También podría decir, jugando con las palabras, que en medio del Último Hombre —así llamó Nietzsche al siniestro prototipo de nuestros tiempos—, aún tenemos por ahí a un auténtico Hombre Renacentista. El último, sin duda. Y cosa aún más extraordinaria, lo tenemos en ese erial de la cultura que es hoy, para nuestro pesar, España.
También podría decir, jugando con las palabras, que en medio del Último Hombre —así llamó Nietzsche al siniestro prototipo de nuestros tiempos—, aún tenemos por ahí a un auténtico Hombre Renacentista. El último, sin duda. Y cosa aún más extraordinaria, lo tenemos en ese erial de la cultura que es hoy, para nuestro pesar, España. Y más asombroso aún, lo tenemos en esta quintaesencia del provincianismo que es hoy la Barcelona que ha dejado de ser, para nuestra desventura, la cosmopolita, universal ciudad que ayer fue.
Como Hombre Renacentista que es, Mauricio Wiesenthal, nacido en Barcelona en 1943 de padre alemán y madre gaditana, es un impresionante montón de cosas: gran aficionado a la pintura, al canto y a la música (toca la flauta travesera); buen fotógrafo e historiador de la fotografía; escritor de libros de divulgación médica; gran políglota (habla español, alemán, francés, italiano, ruso, inglés y catalán); avezado enólogo (son incontables sus libros en los que desentraña tanto la esencia poética como la vinícola del néctar procedente de la vid). Es también —nos vamos acercando al meollo de las cosas— un impenitente, inagotable viajero por otros continentes también, pero sobre todo por tierras de Europa. «Ser europeo —nos dice— es vivir en un pequeño continente que puede recorrerse a pie. Y el pie es, también, una medida de la poesía».
La poesía, sí… Porque, a través de todo ello, como condensándolo, Mauricio Wiesenthal es ante todo y sobre todo un gran, un enorme escritor. «La mejor pluma de España», afirma rotundamente Dragó. Alguien que, junto con su monumental novela Luz de Vísperas, es autor de dos libros decisivos: El esnobismo de las golondrinas y Libro de réquiems.
En ambos libros es tanto un réquiem como una celebración lo que se entona: el de los principales escritores y artistas que entrelazadamente con tantas ciudades, paisajes, atmósferas y vivencias han configurado la alta cultura europea. Celebración y réquiem simultáneos, en efecto. Celebración de lo que fue la vida de esta extraordinaria cultura nuestra («la más alta que vieran los siglos», que diría el manco aquel a propósito de la batalla aquella) y réquiem por esa muerte que, como la del espíritu (decimos aquí), ya se está avizorando, si nadie lo remedia, en el horizonte.
Los dos libros en cuestión no son ni novelas ni poemarios. ¿Son ensayos? Digámoslo así. Aceptemos el término convencional, pero para precisar de inmediato que su tejido no es nunca el de las ideas, reflexiones o consideraciones abstractas. Su tejido es el de la carne viva del mundo. Y es precisamente esa carne, esa sensualidad de la palabra y del pensamiento, lo que hace que las consideraciones y reflexiones entretejidas en las páginas de estos dos libros (¡casi dos mil, y se leen con la avidez de la más palpitante novela!) le dejen a uno embriagado con el olor, el color y el sabor de un mundo —de un estilo— en el que se ha encerrado a cal y canto aquella maldita espada con la que Platón (junto con los que le siguieron) pretendió cercenar lo inteligible de lo sensible.
Un mundo —un estilo—, en efecto…, porque, cuando de arte se trata, estilo y mundo se confunden, si es cierto que, como decía Buffon, «el estilo es el hombre mismo». Un mundo —un estilo— en el que, hablando, por ejemplo, de la muerte de Lord Byron, se nos dice que: «La noche resonaba como un pellejo golpeado por musculosos y antiguos guerreros. Llovía a torrentes. Y el viento arrastraba en su grupa nombres confusos de mujer: Augusta, Medora, Ada, Allegra, Annabella, Carolina, Teresa…».
Un mundo —un estilo— en el que un texto como el del Libro de réquiems se cierra diciéndonos que «era una mañana de primavera en Capri y olía a limón, a verbena, a romero limpio. Las campanas nos llevaban hacia la casa de Axel Munthe por un camino de estatuas rotas. Hablábamos de la belleza antigua, cuando las religiones modernas no habían suplantado la estética con la moral filistea. […] Y, en el calor del ángelus, sentí el impulso de quitarme el sombrero al pasar delante de una estatua de Baco.»
Un mundo —un estilo— en el que el erotismo es, por ejemplo, una cosa tan voluptuosa y refinada como la que expresa el Casanova que «disfruta con el aroma de rosa y naranja que desprenden sus amantes ricas, perfumadas como un guante de España; pero goza lo mismo con el suave olor de valeriana que rocía, como una grosella salvaje o un jazmín, el cuerpo tibio y excitado de las mujeres cuando se entregan al amor». El mismo Casanova que «practica un juego sensorial muy gratificante: comer las ostras intercambiando besos de boca en boca, alternando la textura crujiente de la carne con la suavidad sedosa de los labios, cortando el frío de la ostra helada con el temblor caliente del beso, enjugando la sal y el yodo con el perfume de flor y almendras que deja el vino blanco en la boca de una mujer».
