En el episodio anterior "El congreso en llamas", Juan Pérez concluye un tormentoso día en que producto de una serie de vicisitudes toma la trascendental decisión de incendiar la sede de los Señores Diputados. Producto de una reflexión acerca de la inmadurez de su proyecto decide posponer para otro día la idea. En "Prometeo y el bombero pirómano" con el auxilio providencial de Paco Gómez, vuelve con renovado brío a poner en marcha su decisión justiciera.
Desde las escalinatas de entrada al Hotel Palace, preso de la tormentosa tromba de ideas cerca del frustrado proyecto flamígero, Juan Pérez se dirigió por la Carrera de San Jerónimo a Sol para tomar el metro que le conduciría a su casa en la calle Nicario Gallego, chamberilero él. Como tenía tripa vinera apuró en el camino un par de pares de tintos, de rango inferior al ingerido en Horcher. La cosa no daba para más. Llegado a casa se tumbó en la cama, y sin gozar de ese placentero momento en que sientes que te invade el sueño, se quedó roque. Era tal su agotamiento que ni siquiera el estado de vísperas de un gran acontecimiento, como el que empezó a hilvanar en el rumboso restaurante, le indujo a soñar.
Las lucubraciones del día anterior se habían fijado tan profundamente en su inconsciente, que al despertar, movido por un resorte instintivo encendió la televisión para ver si difundía alguna noticia en relación con el Congreso de los Diputados. «¡Na!», y volvió a la realidad.
De repente, algo así como un ¡hágase la luz, y la luz se hizo!; la luz del entendimiento, claro. Clavó su mirada en el techo de la sala y pronunció un ¡eureka! con nombre y apellido ¡Paco Gómez!
Se trataba del vecino de arriba. Juan Pérez, que tenía una leve noción de las peripecias de su vida, de la de Gómez, se aceleró en una vertiginosa concatenación de detalles que conocía por las confidencias que su vecino le había hecho en las pocas ocasiones en que habían coincidido en el bar que ambos frecuentaban.
Paco Gómez, bombero de linaje (nieto e hijo de bombero) había sido expedientado y con tal motivo causado bajo en el Cuerpo, después de que se detectaron en algunas manifestaciones de su conducta, tendencias piromaníacas. Un perfecto oxímoron: bombero pirómano. La investigación del psicólogo del Cuerpo de Bomberos de Madrid, llegó a incorporar en su expediente datos reveladores de cómo por insondables misterios de la personalidad, la profesión puede conducir a una deformación de signo contrario.
«¡Providencial! Este tío viene como caído del cielo,» pensó Juan Pérez: «Este es mi hombre.»
El abuelo de Paco Gómez participó heroicamente en la expedición que desde la capital de España acudió a Santander en 1941 para combatir el devastador incendio que redujo a cenizas la mayor parte de la ciudad: toda una catástrofe. El caso es que la capital cántabra, debido al incendio declarada zona devastada, al reconstruirse quedó convertida en una de las ciudades más bellas de España. En el expediente abierto a Paco Gómez se apuntaba la hipótesis de que por el conocimiento que éste tenía de la virtud purificadora del histórico incendio se había producido en su psique una alteración de valores en la que el fuego adquiría valores ambivalentes.
Otro dato revelador de posibles conductas en el devenir de Gómez lo aporta la noticia de que su padre, en el momento de bautizar a su hijo propuso como patronímico el de Prometeo, el que, ¡tate!, robó el fuego de los dioses. Atando cabos se podía llegar a descifrar el remoto origen de una personalidad desdoblada. Sin embargo, el deseo de su padre no pudo cumplirse porque en aquellos tiempos de nacionalcatolicismo, ni en la vía eclesial ni en la civil eran aceptados nombres fuera del santoral cristiano. Así que por una sugerencia que tenía todo el aire de una orden, se le bautizó y registró como Francisco, o sea Paco. No se sabe si en honor al santo de Asís o en homenaje al caudillo ferrolano. En aquellos tiempos cuando alguien quería poner de nombre a una recién nacida Vanesa o Soraya, o Bibiana, pongamos por caso, te decían que Pilar, Monserrat, Carmen, Teresa, María Jesús, escoja usted.
Lo que ocurría es que los padres que se regían por la costumbre de acogerse al santoral y ponían a sus hijos el nombre del santo del día en que nacían, como Canuto, Jocundo, Mamerto (patrón de los bomberos), Eleusipo o Caliopo, hacían a sus hijos al nacer el regalo de nombre y apodo a la vez.
Nada tiene de extraño que Paco Gómez, en un estado de confusión entre su oficio de apagafuegos y la carga de un patronímico, que aunque frustrado imprimía carácter como los sacramentos, tuviera grabado en su mente la idea de echarse a un monte Olimpo imaginario con la pretensión de robar el fuego del carro de Helios. El carro de éste vendría a ser una representación figurada de la unidad móvil con que los bomberos se desplazaban para desarrollar sus labores.
Total, que Juan Pérez convocó a capítulo a Paco Gómez para tantearlo en su proyecto para captarlo. Fue receptivo, y entrando en materia decidieron hacer una inspección ocular a fondo del escenario donde se debatían los grandes problemas de la Patria. Dicho y hecho. Echando mano de ingenio consiguieron un pase para presenciar desde las gradas los puntos débiles del recinto. Entrando al Congreso Juan Pérez le comentó a su ya cómplice lo que le sugerían los leones de guardia al aire libre, soportando las inclemencias de los días de crudo invierno y el sofocante sopor de los veranos: eran todo un símbolo de glorias patrias pretéritas por cuanto el metal utilizado para su fundición procedía de armamento conquistado al enemigo después de la victoria del general Prim en Los Castillejos. «Un recuerdo para olvidar porque representaban un obstáculo para la consolidación de la Alianza de Civilizaciones», le dijo Juan a Paco.
