Después de las elecciones

La secesión en Cataluña

Habiendo escrito para los amigos de "Polemia", la magnífica revista digital francesa con la que "El Manifiesto" se complace en colaborar, un artículo destinado a comentar las elecciones en Cataluña y el desafío independentista, lo traduzco seguidamente para nuestros propios lectores.

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Escribo estas líneas en la misma noche de este domingo 25 de noviembre en  que se esperaba, en Cataluña, una gigantesca marea secesionista a favor de la independencia. No se ha producido dicha marea, o mejor dicho: la marea se ha mantenido tal cual estaba. Los electores han preferido «el original» (Esquerra republicana, el partido más radicalmente secesionista), que ha pasado de 10 a 21 escaños, a «la copia» (CiU, el partido convocante de las elecciones), que ha pasado de 62 a 50 escaños. En resumen, una simple transferencia de votos en el seno de los secesionistas, que en su conjunto, siguen representando al 64% de los votantes, frente al 36% para las fuerzas no separatistas, siendo de destacar, por supuesto, el hecho de que Ciudadanos, la única fuerza merecedora de aplauso, haya conseguido pasar de 3 a 9 escaños.

Pero olvidemos la pequeña cocina electoral. Vayamos a las cuestiones que realmente importan. ¿Qué es lo que se juega en Cataluña (habría que añadir: y en el País Vasco)? La cuestión es tanto más importante cuanto que el movimiento identitario (al menos en Francia), llevado sin duda por el rechazo totalmente legítimo del jacobinismo, ha mostrado a menudo una gran incomprensión del fenómeno nacional en España, al mismo tiempo que ha manifestado sus simpatías con fuerzas cuya victoria nos llevaría simplemente a la catástrofe: al desastre del nacionalismo chovinista que, en el pasado, bastante ha sufrido Europa en sus carnes
No nos engañemos. Lo que hoy está en juego en Cataluña (habría que precisar: en la Cataluña española, ya que existe también una Cataluña francesa), no es en absoluto la defensa de un pequeño pueblo cuya lengua, cultura, identidad y derechos políticos serían oprimidos por otro pueblo o por cualquier tipo de autoridad central. Si opresión ha habido, ésta ha desaparecido con creces desde hace más de treinta años, al haberse constituido España en una especie de Estado federal de hecho cuyas partes constitutivas (las denominadas «Comunidades Autónomas») gozan de más derechos que muchos Estados federales.
Seamos claros. Si una lengua, una cultura, una historia es hoy humillada y ofendida en Cataluña, esta lengua, esta cultura, esta historia no es en absoluto la de Cataluña: es la de España, cuya lengua –un ejemplo entre mil– ocupa en la enseñanza un lugar más reducido que el del inglés. La conclusión del discurso que, para cerrar la campaña electoral, Artur Mas pronunció en… inglés constituye, por lo demás, la prueba más palpable y simbólica de ello. Puesto que el catalán será siempre una lengua minoritaria –quiso significar– y puesto que necesitamos una lengua universal en este mundo afortunadamente globalizado que nos gusta tanto… ¡pues bien, que esta lengua sea el inglés, y no el español que execramos pero del que tan difícil nos resulta pasarnos!
Ésa es la cuestión. Cuando el odio nacional, o si se prefiere una palabra menos cruda: cuando la animadversión patriotera derrama su hiel en el corazón de un pueblo (como lo derramó en otros tiempos en el corazón, por ejemplo, de franceses y alemanes) todas las demás cuestiones pasan a ser secundarias. Planteemos la que es, sin duda, la más importante. ¿Es preciso acabar con el «Estado-nación» para crear, dentro de Europa, otro modelo de organización política de nuestros pueblos? Sin duda. Es incluso totalmente legítimo reivindicar o, cuando menos, plantear tal cuestión. Sin embargo, cualquier reivindicación pasa a ser ilegítima, cualquier cuestión pasa a ser nula y sin valor cuando el impulso que la lleva consiste en la negación de otro pueblo, de otra lengua, de otra cultura: en la negación, en este caso, de un pasado milenario en el que la lengua, las instituciones, la cultura, el ser mismo de Cataluña han sido indisociables –con todas las particularidades que se quiera–  de la lengua, las instituciones, la cultura, el ser mismo de España.
Hace falta plantear y defender, frente al individualismo que nos asfixia, la cuestión de la identidad colectiva de nuestros pueblos. Es éste –hay que reconocerlo–[1] el gran y único mérito de los movimientos nacionalistas catalán y vasco (el problema es que pretenden que su identidad es una, cuando es doble). El fenómeno resulta tanto más paradójico cuanto que, frente a este gran impulso identitario, se extiende en el resto de España una especie de desierto de identidad en el que –rechazada toda memoria, todo arraigo, toda tradición– el individualismo más acerbo ha ganado la partida.
Hace falta plantear, decía, la cuestión de la identidad colectiva de nuestros pueblos. Pero es absurdo, aparte de lo antedicho, plantearla en los términos de estos nacionalistas catalanes (y vascos) que, al mismo tiempo que se llenan sin parar la boca con la palabra «identidad», abren los brazos para acoger, gozosos, a las masas extraeuropeas cuya inmigración de asentamiento hace peligrar la identidad de todos nosotros, empezando por ellos mismos.


[1] Lo he reconocido y desarrollado explícitamente en España no es una cáscara, Áltera, Barcelona, 2000.

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