A toda izquierda opulentamente acomodada en el sistema capitalista, tarde o temprano le llega su Mayo del 68. En contra de lo que suele creerse y del mito edificado por la simplicidad divulgativa durante 43 años, Mayo del 68 no fue una jubilosa eclosión de los movimientos de izquierda en el corazón de Europa, sino la ruidosa culminación de una derrota, un complejo proceso durante el cual quedaría de manifiesto que los partidos socialista y comunista renunciaban definitivamente al logro de su proyecto estratégico —la revolución social e inversión de las bases del capitalismo— para anclarse desesperadamente a un bondadoso, inocuo papel reformista dentro del sistema de mercado.
Las vanguardias estudiantiles parisinas, educadas en el rígido principio marxista de que si las condiciones objetivas son adecuadas y la relación de fuerzas lo permite, es necesario acometer la toma revolucionaria del Estado, acuciaron a los sindicatos y partidos de izquierda, en especial el PCF, para unificar objetivos y acometer juntos el “cambio político de progreso social y democracia”. La respuesta sindical, escenificada en el célebre encuentro de Boulogne-Billancourt entre obreros que ocupaban las fábricas y estudiantes insurrectos, tuvo un delicado, charmant tono coral. Mediante el canto de La Internacional, los sindicatos decían “adiós con el corazón”a los estudiantes. Querían el incremento del salario mínimo hasta un 35%; la revolución podía esperar.
Evidentemente, el bullir ciudadano del 15-M no tiene nada que ver con la pseudo-revolución de Mayo del 68, excepto en un aspecto que considero definitivo: el 15-M, y en especial, las movilizaciones del 19 de junio, establecen el punto crítico, el momento de quiebra de confianza y prácticamente definitivo desencuentro estratégico entre el discurso protector, reformista y benevolente de la izquierda española, y aquellas multitudes que, en teoría, deberían ser sus primeros adeptos.
Ya no lo son, eso está claro, porque están cansados de mostrar aquiescencia y no obtener a cambio beneficio alguno. No se trata ya de que se les haya dejado completamente al margen en el reparto de las supuestas atenciones del aún más supuesto “estado del bienestar”, sino que, a mayor agravio, se les augura con todas las de la ley que van a ser ellos quienes soporten el peso histórico de la crisis económica, lo cual implica dos realidades insoportables para cualquier sociedad que se diga en verdad democrática: nuestra juventud no tiene futuro y nuestros jubilados deberían apresurarse en fallecer para ir haciendo hueco en las esquilmadas arcas de la Seguridad Social.
Los indignados serán más o menos expertos en esta clase de situaciones, pero lerdos del todo no parecen. Saciados de la ideología democratista, igualitaria y gazmoña que durante los últimos años han destilado las instituciones controladas por un partido supuestamente de izquierdas, claman con pragmatismo sobre sus verdaderas necesidades: “Dame un trabajo y una casa”. Lo que les molesta, en realidad, no son las dificultades objetivas para satisfacer su reclamación (sus inalienables derechos según la Constitución), sino la actitud de los políticos y en especial de la izquierda ante este problema: plantearlo siquiera, es utópico.
Al “CERRADO y VUELVA USTED MAÑANA”, inflexiblemente continuo, tozudo hasta lo cruel, de nuestra clase política, los indignados han respondido con el único grito que de verdad duele a los contumaces beneficiarios del poder: “No nos representáis”. No hay nada que inquiete más a la izquierda que verse sobrepasada justamente “por la izquierda”. Aunque el movimiento 15-M no se adscriba oficialmente a más ideología que los derechos constitucionales y el clamor ante la corrupción, su ideario es más que suficiente para dejar al aire las vergüenzas de una izquierda que lleva décadas ejerciendo la política en su sentido más administrativo: el arte de explicar a la ciudadanía por qué los problemas no pueden resolverse. De ahí los vistosos equilibrios del PSOE por integrar la protesta 15-M en una “normalidad” que, bien lo saben, desmoviliza y desespera día a día a muchos de sus presuntos votantes naturales. De ahí el patetismo con que Izquierda Unida, tras años y años de seguir la senda del PSOE en el rastreo de sus debilidades para beneficiarse de las mismas, acude a los indignados con los brazos abiertos, comprensiva y paternal. Aunque, como ya se dijo hace unas líneas, los protagonistas del 15-M no son lerdos. IU y su coordinador federal acabaron, simbólicamente, siendo arrojados al pilón.
Lo peor que podía haber escuchado esta izquierda sumisa al sistema y tenaz predicadora de causas muy progresistas pero que no dan “trabajo y casa”, es a centenares de miles de ciudadanos clamando el parafraseo de una de sus consignas históricas: “El pueblo unido funciona sin partidos”. Porque saben que esos partidos prescindibles son los suyos. El también famoso grito de “PSOE y PP la misma mierda es” sólo conmueve y con razón inquieta al PSOE (y de refilón a IU). El PP ya cuenta con la desafección de los indignados. Sus posibles votantes de convicción, que son millones, por lo general no han acampado en la Puerta del Sol ni en la Plaza de Cataluña. Los de la izquierda, sí. O al menos allí estaban hasta hace poco.
Si no lo remedian (y bastante les va a costar), a la avalancha ideológica del buenismo zapaterista y a la tradicional molicie burocrático-sindical de IU, les ha llegado su Termidor. Mas no se preocupen, que no rodarán cabezas; sólo caerán escaños en las próximas elecciones generales. Mantengan pues la serenidad: peor le fue a Robespierre y, que sepa, nunca se le oyeron palabras de queja o reproche tras su tajante final.
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