Acomodados en asientos de gallinero se percataron de que la sesión del día era un pleno en el cual el Gobierno comparecía para dar cuenta de su gestión y recibir las reprimendas de la oposición. « Mira Juan, están todos», observó Paco. Y en efecto, en el banco azul, encabezados por el presidente del Gobierno, los ministros calentaban los curules.
Puestos a confidencias Paco le reveló por lo bajines a su socio, estar dotado de una capacidad para leer lo que expresaban los labios de la gente. Y demostrando su aptitud dijo: «La primera vice le está diciendo a la segunda «tú que te pondrás mañana para la reunión.» Corría el rumor de que doña María Teresa había convocado a destacados miembros de su tolda para comunicarles su decisión de dimitir, lo que las malas lenguas interpretaban como una decisión airosa antes de que su ocurrente jefe la obsequiara en un ágape con un par de ostras en inequívoca remisión al ostracismo. La señora Salgado, que no estaba de humor, acosada como se sentía con lo de la economía sostenible, no dio respuesta pero por el gesto denotaba que lo del atavío le traía al fresco. Siguiendo el hilo de la interpretación a través de la lectura de los labios de la vicepresidenta comentó: «Esta señora se lo tiene bien montado: para hacer méritos ha utilizado a su padre adjudicándole la condición de represaliado por el franquismo. Y tan represaliado que fue director general con Girón, el falangista aquel no de la corte literaria de José Antonio sino de los de correaje, arma al brazo y en lo alto, las estrellas. O sea, que de hija de represaliado, nada de nada. Entre ésta y el nieto de su abuelo, aviados estamos.»
Paco, ojeando el panorama con la intención de captar alguna conversación fijó su mirada en la señorita Bibiana Aido y le comentó a Juan: «Esta chiquilla, como es tan aficionada al cante hondo bien podría ser llamada “la niña, ’e las píldoras”.» Y hurgando en la memoria concluyó: «Me recuerda al cardenal Otaviani, que al tener conocimiento de que un compañero del Colegio Cardenalicio, belga de nación él, era partidario de la píldora anticonceptiva, comentó: la tenía que haber tomado su madre. Es que Otaviani se las traía.»
Desplazando su campo de observación, como si fuera una lente gran angular, Paco fue a detenerse en una conversación que el señor Durán Lleida mantenía con si vecino de bancada, catalán él, por supuesto. Su prodigiosa facultad le permitió contar que decía como comentario a unas palabras que estaba pronunciando el señor Rodríguez Zapatero. Para colmo, captó incluso el acento leridano del señor Durán, que le decía a su compañero: «Pero que diu aquest payo.»
Oteando la bóveda del hemiciclo observó la huella del proyectil incrustrado en el artesonado el día que Tejero, con su máquina escribir portátil por montera, descargó su nueve largo para poner a prueba el valor que se les suponía a Sus Señorías. En caleidoscopio retrospectivo vino a acordarse del comentario de su propio caletre, que había hecho aquel día en que el jefe de la intentona ni estaba ni se le esperaba en la Zarzuela: «Esto sólo puede ocurrir en un país taumatúrgico y tauromáquico: un tío que dirigiéndose a los tendidos estoque en mano vino a decir todo el mundo al suelo, ésta es mi faena. Y es que desde el punto de vista plástico la faena fue de aliño, aunque por no rematarla con la muerte del morlaco, la autoridad competente, militar por supuesto, le castigó entre rejas.»
Una trifulca banal en la que se enfrentaba un diputado de la oposición con don Alfredo Rubalcaba, llevó a Juan Pérez a susurrarle a Paco Gómez un comentario: «El día que sea realidad lo que planeamos estaremos libres de sospecha sobre nuestra autoría porque el señor Rubalcaba, que no es Nerón pero tampoco Séneca, se acordará del incendio de Roma y ya sabes quién será el pagano: los cristianos del P.P.» «¡Genial! —dijo Paco—. «Esto promete.»
El bolsillo de Paco Gómez, aunque no propicio para echar cohetes, gozaba de holgura comparado con el exhausto de Juan Pérez, lo que permitió al bombero en excedencia, invitar a su socio, tras la interrupción del pleno, a comer en Lardy, a cuatro pasos de las futuras ruinas del Congreso. En el pasillo de la planta alta del restaurante, recordó una anécdota que la había contado un tío abuelo, socialista de aquellos de los cien años de honradez pero ni un día más, tipógrafo por supuesto. Resulta de Indalecio Prieto, reunido con un grupo de políticos en el salón comedor, tuvo de repente la necesidad de ausentarse, y como la costumbre era pagar a escote, reclamó al camarero la parte que le correspondía. Como la cuenta se demoraba, don Indalecio se levantó de la mesa y en el pasillo se puso a reclamar airadamente. No reparó en que la bronca se la estaba pegando a un bulto antropomórfico que se encontraba a pocos pasos: era el propio Prieto que afectado de una retinopatía diabética confundía su figura reflejada en un espejo con la del camarero. ¿Premonición de futuras confusiones?
El cocidito, bien regado con un aceptable Ribera de Duero, fue calentando los ánimos y cuando pusieron los pies en la calle, el aire fresco de la tarde madrileña vino a poner orden en el caletre de ambos. ¿Sabes que te voy a decir visto lo visto en la grada de los leones? Pues que les den morcilla a Sus Señorías!»La respuesta de Juan Pérez consistió en otra pregunta: «¿De Málaga o de Burgos?»
Y con esta profunda duda quedaron para otro día.