Un mundo —un estilo—, en fin, cuyo centro no es otro que el de la belleza. Pero no por frívolas razones «estetizantes», sino por muy hondas razones ontológicas. Por la sencilla razón de que «la belleza tiene una ventaja sobre la especulación filosófica: es irrefutable».Y es irrefutable porque «el arte es una pasión por lo único, por lo excepcional, por lo inclasificable: una forma, en suma, de alterar y descomponer el orden establecido».Alterarlo y descomponerlo, sí…, pero para alcanzar precisamente así el respeto máximo a la ley. Como lo sabía y practicaba muy bien Rilke, «la verdad suprema de cuya inspiración es la de que “El arte es una sumisión profunda a la ley”».
Una ley intangible, inconmensurablemente superior a la hoy miserable ley de burócratas, mercaderes y politicastros. Una ley distinta, por ejemplo, de la de esta democracia a cuyo respecto, aun adhiriendo a todo lo que de libertador tiene o puede tener, Wisenthal se pregunta con su punzante ironía: «¿Cuál es la diferencia entre una dictadura y una democracia? En una dictadura gobiernan los peores, y en una democracia siempre hay alguien dispuesto a elegirlos».
Una ley completamente distinta de la que domina hoy a «esta Europa que se nos va muriendo y apagando entre las fiestas y los fastos de la burocracia que la gobierna». Esta Europa en la que, por ejemplo, «cada día es más difícil tener una imagen solitaria y diáfana de la Acrópolis de Atenas sin que salga en la foto la cabeza de un turista que se considera parte del monumento […]. ¿Qué placer puede encontrar uno profanando el dolorido silencio de la historia con una foto de la familia en camiseta o en shorts?». Devastada Europa de los turistas, y asolada Europa de «los viajes supersónicos, del bienestar económico, de la globalización, de los nuevos ricos, del optimismo de las vidas triunfantes… o sea: una suplantación de Estados Unidos. Mi Europa es justamente la contraria, tan pequeña que hubo un tiempo en que la recorríamos a pie, tan vieja que es consciente de que el crepúsculo embellece las cosas. […] Somos algo gracias a la Antigüedad y me parece que somos menos a medida que nos alejamos de ella. El tiempo se rompe los dientes contra nuestras viejas estatuas».
Es por todo ello por lo que este escritor que forma ciertamente parte de lo que un Dominique Venner denomina nuestra «aristocracia secreta», este profundo aristócrata del espíritu que se proclama dandi y esnob, termina invocando la necesidad de «subvertirlo todo».
¿Aristócrata? ¿Dandi? ¿Esnob?… ¿Y subversivo, además? Desde luego, pero no «esnob» en el sentido del «burguesito —en la jerga más despectiva del español se le llama un “pijo”— que practica un esnobismo vulgar de catecismo, de conveniencia, de marca industrial. Yo creo que el verdadero esnob es otra cosa: un provocador desclasado, una especie de dandi que conquista la libertad a base de contradicciones y arbitrariedades».
Esnob, en efecto, como el Sócrates que «no se defendió ante sus verdugos porque los consideraba unos gañanes». O como el Cicerón que «se hizo del partido de Pompeyo cuando vio a Julio César ponerse la capa torpemente, sin ningún estilo». Aristócrata, en fin, como el duque de Chanost, guillotinado cuando en la Revolución francesa se inició la debacle, y de quien su verdugo Samson cuenta el siguiente rasgo. Mientras la carreta se lo llevaba al patíbulo, «el duque de Chanost permaneció callado, leyendo un libro durante el trayecto. Y, antes de apoyar la cabeza en la guillotina, dobló una página como si pensase proseguir su lectura en otro momento…».
No cabe duda, «tener estilo» —el de «la cultura de gran estilo» de la que nos hablaba Nietzsche—: he ahí lo que significa ser «aristócrata europeo»; o lo que etimológicamente es lo mismo: he ahí lo que significa contarse entre los mejores de entre los europeos. Siendo ello así, ¿qué importa entonces que tengan estas páginas que estar descubriendo a muchos de nuestros lectores la que —al lado de tantos faranduleros del Show System literario envueltos en sus oropeles de pacotilla— es la poco conocida figura de «la mejor pluma de España»?
No importa estrictamente nada. Lo único que importa es que el último Hombre Renacentista esté aún ahí. Lo único que importa es que libros y estilo como los de Mauricio Wiesenthal se mantengan ahí para animarnos a seguir leyendo durante el trayecto de la carreta y a doblar la página cuando los gañanes que, de momento, han triunfado se dispongan a hacer caer la cuchilla. Esta cuchilla cuyos ultramodernos mecanismos le imprimen hoy, es cierto, un tan suave, un tan sedoso movimiento que hasta les parece a buena parte de las víctimas agradable al tacto.