Ante lo que está pasando en este Mayo 2011 español, ciertos elementos no dejan de apesadumbrarle a uno, mientras que otros, en cambio, te llenan de alborozado júbilo. Es éste un doble sentimiento que se parece bastante al ya experimentado con el Mayo del 68 francés, cuya doble lectura nos hizo sacar, en su 40.º aniversario, un artículo encomiando sus virtudes, y otro combatiendo sus yerros.
Empecemos con las cosas que a uno le apesadumbran.
Ciertas cuestiones, algo “folklóricas”, si se quiere, no dejan de ser profundamente significativas del espíritu que embarga a quienes, por miles, se están concentrando estos días hasta en sesenta ciudades españolas. Así, por ejemplo, cuando algunas banderas españolas hicieron su aparición en la Puerta del Sol madrileña, sus portadores fueron abucheados y tuvieron que retirarlas ante el grito mayoritario de “¡Fuera todas las banderas!”. ¡Curioso país el nuestro! Probablemente el único del mundo cuya bandera no puede ondear en un acto de protesta pública. ¡Ni que fuera una enseña partidista! (Lo es, en efecto, éste es el problema, para aquellos españoles que sólo se reconocen en la bandera republicana. Exactamente como los franceses antimonárquicos del siglo XIX sólo se reconocían en la bandera tricolor y repudiaban la enseña monárquica ornada con la flor de lis.
Más cosas. En la concentración de Palma de Mallorca, los manifestantes cambiaron el nombre de una plaza, retirando
Un elemento más. Los “indignados”, como a sí mismos se llaman, dieron pública lectura, en la Plaza de Cataluña de Barcelona, al famoso best-seller ¡Indignaos! de Stéphane Hessel: esa mezcla de vaciedades y buenismo edulcorado al que he rebatido en el opúsculo ¡Escandalizaos!, de reciente publicación.
Si a ello le añadimos que los comunistas de Izquierda Unida, así como otros izquierdistas puros y duros, se han infiltrado en el movimiento intentando capitalizarlo a su favor, el asunto parece más que claro, ¿no?… Pues no, no lo está en absoluto. El asunto es sumamente complejo y, como tal conviene enfocarlo: no ofuscándonos por lo que a uno le causa sarpullidos; olvidándonos de imposibles purezas; yendo, en definitiva, a lo esencial.
¿Qué es lo esencial?
Lo esencial es, por un lado, la indudable espontaneidad con la que ha estallado un movimiento que, además de dejar clara una vez más la importancia que reviste Internet en la lucha contra unos poderes que parecen controlarlo todo, ha demostrado algo evidente y que un Dominique Venner lleva repitiendo desde hace tiempo: la historia es, por definición, imprevisible. Cuando ninguna esperanza parece dibujarse en el horizonte; cuando las aguas están tan calmas que parecen muertas; cuando se hallan firmemente contenidas por los altos diques que alza el poder, entonces, sin embargo, en el momento más inesperado, pueden estas mismas aguas desbordarse y anegarlo todo.
¿Lo anegarán en
Suceda lo que suceda, algo, sin embargo, es ya irrebatible: miles de españoles en su mayoría jóvenes, aupados por una mayoritaria simpatía popular; miles de españoles que no han encontrado frente a sí la menor hostilidad social, se han movilizado con fuerza hasta ahora desconocida contra el Sistema que, dirigido por su casta político-financiera, ha llevado a la gran crisis actual. (Siempre lo habíamos dicho, recordad: sin una profunda, durísima crisis, nada logrará nunca moverse un ápice).
Y, sin embargo, es cierto: la manera como el Mayo español impugna el actual orden de cosas no es la nuestra, no es la que quisiéramos, la que aprobaríamos sin vacilar. En el espíritu de los “indignados”, la reivindicación económica lo absorbe todo. Cosa lógica, por lo demás: hijos de nuestro tiempo, son tan materialistas como éste. Si nuestros airados jóvenes, en lugar de verse abocados al desempleo o a ser mileuristas, fuesen “milquinientos” o “dosmileuristas”, ni una sola manifestación se habría producido y a nadie le conmoverían las triquiñuelas de los poderosos. Como a nadie le conmovían cuando las vacas eran gordas.
