salvo acaso para el comercio, la industria y el turismo).
De igual forma que la vulgaridad, el turismo, la industria y el comercio han desbancado en el mundo de hoy al gran arte y a la gran cultura, no deja de ser lógico —lógico y penoso— que la lengua de gran cultura sea desbancada por aquella cuyo lugar —absolutamente legítimo en sí mismo— es el de lo íntimo, lo familiar, lo hogareño y popular.
Tal parece, si los dioses no lo remedian, la suerte —la desgracia— que la mayoría de los catalanes, renunciando a la mitad de su identidad histórica y actual, han decidido imponer a Cataluña.
[1] Como se observará, hablo siempre de “español” y nunca de “castellano”: algo tan absurdo como lo sería, por ejemplo, denominar “toscano” al italiano.
[2] En el caso de los húngaros hay que remontarse a 1867.