Por supuesto que ello es así. Por supuesto que nadie se está manifestando ni va a manifestarse nunca (salvo, acaso, los lectores de este periódico) contra “la muerte del espíritu”. Por supuesto que no es la absurdidad de nuestra vida carente de sentido y de horizonte; por supuesto que no es la vulgaridad y la fealdad de nuestro mundo desprovisto tanto de gran arte como de belleza cotidiana; por supuesto que no son tales cosas las que mueven o pueden mover a las masas.
¿Y qué? ¡Qué más da! Daría muchísimo, sería propiamente catastrófico, si el gran cambio de sensibilidad y de imaginario, la gran transformación de toda nuestra cosmovisión, toda esa ingente transformación que, como diría alguien, “es lo único que puede salvarnos”, estuviera a la vuelta de la esquina o, como mínimo, en el horizonte. Pero no lo está, se trata de una cuestión a largo plazo, no es asunto hoy inmediato.
Lo que sí es inmediato es que, por debajo de lo que mueve a los manifestantes, por debajo de este malestar centrado en las cuestiones del comer y del vivir —cuestiones tampoco nada desdeñables—, alienta algo que nunca hasta ahora había alentado: la impugnación de nuestro sistema político; el convencimiento o, como mínimo, la intuición del gran engaño, de la inmensa farsa: el sentimiento de que lo que se despliega debajo el nombre de “democracia” —ese nombre engolado y repetido hasta la náusea— nada tiene que ver con la misma.
“¡No nos representan!” “¡No los votéis!” “¡Contra todos los partidos!” “¡Contra el corrupto sistema del PPSOE!”…, claman los manifestantes. Nunca se había visto nada igual. Sobre todo, porque lo que están oponiendo a la actual democracia nada tiene que ver con dictadura alguna. Por primera vez se lucha resueltamente contra el Sistema —contra el liberal-capitalismo, si se prefiere— sin pretender abolir el mercado ni abogar por nada que tenga que ver con la “dictadura del proletariado”.
Ha desaparecido ese pozo sin fondo de odio y resentimiento que era la “lucha de clases” del marxismo. Por primera vez no hay aquí ni rastro de las dos palabras que nos han llevado hasta las desventuras a las que nos han llevado. Por primera vez nadie ha pronunciado —a nadie siquiera se le ha ocurrido— ni la palabra burguesía ni la palabra proletariado. Tampoco la palabra capitalismo. O, mejor dicho, sí. Había en la Puerta del Sol una pancarta que proclamaba “Ni capitalismo ni socialismo”.
Y, sin embargo, lo que aquí se juega nada tiene que ver tampoco con el reformismo socialdemócrata que, con el curso de los años, ha acabado desembocando en el “socialismo caviar”
Es contra los tiburones de las finanzas, es contra la codicia especulativa que nos arruina a todos —incluida a una parte importante del empresariado productivo— contra lo que se alza una protesta cuyas principales reivindicaciones económicas consisten en cosas tales como: expropiar los pisos invendidos de la insensata burbuja inmobiliaria (más de un millón, se calcula: toda una fantasmal ciudad vacía esparcida por toda España); prohibir cualquier tipo de rescate de entidades bancarias, así como la inversión de los beneficios de los bancos en paraísos fiscales, promoviéndose asimismo la adopción de una tasa que grave las transacciones internacionales (la denominada “tasa Tobin”).
¿Cómo no dar apoyo a semejantes reivindicaciones? ¿Cómo no respaldar, sobre todo, el espíritu que les subyace y que se expresa en
P. S.- Me olvidaba.